Carlos Ramos, de nacionalidad mexicana, nació en Ciudad Hidalgo, Michoacán (antigua Taximaroa), en 1939. Ha trabajado invariablemente, como ingeniero de profesión, editor del semanario Tribuna Libre, inversionista, y se ha dedicado siempre a la creación literaria: poesía, cuento, novela, ponencias, guion cinematográfico.
Por primera vez edita una de sus creaciones; en todas ellas muestra los sentimientos encontrados, conflictivos o gozosos, del ser humano, en busca de la plenitud del espíritu o el fracaso y el sufrimiento inherentes al mismo.
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Fin del término, Carlos Ramos Blancas Primera edición: 2022
- R. © 2022, Carlos Ramos Blancas ISBN: 978-607-99304-3-1
Diseño de forros: Arq. Sofía Ramos Marín Corrección y cuidado de la edición: José Pulido Mata Diseño de interiores y maquetación: José Pulido Mata
Impreso en México
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Índice
- Mentiras
- Desgracia en el campo
- Las almas gigantes
- Encuentros
- Duraisel
- Una quimera
- El Jugador
- Agonía… Al fin solo
- Posesión
- Mutación
- La muerte de un poeta
- Recuerdos
- El rebelde
- Maldita venganza
- Celerino… Un viaje corto
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MENTIRAS
Corría el año de 1939 del siglo pasado, pero esta historia transcurre en un pue- blo viejo y feo, con más de cuatrocientos años de existencia. Había sido fundado por indios bárbaros en un valle cubierto de vegetación y agua. Experimentaba una monotonía cerrada, un tiempo estancado, tortuoso,
cubierto con su pesadez, un abismo que parecía de eternidad. Ahí no había prin- cipio ni fin, solo la existencia, que con impulsos se derramaba en sentimientos de pasión, locura, deseos —piadosamente conservadores—, nadando en mares de insatisfacción.
La avenida principal del pueblo era una calle empedrada, con piedras lajas, redondas y pequeñas. Ancha y amplia. Arrancaba desde el atrio de la parroquia, construida por la orden de los dominicos en 1780. Muy raquítica, con piedras y argamasa en bruto y con dos torres truncadas. Daba la impresión de que la habían dejado los monjes sin terminar, justo a la mitad de su construcción, pero eso sí, con un atrio amplio y una bóveda grande al fondo, con casi la centena de metros de larga por la tercera parte de ancho.
En su interior gris se afianzaban los dogmas, se ampliaba la fe y los sueños de obediencia y de virtud, para alejar el temor y el presentimiento de castigos, de presagios y profecías oscuras; para por medio de la pena y la aflicción encontrar paz en los corazones, dando sustento y fuerza a las plegarias, a los ruegos y a los lamentos acompañados de llanto, vertido en torrentes de lágrimas. La calle de la parroquia, como dijimos, arrancaba del atrio e iba a terminar a la orilla del pueblo, hacia el oriente; en un puente construido con adobes grandes, solidificados por el paso del tiempo, un tiempo lineal, dejando marcas y señales en vivos y muertos.
La construcción del puente formaba un cuerpo resistente. Abajo corría un río pequeño con mucha pendiente, chico pero muy escandaloso, que espumaba y golpeaba el lecho. Corría rápidamente por su cauce rumbo al sureste. Luego se perdía en profundas cañadas.
A escasos pasos del puente, rumbo al occidente, a ambos lados, se alzaba una serie de construcciones que guardaban los secretos y las ansias de sus pobladores.
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La acera que daba al norte principiaba con el cementerio del lugar, que guardaba cientos de efímeras vidas, donde el bien y el mal se convertían en arbitrarios y solo se percibía la claridad contrastando con la oscuridad, además del viento que mecía el follaje de los fresnos.
Allí el siempre del fracaso o del triunfo quedaba cancelado, existiendo la duda de una felicidad futura. Ahí solo existía la sumisión a los dioses y la evasión total de la vida. O tal vez los espectros sutiles esperando un total poder mágico, para enten- der, por último, el inescrutable destino, inmenso en un vacío final.
Colindando con el panteón, seguía un casa de dos pisos, con ventanas de madera, tapizadas; con enrejados de hierro forjado, pintados de negro, un zaguán ancho, alto y grueso, que daba a un corredor de mosaico brillante. Al fondo ha- bía un jardín, con una fuente construida en cantera. Destacaban dos duraznos en floración, con un color rosa lleno de vida, esperando transformarse en tiernos y dulces frutos.
Alrededor del jardín había corredores con macetones en sus orillas, cubier- tos de plantas con flores pequeñas de enredaderas, colgando a la mitad de la altura de los pretiles que servían de base a los macetones y, más allá, desplantados, se veían cuartos con ventanales de cristal amplios, con jardineras empotradas en su parte inferior, cubiertas de plantas creciendo y floreando, dejando escapar un perfume que arrullaba a la conciencia.
Esta casa pertenecía a un agricultor acomodado, híbrido: mitad español, mitad indio; muy parco, casi callado, siempre guardándose de hablar solo lo necesario. Muy católico por encima. Algo gordo, chapeado, como niño recién parido. Blanco, alto, cabello añejo, como nejallo, casi amarillo. Propietario de ranchos donde se cultivaban plantas de aguacate y verduras. Contaba con una familia compuesta por una mujer guapa, parecida a las estampas de las majas españolas, pelo sedoso, largo y negro, cara de virgen, nariz recta, ojos grandes, insinuantes, que miraban con provocación, como una solicitud callada, latente, llamando en silencio: siempre llamando. En los círculos de la sociedad pueblerina, en secreto, se cuchicheaba. Se decía que era una mujer muy voluptuosa, de cascos ligeros, infiel al marido, tal vez porque no le perdonaban su belleza, su desparpajo y confianza con desconocidos, o su dinamismo y calor a flor de piel, como si la moviera un motor acelerado en movimiento continuo. El caso es que existía la duda, mas no la certeza. La rea- lidad es que ella era una alma sin prejuicios y como tal daba su alegría a raudales; para ella era un imperativo dar calor, emoción y cariño a todo ser viviente que se topara con ella.
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Tenía un hijo de catorce años, casi quince, alto, largo y seco como un varejón; pero muy fuerte y sano. Su nombre era Graco. Ella lo escogió aun en contra de su marido. Lo había escuchado en unas charlas sobre las culturas griega y romana que había impartido un doctor venido de la capital. De todos los nombres que se nombraron en esas charlas, le gustó el de Graco. Después de tanto tiempo, ya no se acordaba qué había hecho el tal Graco: si fue tribuno, filósofo, senador, rey o artista. El caso es que tenía que ver, eso sí se acordaba, con tierras, y por eso su hijo se llamaba así.
El joven Graco, muchas veces se preguntó —sin encontrar respuesta— por qué su padre había construido su casa a un lado del panteón, cuando había mejores terrenos y casas en el centro del pueblo, y más cuando las diferencias de fortuna de los que habitaban esa cuadra eran abismales. Cada vez que lo preguntaba encontró silencio como respuesta y unos ojos que se le posaron, fijos y llenos de ira.
Nosotros pensamos que tal vez su actuar estaba condicionado por atavismos enfermizos. Hay seres que respiran atados, como manojos secos de varas y cada vara es un dolor que los suspenden en pensamientos que abarcan infortunios personales, llenos de ansiedad, creyéndose rodeados de fuerzas invisibles que los hacen sentirse mejor aun con temores, cerca de la muerte, experimentando un inconsciente placer por todo lo tenebroso y macabro. Les gusta más el silencio y las tinieblas.
Colindando con esta casa, seguía una infeliz construcción de adobe enjarrado con cal, sin pintar, ni ventanas, y, al centro, una puerta estrecha de madera apo- lillada, desvencijada, mugrosa, con dos pedazos de cintas de cuero renegridas y aceitosas, sirviéndole como bisagras.
Ahí vivía un peón miserable que respondía al nombre de Benito. Siempre se la pasaba tosiendo, descansando a ratos, arreciando de nuevo los tumbos del pecho, hasta que arrojaba escupitajos al piso; flemas espesas y viscosas. De vez en vez sacaba un pañuelo rojo, grande y mugroso para sonarse la nariz y limpiarse las lágrimas que anegaban, inundaban sus asustados ojillos, por el esfuerzo que casi lo privaba. Vivía con una mujer flaca, enjuta de carnes, huesuda, casi un pellejo em- barrado a los huesos. Transparente, con un tenue color azul. Caminaba a pasitos, como si se deslizara sobre brasas ardiendo. Su cabeza la cubría un cabello pastoso y revuelto. Su mirada siempre estaba perdida, como fuera de esta dimensión; autista constante. Ella tenía una cualidad que todos festejaban: era muy rezandera. Podía repetir un libro de rezos sin equivocarse nunca, o repetir todos los misterios au-
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mentados del rosario, con una voz de soprano, fina y dulce, con reminiscencias de añoranzas, de melancolías.
En ella parecía que el alma se había equivocado de cuerpo y de figura. La pobreza descarna en vida a los humildes, a los ignorantes, a los que dependen sólo de quejas y lloros, que a diario claman por cambiar lo andrajoso y miserable de su existencia; donde la desilusión y desesperanza son monedas de curso diario, donde el pesimismo los embota y ni siquiera les permite suicidarse. Así terminan sufriendo las penas y las aflicciones, aceptándolas como inevitables. Y ese lacerar espiritual finaliza en decadencia, dejando ya una sola pasión, un solo deseo, llegar cuanto antes al mundo desconocido de la muerte, alumbrados por una chispa de fe, de ser merecedores en otros mundos del mas grande premio: la felicidad.
A continuación de esta choza, seguía una casa en mejores condiciones, aun- que también construida con adobes. Con una sola entrada amplia, siempre abierta; al fondo destacaban unos palos de madera unidos en el terreno, con tres alambres que los circulaban formando un corral, un establo. Ahí vivía un ranchero chapa- rro, abotagado de la cara, que usaba un sombrero ancho, tejido con palma, fijo en una robusta cabeza. Parecía un sapo negro. No cabía duda de que en su sangre corría herencia de color, quizá de antepasados esclavos. Se llamaba Atilano. Su imagen daba la impresión de alguien taimado y tal vez perverso; pero su gran bocaza y sus enormes dientes mostraban más bien a un estúpido inocente, sobre todo cuando reía y dejaba al descubierto su dentadura caballuna. Su mujer, doña Julia, como la conocían, tenía un trabajo absorbente: día a día, desde la madrugada hasta anochecer, se la pasaba gritando, blasfemando, maldiciendo a su marido y a su rebaño de vacas y toros, que a diario Atilano sacaba a pastar en las lomas y colinas de las orillas del pueblo y por la tarde las regresaba a su establo.
Doña Julia vendía mañana y tarde leche recién ordeñada, contenida en cu- betas de peltre que descansaban sobre una mesa muy limpia. Mujer gritona, pero muy aseada, hasta la exageración. Su conducta más bien se había convertido en manía. Su pecho siempre traía cargando un caos, un torbellino, gritando y mal- diciendo, como si quisiera que todos le temieran, como si fuera una serpiente que escupe fuego. Sólo calmaba su desesperación cuando cumplía sus ritos, como buena cristiana. Era de tez blanca, esbelta de cuerpo, tersa de piel, ojos de un azul profundo; la gente se preguntaba porque juntaría su vida con un animal mudo. No tenían hijo. Se decía que ella era la estéril, la machorra, como vaca vieja. Dejemos con sus vicios o sus virtudes a esta pareja tan extraña.
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A continuación venía otra casa, construida con tabiques rojos recocidos, sin cubrir, con dos pesadas ventanas de madera, cerradas siempre. Parecía como si estuvieran selladas, soldadas, pegadas. Sus marcos estaban cubiertos por una pe- lícula de polvo.
Habitaba esa casa un hombre como de cincuenta años. Barba entrecana cre- cida, cabello lacio, blanco en su totalidad, ojos amarillos de pantera, penetrantes; calzaba siempre unas botas negras, con suelas gruesas y pesadas; vestía un overol con tirantes y usaba camisas de manga larga de franela, tejidas en algodón, con es- tampados floreados. Vivía solo, decían que había sido marino en su juventud y que conocía todos los mares. Pero éste, que respondía al nombre de Manrique, estaba o parecía extraviado. Su personalidad no se integraba a lo que se conoce como normalidad. Como ido, salía al frente de su casa y fijaba su vista relumbrosa hacia las nubes. Así la mantenía por momentos y sonreía de manera malévola, como diablo, frunciendo las pobladas cejas, expresando coraje e ira. Después bajaba la cabeza y fijaba su vista al suelo. A continuación se ponía a dar saltitos, dejando salir de su garganta pesados sonidos guturales, sin significado conocido, pero pa- recidos a los aullidos de las hienas. Sus manos acompañaban este movimiento, ha- ciendo señales cadenciosas o violentas, apretando de vez en vez una mano contra otra. I n m e d i a t a m e n t e se metía a su casa, con suma rapidez, como chacal buscando su guarida, soltando una brusca carcajada de un ser perdido. Todos lo daban por loco.
Fuera de sus momentos de trance se comunicaba con su vecinos y aunque tartamudeaba, se hacía entender. Sin embargo, su proceso mental de las ideas es- taba oscurecido, era más que una bestia.
Nadie sabía de qué vivía, nunca pedía nada y siempre andaba limpio de cuer- po y ropa. Se creía que tenia familia en la capital, muy ricos, que lo habían corrido y enterrado vivo. Con regularidad, cada mes pasaba a visitarlo el boticario del pueblo; prestamista, rico, mañoso y abusivo. Tardaba poco dentro de la casa y salía con gran escándalo al despedirse, como si quisiera dejar constancia a los demás de su visita. Manrique desaparecía en ocasiones, por bastantes semanas. Probable- mente iría a visitar a los suyos o incluso haría visitas al infierno. Quién sabe, nadie podía dar razón, y mucho menos asegurarlo.
Después de esta casa, de este cubil, venía otra, muy común, donde vivía un hombre joven, frondoso, de mediana edad, casado con una mujer originaria de la costa, de la playa, del mar. Muy dicharachera, alegre, suelta y grosera para hablar,
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como los nacidos en Alvarado. En cada oración metía los coños, los bueyes, las mentadas; costumbre imposible de cambiar ya que obedecía a un fenómeno social y antropológico de la gente de esta zona del golfo de México.
Se llamaba Salud y su esposo Luis; éste contaba con un puesto localizado en el mercado municipal. De carácter exaltado, decían que era de pocas pulgas. Los dos mantenían un ego muy robusto, vanidoso y presumido. Vivían medianamente; pero para ellos representaba la mejor condición, la conquista de un pedazo de cielo. Las tardes de los días que no trabajaban se ponían a tomar juntos y ya borrachos se insultaban y muchas veces llegaban a las manos; escandalizaban como dos gallos pelones de palenque. La policía ya no les hacía caso y los dejaban hacer, puesto que al final se pedían mutuamente perdón y cambiaban a los arrumacos y ronroneos de amor; besándose, lamiéndose, en humores de pasión. No tenían hijos.
Para finalizar con los vecinos que vivían en la acera que daba al norte, termi- namos con una pequeña tienda que remataba en esquina. Como pantalla, vendía chiles, tomates, cereales, manteca, quesos, miel, azúcar, enlatados; pero la mayor venta, en la realidad, era un estaquillo que, bajo el agua, y con su consabido pago de mordida, vendía medidas de alcohol y aguardiente; para llevar o ser consumido ahí, mezclado o no con refresco. El aguardiente que se vendía estaba hecho en alambiques rurales, con métodos ancestrales, con destilación imperfecta: colas y cabezas juntas. Quemaba y enardecía la garganta de los consumidores y de los borrachines. El dueño de esta piquera tenía por sobrenombre el Zarampahuilo. Hombre fornido, de estatura mayor que lo normal, el más alto entre todos, parecía un ruso emigrante de las estepas de Armenia, caucásico de piel, bigote y barba ne- gra muy poblada y cerrada. Contaba con una pata de palo, que se amarraba a partir del medio muslo de la pierna derecha. La presumía y la levantaba como un trofeo valioso, al tiempo que lanzaba sonoras carcajadas. Contaba que había sido garrote- ro en los ferrocarriles nacionales y que una maldita máquina con hambre lo había mordido, lo había lisiado, pero perdonándole la vida; ¿o él se la había arrebatado? No lo había matado, seguía con vida y el Zarampa volvía a reír.
Tenía un hijastro que de vez en cuando lo visitaba, por uno o dos días cuando más, porque al tercer día, lo pateaba con su pata de palo y lo corría. Siempre repe- tía que no soportaba monsergas.
Atrás del mostrador, en un privado encortinado, estaba una mesa chaparra, donde a diario tomaba copa y jugaba baraja con sus amigos. A uno de ellos le apo- daban el Coyote. Era soltero y vicioso, incluso con toques de marihuana, siendo el
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eterno desempleado. Otro era el teniente Mendieta, un militar remilgado y lampi- ño. Ocupaba el tercero o cuarto mando de la guarnición militar ubicada a escasos metros de la catilucha. Para completar el cuarto, los acompañaba don Bonifacio, un español gallego, dueño del molino de harina de la localidad.
Regresamos al inicio para observar la acera orientada al Sur, frente a la que acabamos de describir. Aquí nada más vivían tres vecinos, distribuidos de la ma- nera siguiente: enfrente del camposanto estaba una casa mediana, cubierta de azu- lejos coloreados, a los lados contaba con terrenos grandes circulados con bardas altas, rematadas con pedacería de vidrios de botella, fijos dentro de una capa de argamasa.
La casa siempre se mantenía cerrada el mayor tiempo, aunque estaba habitada por un cuidador viejo llamado Isaías, que la tenía descuidada. Al frente, en la ban- queta, pasaban los días amontonándose la basura. Solo durante el mes de noviembre todo cambiaba y nacía la limpieza, preparándose a recibir, una vez por año, al ma- trimonio de los Estrada, que permanecía máximo dos semanas. Siempre arribaban antes del día de muertos, en un fordcito manejado por el hombre. Llegaban siempre los dos, solos; sentados en el asiento delantero. El hombre vestía traje de casimir, con coderas de gamuza en el saco. Cubría su cabeza un sombrero de bombín hecho de fieltro color rata, con una cinta gruesa en la base de la copa, tejida en raso negro. Usaba una corbata de seda roja, prendida por un alfil de oro brillante. Su porte de- notaba un ser turbado que se esforzaba por aparentar tranquilidad, pero lo delataba un tic nervioso: golpeaba con los dedos de las manos el volante del coche. La mujer a su lado iba muy elegante con traje sastre, mostraba collares de perlas, pulseras y un anillo de rubí. Su figura destacaba una cintura pequeña, esbelta, sus pechos se mostraban erguidos perfectos, su imagen respiraba soberbia, orgullo, insolencia; su rostro perdido disimulaba el enfado y un rencor subterráneo, parecía el prototipo de la hipocresía. A pesar de todo, la belleza de sus joyas y su hermosura atraían las miradas atónitas de los vecinos, que los saludaban con amabilidad, como si estuvie- ran ante una aparición etérea y fuera de este mundo.
Ella no saludaba a nadie pero sonreía forzada, con un rostro maquillado que parecía de artista. Daba la impresión de ser una urraca muy fina, brillosa, con secretos y turbulencias, con un accionar en círculos, como pisando las estrellas. Entraban a su casa y no se les volvía a ver, hasta el 2 de noviembre, que iban al cementerio muy elegantes, seguidos por el servil Isaías. Isaías llevaba un gigantesco ramo de alcatraces que apenas podía cargar. Siempre las mismas flores, por años. Caminaban por todas
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las tumbas, hasta llegar al fondo del panteón, al oriente de lado izquierdo, donde se mantenían de pie, silenciosos frente a una tumba por espacio de media hora. Isaías colocaba las flores encima de la lápida. Acto seguido regresaban a su casa y de un momento a otro ya no estaban, se habían ido. Un año más tendrían que esperar los vecinos para volver a sorprenderse con el espectáculo.
Al centro de la cuadra, colindando con la casa de los azulejos vivía Doña Romualda, vestida siempre de negro. Hacía dos meses había enterrado a su esposo muerto por un ataque de apoplejía. En vida, fumaba muchos puros y comía o más bien tragaba como animal de engorda. Ella, por su físico, entraba al rango de los monstruos: pesaba 130 kilos o quizá más. De cuerpo ancho y voluminoso, desbor- dado y gelatinoso. Si con imaginación la pudiéramos dividir, saldrían bien a bien tres cuerpos. Su cabeza, chiquita, parecía una bola de golf, sobre un montículo alto, lleno y ancho. No caminaba, más bien arrastraba con lentitud las columnas de sus piernas, apoyándose en un robusto bastón, con pomo de madera con in- crustaciones de marfil. Contaba con dos hijos mayores, que residían en Chicago. Hacía tiempo que se habían ido de mojados a probar fortuna: a servir mesas en restoranes, a lavar platos, limpiar alfombras. Cuando vinieron a enterrar al padre, estaban cambiados: de perros flacos y cenizos como se fueron, llegaron fuertes, llenos, con mucha energía y despabilados. Y claro que mostraban, o más bien pre- sumían de contar ya con sus centavitos.
Informaban que allá en Estados Unidos eran jefes, pero estos cuentos se con- vertían en realidades virtuales. El ser humano requiere de mentiras en algunos casos, ¿o en muchos?, que cambien su realidad. Algunos compañeros que estaban con ellos en Chicago eran más sinceros y se reconocían como simples gatos de los americanos. Como fuera, vivían mejor allá que aquí. Además por qué iban a dis- gustarse por ser gatos, ¿acaso no era cierto que su madre se parecía y le decían la Gran Gata de Angora?
Esta acera terminaba haciendo esquina, ocupando casi una tercera parte de la cuadra. Aquí se levantaba un edificio grande y viejo, en forma de un gran alma- cén, con una entrada mediana al inicio y una gran entrada al final, llegando ésta casi a la esquina. Ahí se localizaba el congal del pueblo y sus alrededores. Aquí era donde el placer, la lujuria, la locura y la enfermedad empujaban rápidamente hacia la decadencia. Pero también había ternura, dolor, deseos y sueños, amor y odio; rapacidad y depravación. Aquí no había deberes, solo un mercado sórdido y triste.
Cuando tarde, la acción empezaba a las ocho de la noche, las bombillas se encendían, las luces resplandecían en su interior, se oía una música pegajosa, eje-
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cutada por una orquesta pequeña compuesta por un clarín, una trompeta, dos tambores, un bajo, un violín y un piano viejo, todos juntos.
Se escuchaban los gritos, murmullos, risas, susurros, todo un maremagno creando las condiciones para un fácil mercado carnal. Si se tenía el cuidado de pasar lentamente, frente a la gran entrada, y mirar hacia adentro, se podía ver en la pared de enfrente un mural vulgar, en el que estaban pintados —con pintura de aceite— cuerpos de mujeres desnudas, bañándose en un arroyo con jícaras. Más allá, ocupando la mayor parte de la pintura, destacaba, desnuda también, una mu- jer tendida en un verde césped, tocándose con una mano su vulva, ensortijada con abundante bello negro, y con la otra mano, sus dedos posaban sobre un pezón os- curo que salía de su seno rosa. La mirada de este desnudo tenía un brillo insinuan- te y pervertido. Además de las figuras humanas, el mural estaba ambientado con árboles y malezas. Esta pintura ejercía en los timoratos acomplejados una presión para apurar el enlace carnal. Esta manifestación contaba con la magia de extinguir defectos y aumentar los atributos femeninos. Las mujeres reales llevaban las más- caras de las cortesanas, víctimas de su propia defraudación, viviendo en un abismo informe, tenebroso como mundo subterráneo. El gozo y la satisfacción pasajera les rompía las almas en astillas, envejeciéndolas y postrándolas en la desesperación y el olvido, para cerrar la prisión con la total soledad.
La dueña de este antro, también medraba con su cuerpo. Con poco orden y por descuido había procreado dos hijos bastardos, con hombres diferentes, que aún eran pequeños y por ello no tenían el juicio para entender el comercio de doña Luisa, su madre.
Todos los días, avanzada la mañana, salían las mujeres: demacradas, desvela- das, medio desnudas, descuidadas, con los cabellos en desorden, lisas de la cara, pálidas, sin pintura ni máscaras actoras; con sus cigarros prendidos entre los dedos de una mano, fumando nerviosas, con crudas que las hacían temblar y estreme- cerse en sus frágiles cuerpos. Atravesaban la calle empedrada y emprendían sus pasos a la tenducha de la esquina para comprar pescados enlatados, pan de centeno, queso, crema. Además buscaban lo más importante: un trago rápido de aguardiente que las calmara y les devolviera el equilibrio a un cuerpo y una mente azotados por la resaca.
Éstas eran acciones diarias, repetitivas, que como columpios no pasaban de un límite de movimiento, acotado, igual, sin cambios, formando una cárcel de tedio, de aburrimiento de vida.
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Graco, alto, largo y seco, como ya dijimos, estaba transformándose en un nuevo ser. Las hormonas hacían el trabajo de la evolución. Había alcanzado la edad en donde ya podría engendrar si fuera el caso, pero como todos los jóvenes de esa edad, se manejaba con temor, aprendiendo nuevas experiencias, buscando el placer, practicando con o sin medida el onanismo. Buscaba donde meter ese animal nervioso que a cada momento, a cada rato, sin avisar, se para, se yergue, necio a guardar la compostura.
Graco formaba parte de la selección de básquetbol de la escuela secundaria, donde cursaba el tercer grado. Era un buen jugador pero se creía estrella, solo porque las chicas, sus compañeras, le aplaudían poseídas, gritaban chillando, au- llaban con desenfreno, llenas de algarabía y con secretos deseos no pronunciados. Cuando canasteaba, encestando uno y otros más puntos, su yo interno se hinchaba, aumentaba de volumen, haciéndolo perder a ratos el piso. Niño joven, bien criado con todas las comodidades y casi sin responsabilidades, salvo presentar buenas ca- lificaciones, pero para él eso “era gallo muerto”.
También formaba parte, como trompeta, de la banda de guerra de la escuela, acompañado por sus compañeros y por el retumbar de los tambores a la vez que marchaban por las calles del pueblo a la cabeza de los desfiles. En esos días vestía chaquetón militar, con dos hombreras doradas, en listas de hilos cortos color oro, y más abajo en los antebrazos, los golpes fijos, cayendo como enredaderas en total desorden. Al contrario, las borlas, de color rojo vivo encarnadas, se movían en ar- monía. Formaban un ángulo recto con el brazo al subirlo para llevarse la boquilla de la trompeta a los labios y soplar las notas aprendidas de las marchas. Marchaba vistiendo pantalones blancos rectos de lino, con una cinta de seda que bajaba por los lados de afuera de ambas piernas y al centro de las mismas. Golpeaba el empe- drado con botines negros de resorte, con tacón y suela gruesa, portando una gorra militar, con el escudo de la escuela bordado al centro y una visera negra de plástico que reflejaba la luz del sol. Todos los músculos tensos marchando con gallardía, tocando a intervalos marchas ruidosas o, ya en los actos cívicos, en el hemiciclo, dianas saludando los discursos de los burócratas del gobierno, a los que Graco no escuchaba. Todos decían que los gobernantes eran falsos. Todos sabían que el poder los convertía en arrogantes, que su función estaba llena de pillerías y robos que justificaban con una actitud cínica; en fin, ser burócrata por nombramiento, o por elección, en su mayoría era sinónimo de ser venal. Para Graco, los días en que se conmemoraban las efemérides de los actos de los héroes de la patria eran días de orgullo y fatuidad.
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Como todo joven ignorante, estaba seguro de que su resplandor y energía le bastarían para comerse al mundo y al sexo opuesto. Pero en su interior la con- ciencia declaraba muchas dudas, muchas interrogantes y pocas respuestas. Esto le producía sobresaltos, al igual que varias imágenes que absorbía del medio. A veces le parecían mitologías, llenas de milagros. Sospechaba que le trastocaban la intui- ción y los sentidos, y aun cuando se presentaran como naturalezas empañadas por la ilusión, al desaparecer le dejaban solo estremecimientos.
Uno de tantos días, al medio día, al salir de clases, se fue con los amigos al monte, llevando su primera botella de ron. Uno de sus amigos, el de mayor edad, ya era versado en estas experiencias y los iba a iniciar en la práctica que marca el rito al dios Baco.
El calendario marcaba el 14 de septiembre. Sentados bajo la sombra de un árbol, los jóvenes se hacían bromas. Comenzaron a libar, cuando el cielo se puso gris, las nubes se perseguían en tropel, chocando una con otra y en un segundo se rompieron, liberando una tormenta, un diluvio compuesto por gruesas cascadas de agua.
Los jóvenes corrieron a la choza más cercana propiedad de un hombre llama- do Eudoro, que criaba gallinas. Su comercio consistía en vender huevos de rancho en la ciudad. Los recibió con una sonrisa burlona, pero con gran solicitud y cariño.
Bajo el tejado de la choza, estuvieron observando la tormenta. Los rayos ex- plotaban, se sucedían uno a continuación de otro; duró desatada la tormenta como una hora y luego poco a poco se convirtió una llovizna, que se fue haciendo rala, hasta cesar.
Volvió a salir el sol ya casi en su postrer huida, originando un crepúsculo violento. A lo lejos, sobre montañas cubiertas de bosques, se veían los colores ama- rillos fuertes y claros; los rojos y los violetas mezclados cambiaban e iban cediendo a un plomo tirando a negro. A medida que se ocultaba la mitad última del disco solar, desaparecía detrás de la línea del horizonte. Los mechones prendidos, en llamas, dentro de la choza, gritaban la llegada de la noche.
Los amigos venían bajando la colina rumbo al pueblo. En la plaza de armas se separaron y Graco se dirigió a su casa.
Para esa hora el regocijo en la casa de forma de almacén ya había iniciado. Graco, aunque algo mojado, sentía un calorcito que se le subía por el pecho y se refugiaba en su cabeza. Sentía júbilo, producto quizá de sus primeras cuatro copas. Al pasar frente al zaguán mayor de la casa de prostitución, vio en el quicio de la
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puerta a una muchacha joven muy bien pintada, con un yérsey cuyo escote amplio y temerario dejaba ver el nacimiento de la línea de sus senos. Traía una falda corta que dejaba descubierta gran parte de sus pantorrillas, llenas, a punto de explotar; encarnadas y tersas. Al ver pasar al joven, la muchacha le sonrió, mostrando una dentadura pequeña de marfil, perfecta. Sus labios los mordía despidiendo calor de hoguera de intensa fuerza quemante, al tiempo que le decía:
—Ven papito y… te doy todo.
El joven se paró en seco por un momento y dudo de seguir adelante. Ella al ver su indecisión lo apuró:
—Graco, ¡vamos! Decídete, nene.
Él sintió temor. Reinició su camino, acelerando sus pasos en silencio, sin abrir la boca. Iba entrando a su casa, cuando se dejó venir, otra vez la lluvia, pero ahora como llovizna, suave, sedosa, pareja, insistente, haciendo entender que su duración no tendría fin.
Las luces estaban apagadas y el corredor que llevaba a su cuarto estaba inun- dado con una capa muy fina de agua. La luz de la luna creaba fantasmas, pero alum- braba todos los contornos; él sabía que a esa hora sus padres estaban en su visita semanal con don Melchor, el cura del lugar, a donde iban a tomar chocolate, pane- citos y, alguna que otra vez, canapés.
Entró a su recámara y comenzó a desnudarse. Se le vinieron a la mente los ojos de la muchacha, de iris abierto, pidiéndole sus caricias, y su actitud de recha- zo. No se perdonaba haberla repudiado y le asaltó la duda de que tal vez él no era capaz de proporcionar placer. Como un repique cambio la idea y se acordó de que al otro día, que era quince de septiembre, tenía que estar a las cinco de la mañana en los arcos del edificio de la Presidencia Municipal, para izar la bandera junto con la banda de guerra. Terminó de desvestirse, se puso un pijama y entró a la cama.
No supo cuánto tiempo estuvo recordando las experiencias tenidas ese día. Escuchó la llegada de sus padres y el ruido del cerrojo de la puerta principal. Ya era tarde, pensó; se volvió del lado derecho y comenzó a perder la conciencia. En el espacio de vigilia que le quedaba — todavía no estaba dormido— escuchó ruidos arriba del techo, arriba de la loza: tres golpecitos y un roce continuado, como si estuvieran rascando. Dio por seguro que serían gatos jugando, pero seguían los ruidos y además sin cambiar de la misma forma: tres toques secos y un rasguido. Pensó: “¿A poco los gatos que debían de estar empapados por la lluvia mandaban señales inteligentes, señales Morse?”. Se sintió sorprendido, sin embargo estiró
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los pies y optó por ignorar sus oídos. Pero entonces escuchó claramente unos pasos por el corredor que chapaleaban al caminar sobre el agua estancada, se acercaban… y en un instante, quien fuera abrió la puerta de su cuarto.
Ésta dejó salir un chirrido de los pomos, como queja. Graco sintió un estre- mecimiento en todo el cuerpo y un calor rápido que lo invadió; luego escuchó ruidos de papeles en el cajón del buró que estaba a un lado de la cama, apretó los párpados que tenía cerrados y su boca empezó a jalar aire, sintió miedo, mucho miedo. Su corazón desbordado aceleraba sus latidos, casi lo escuchaba. Intrigado, hundido, pensó: “¡Un ladrón! Sí, eso es”. Apenas procesaba esta idea cuando tuvo la sensación de que le jalaban el cubre cama con las cobijas y ahí se adueño de él un terror inaudito, constante. Reaccionó jalando sus cobijas hacía la cara, y encogien- do sus miembros, que casi estaban paralizados. Atribulado pensó: “¡Es el muerto!”. En un instante se acordó de que las consejas recomendaban que ante la visita de un muerto, había que insultarlo, decirle palabrotas y mentarle la madre para que se fuera, para que se alejara. Pero no pudo balbucir palabra, su boca apretada con fuerza estaba sellada, sus dientes soldados; estaba temblando como si fuera vícti- ma de un ataque epiléptico.
Sintió que dejaban de jalar las cobijas, pero experimentó que ese alguien o ese algo, producto de la noche, iba poco a poco, aprisionando su cuerpo rumbo a su garganta, el peso de esa sombra se encimaba presionando su cuerpo, lo ahogaba; sintió como patas, como garras, como manos que recorrían, acortaban la distancia, subían, pero de pronto, cesó a la altura de sus caderas, pero ahí seguía el peso y en ese sitio escucho un quejido: ¡Aah! Todo se convirtió en una fuente, sudaba a chorros, estaba en trance, las sábanas se pegaban a su pijama húmeda, el cuerpo mojado, buscaba protección en su cerebro desorientado, turbado. Escuchó que le decían al oído: “¿Estoy aquí?”. Creyó que su salvación estaba en abrir los ojos; esforzándose, los abrió y éstos se desorbitaron: frente a él, contra la ventana de su cuarto, vio el busto negro de un ente con una cabeza en forma de cono invertido, y en la parte superior unos cabellos gruesos que le salían como serpientes, movién- dose y chocando entre ellas; cerró los ojos de inmediato, su pavor llegaba al clímax.
—¡Diablos! ¡Sí, es Satanás! —gritó, casi aulló dentro de su cerebro; dormido su cuerpo, vaporizando, seguía deshidratándose.
Volvió a escuchar el ruido desordenado de sus papeles dentro del buró y sintió que su corazón se le salía del pecho, que dejaba de existir. Fue ahí cuando fuertemente escuchó en el espacio del éter: “¡No te mueras maldito! ¡No! ¡No!”.
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Luego, un aullido de perra, un lamento desgarrador, acompañado de gemidos de mujer desesperada y al rato nuevos gritos: “¡Tú no vales! ¡Tú no sirves! ¡Dios! ¡Dios!
¿Dónde estás?”. Entre la bruma vio a María, la esposa de Benito, corriendo, subien- do angustiada a un autobús que se alejaba del pueblo. Sintió como si una hoguera en llamas lamiera su cuerpo, como si lo estuviera quemando, calcinando, como si lo estuviera consumiendo, y comenzó a gemir en silencio. Las lágrimas sin ruido salían a fuerza de sus ojos cerrados, empapando sus mejillas, mojando la almo- hada, anegando todo en un círculo infernal, toda la fuerza vital, toda su esencia; la tensión muscular cedió, adoptando un estado flácido, flojo, aguado, como un estropajo empapado, como un montón de ruinas y una pequeña luz tintinando en su cerebro perdido.
Le parecía que nunca iba a terminar su calvario. Por un momento, casi in- consciente escuchó como un repique continuado, las dianas de sus compañeros izando la bandera. La bujía casi apagada de su conciencia brilló como lámpara de guía de bosque y la fuerza y la vida le volvió, le llego la fortaleza de la recupera- ción y tomó posesión de todos sus sentidos, abrió con confianza sus ojos y vio la luz hermosa de la mañana golpeando los grandes vidrios de la ventana. Hizo un movimiento violento para quitarse el peso del cuerpo, volteó la cabeza y oyó un chillido, viendo brincar de su cama y salir al corredor a un cachorro alemán cre- cido, que hacía apenas un mes había llegado a la casa. Volvió a oír sus pasos sobre los charcos de agua. Como estúpido se sentó, descansando su espalda en la cabecera de la cama; escuchó el mismo ruido de papeles, miró por una pequeña rendija de cajón del buró medio abierto, y descubrió aleteando a una paloma de las llamadas “muerteras”, igual que la mariposa, pero más tosca y gruesa, con muchos vellos y de color plomizo. La tomó de una ala y la arrojó con rabia al suelo. Levantó el rostro, vio su saco que había dejado sobre una silla y comprobó que su centro coincidía con una maceta chica donde crecía una planta espinosa, con varias varas, rematadas por pequeñas flores de pétalos abiertos. De noche con reflejos, se convertían en serpientes.
—¡Estúpido! —se dijo. Tomó una bata y se introdujo a la regadera.
Damiana, la sirvienta, le servía el desayuno a Graco, cuando su madre Ra- quel, entró toda vestida de negro.
—Dame rápidamente un jugo de naranja, Damiana. El señor me espera.
Al mirar a su hijo, que la observaba de manera interrogante, pasmado, le dijo:
—Nada. Que hoy en la madrugada, se le murió Benito a María. Tu padre y yo vamos acompañarla, a ver qué necesita.
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Graco permaneció en silencio, siguió tomando su leche de un vaso de cristal. Con júbilo pensó: “¡Eso era! Tonto de mí”. Enseguida lo agarró una duda: “¿Cómo pude escuchar sus gritos? A la distancia en que me encontraba, era imposible percibirlos”. Arrojó a un lado las ideas, terminó su desayuno y se encaminó a la escuela. Hoy era día de desfile y había que presumir.
Transcurrieron los días. El olvido es una forma que adopta la mente para au- toprotegerse, más cuando las experiencias son nuevas cada vez y se es joven. Graco ya no se acordaba de su noche traumática y todos sus actos se regían por la ingenui- dad. En la tarde escuchó una conversación entre sus padres.
—No, Rodolfo. Te digo que está raro. Ella no era de estos lugares, sin embar- go ve, explícate.
—Para qué darle importancia
—Pero desapareció, después del sepelio, abandonó la casa. Pobre María, ¿dón- de andará?
—Deja ya eso. Cada quien sabe lo que hace.
—De todas maneras me angustia pensar en ella. Qué destino tan triste, lleno de pesares.
—Deja ya eso. No es tu asunto.
Graco sintió un golpe en la nuca y recordó sin ligazón aparente su estado febril de aquella terrible noche: vio a María la esposa de Benito corriendo, su- biendo angustiada un autobús que se alejaba del pueblo. Por un momento quedó como alelado y a su pesar sintió un ligero temblor en su cuerpo. Acaso se había convertido en pitonisa o en un oráculo con poder para ver el futuro a través de los sueños? ¡Pero si no estaba dormido! Exasperado corrió el cierre de su mente, dejó de elucubrar sus posiciones y opuso como armas el escepticismo y la indiferencia. Esto le ayudó a concluir que hay un poder extraordinario de los pensamientos, que dan lugar a las casualidades y a los inventos de la mente, que siendo mentiras, las convierte en verdades.
Ese día se pasó toda la tarde jugando básquetbol. Terminó sumamente fa- tigado. Jugó muchos “veintiunos”; abandonó la duela de madera de la cancha y pasó a los baños del gimnasio. Su estado de ánimo era envidiable: gozoso. Estaba terminando sus tareas escolares en la biblioteca de su casa. Comenzaba a oscurecer cuando terminó; se pasó al sillón grande donde descansaba su padre, se arrellanó en él y se quedó dormido.
El interior fue desdoblado. Una parte quedó inerte, manteniéndose latente, con baja intensidad de vida; la otra parte abandonó su cuerpo y sin formar juicios
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de valor, voló en libertad, flotó como cuerpo etéreo, creó imágenes y relaciones sin tiempo y dio origen a profundos sueños.
Graco, como observador obligado, se constituía en parte del sueño, no podía ser de otro modo. Observó la imagen de una planicie pareja a media luz. Arriba, en el espacio, había círculos formados por cabezas de toros, sin vitalidad, muertos, que se movían formando un camino que terminaba a la entrada de una puerta de una casa no identificada. Con seguridad la conocía. Existía en unas tinieblas, in- formes, y a través de ellas se veía caminando rápidamente, a pasos cortos, el ama de compañía de doña Romualda. Iba con urgencia por don Melchor, ya que la gata de angora agonizaba.
Graco se encuentra dentro, pero ahí no hay cuartos, nada más espacio vacío. A lo lejos ve como una pira elevada, a donde por una rampa se sube a la superficie. Soplan hacia ahí corrientes de aire, chocan en remolino, un vendaval que silba, cubren una mole de cuerpo, tendido y vestido de luto. Vio una procesión de mon- jes, listos a llevar a cabo un rito de sacrificio. Se escuchó el anatema de Melchor y desaparecieron los monjes. El cura riega agua bendita y cientos de gotas bañan el cuerpo de doña Romualda. Rinde frutos, se aplaca el aire y aparece un lecho en un cuarto donde la moribunda da su confesión al oído del cura, que casi se posa en su boca balbuceante.
Cumplido el designio de los dioses, con la turbación en el rostro, pero también con enfado y rencor, el cura exorciza a los espíritus malignos y da la extremaun- ción a un alma que ha dejado el inútil y monstruoso cuerpo. Los toros se transfor- man en palomas y vuelan como bólidos, desaparecen en segundos. Ahora mira al cura Melchor, sudando, cayéndole muchas gotas de la frente, arremangándose sus faldas de cura y echando tierra con una pala en una fosa, donde momentos antes había metido un cuerpo blando con la ayuda y esfuerzo de otros. No ve a los hijos. El estado de Graco es plano, parejo, sin ninguna protuberancia. Sus pensamientos indicaban que todo era un ejercicio definido y arbitrario de autoridad, ordenado por la gata de angora. ¿Porque si no quién…?
Despertó en la madrugada, tullidas sus manos, acalambradas las piernas y frío su pecho, se encaminó a su recámara. Iba pensando: “Cuando menos en este sueño no me puse nervioso”.
Al otro día, al observar a Doña Romualda frente a su casa, sentada en una silla rústica de madera, con su labor en el regazo, la bola de estambre rosa y las agujas moviéndose en sus manos regordetas, la confusión de sus sentidos dejó de
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ser y creyó que tal vez su sensibilidad a ciertos acontecimientos hacían presa a sus pensamientos. Que tenía que dejar de hacerse conjeturas y olvidarse de idioteces. Una noche más, una carrera sin regreso, con una indiferencia de grados que crece o se achica o se vuelve hábito para convertirse en placer con inquietud, con curiosidad. Se manifiesta y ahí queda, en una región, onírica, donde lo virtual discurre en una película que parece real, que vive gozando o sufriendo en el sueño.
Nadie sabía que Isaías, con el paso de los años, se convertiría en un montón de pol- vo dentro de la casa de los azulejos, o desaparecería con un acto de encantamiento. A los Estrada no los volverían a ver frente a una tumba. Ambos estaban sien-
do velados, con ofrendas ordenadas. Dos féretros de metal formados en paralelo. Acompañados por mucha gente rica, encopetada, coches nuevos, modernos,
estacionados; flashes para la prensa, carreras de sirvientes y guaruras. Brillando el oro y la plata, el lapislázuli, las muselinas, las sedas, los rasos, las pieles, el charol, el suave cuero y la máscara engañosa de una sociedad de políticos y banqueros condi- cionando sus actos a cumplir con las buenas maneras y la educación; con un rosario de justificaciones económicas y políticas, asentadas en los prejuicios de las ganancias. Aquí las diferencias, aunque pequeñas, eran de cantidad no de calidad.
El calor era intenso, Graco lo sentía, también percibía una aroma insoporta- ble, un olor que despedía la pestilencia de lo podrido y agusanado. Ambos muertos habían sido falsos entre ellos, se habían causado amarguras. Los gustos de ella ha- cían contraste con los de él. Las emociones de ella siempre las mantuvo a su pesar, dentro de la cordura. Entre los dos había una alianza de ambición y avaricia que los orilló a seguir un destino gris. Viendo y conociendo esos sentimientos, Graco cerró los ojos y apareció la insinuante sonrisa de Rebeca. ¡Ahí supo cómo se llama- ba! y empezó a enumerar sus atributos: seductora, violenta, caprichosa, impúdica cuando quería fastidiar, y la recordó saliendo de su casa de los azulejos rumbo al cementerio; las olas de su cabellera negra con destellos chocando y refractándose. Dos pendientes de luna, de media luna de plata, un collar de cuentas engarzado en un cuello terso, un saco amarillo pastel de cuero de cerdo, con miles de perfo- raciones, una blusa azul pálido, con los primeros botones corridos, dejando ver el nacimiento del corpiño, aplastando dos colinas listas a la erupción, a ser libres y al viento; unos borceguí color vino, posándose con seguridad en el suelo, una falda de lana crema, cayendo antes de las rodillas, con una abertura atrás que dejaba ver sus piernas llenas, sus muslos que le parecían asombrosos. Cerrando sus ojos ya no le parecía: “Una urraca muy fina, brillosa”. Ahí perdía la extensión y se volvía algo intangible.
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Abrió los ojos y vio que el viejo Isaías, muy anciano, se encaminaba ren- gueando rumbo a los ataúdes, llevando con esfuerzo un grueso ramo de alcatraces, que apenas alcanzaba a abrazar. Lo colocó a un lado del féretro de ella.
Siempre pensó Graco —no sabía por qué— que el alcatraz era la “flor de fuego” por su pistilo amarillo, la “flor de la ternura” por lo blanco de su corola y “del más allá” por lo misterioso. Isaías se alejaba en silencio haciendo caravanas a todos lados, por las mejillas le escurrían dos ríos de lágrimas. La concurrencia lo observaba admirada; desentonaba en ese lugar. El viejo amó tanto la servidumbre, la sumisión, que su vida había perdido hacía mucho su individualidad. Convertido en una sombra, desapareció.
En cambio, los que se quedaban, más se empeñaban en buscar el poder y, al contrario, con ello, afianzar su individualidad y su exitosa existencia, y de ahí par- ticipar en la estructura hasta convertirse en dueños de todos sus deseos.
Graco despertó cuando los rayos del sol de la madrugada deshacen el rocío acumulado de las plantas durante la noche. Sentía un relajamiento agradable, con mucha paz, pero nada más por momentos muy pocos y fugaces.
Durante el día se cuestionó cuál sería la razón de soñar de esa manera; antes, sus fantasías flotaban mudas y no salían nunca a la superficie de su vida consciente. En el periodo que vive todo ser humano al dormir cada noche, por lo repe-
titivo, se vuelve común, instintivo, no se es consciente en ello, es un acto reflejo de constancia, al cual le restamos importancia; salvo que estemos enfermos y las secuelas de la fiebre y los humores de la sangre se transformen en un ejército de espíritus que nos aprisionen y nos hagan sus víctimas.
De manera imperceptible, como el principio del movimiento a cámara lenta, Graco, al acostarse nuevamente, apenas tuvo una visión instantánea de la inquie- tud que estaba fortaleciéndose en su pecho: la atmósfera era rasgada por las notas de la música de mariachi, los sones, las melodías y las canciones de amores no correspondidos, de traiciones, de pobrezas, de melancolías, de añoranzas senti- das, todo llamaba al dolor y a la insatisfacción. Parecía que los híbridos de esta raza formada con violencia siguieran sufriendo su bastardía, rechazando la viola- ción de la madre común por un padre ladrón y lujurioso. Sentirse y ser el eterno huérfano, casi desnudo y pobre; viviendo en una constante desesperación suicida, buscando la muerte sin darle importancia ni trascendencia a nada. Eso marcaba los sentimientos de la música.
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En un patio grande de casa de pueblo, había varias mesas, sobre estas des- cansaban platos con restos de comida: arroz, mole, huesos con residuos de carne de guajolote. En una de estas mesas estaba Luis, el esposo de Salud; con el cabello lacio y revuelto sobre su frente. Lo acompañaban dos hombres que estaban to- mando y discutiendo.
Luis, borracho, fuera de sí, insolente, con ojos brillosos de cansancio, hizo un movimiento destartalado. Toda su alma estaba agitada por el odio. Introdujo su mano derecha en el bolsillo de su pantalón y sacó un fajo de billetes que apenas abarcaba con su mano, lo azotó sobre la mesa y dijo arrastrando las palabras:
—Aquí traigo, pa’ comprarles hasta la risa, desgraciados.
Dejaron de discutir sus acompañantes y uno de ellos miró al otro de manera interrogante. El compañero asintió y cambiando el tono de voz de manera servil dijo:
—Está bien Guicho, tú mandas. Si quieres, vámonos. Ya es tarde.
—A mí me importa madre —dijo Luis, y señalando media botella de tequila concluyó—: Primero nos… la acabamos, coyones.
—Como tú quieras. Contestó el otro, con clara falsedad.
Luis en ese momento era una alma excitada llena de cólera, sin razón estaba contra todos, en contra del mundo, sin ningún temor; al contrario, envalentonado, bravuconeaba a los que despreciaba. Estuvieron hasta la madrugada.
—Vámonos, pinches descarados —dijo Luis.
Salieron de la fiesta, éste totalmente ebrio, perdida casi la conciencia, con nubes en la mente y falta de orientación, tropezaba y caía a cada rato. Los otros dos también mostraban los estragos del alcohol en sus cuerpos, pero menos que Luis. Cada uno se echó los brazos de Luis sobre sus hombros y tomaron una angosta vereda de terracería. Luis iba alegando, pero para ese momento ya no se le entendía nada, mascullaba, tenía mucho sueño. Por momentos se dormía, siendo desperta- do por los jalones y los gritos de sus acompañantes.
Con pasmosa lentitud, iban acortando espacios de la vereda. Casi al final de la misma había una hondonada, por donde corría una pequeña corriente, que atra- vesaba el camino, llevando las aguas negras de la población. En el cauce sobresalían algunas piedras, donde apoyaban los pies los que tenían necesidad de atravesarlo. Al llegar a su rivera, los acompañantes soltaron a Luis, atravesando ellos al otro lado. De ahí le urgían a que pasara. Luis desorientado y estúpido, miraba como idiota a ningún lado. Los gritos lo hicieron reaccionar y comenzó a caminar. Puso
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con dificultad un pie sobre una piedra, posó el otro de la misma manera en otra, y cuando faltaba posicionarse en el último apoyo, se cayó y rodó a la orilla, quedan- do boca arriba, dormido, resollando con dificultad.
Uno de los hombres sacó una pistola de su cintura, jaló cartucho, al tiempo que decía:
—Claro que vas a pagarnos la risa cabrón.
—¡Espera! —gritó el otro—. Así no, harías ruido. Yo se cómo.
Camino en la oscuridad buscando, nervioso. Con rapidez se hizo de una peña grande, con la cual apenas podía.
—Ayúdame, no puedo solo.
Entre los dos levantaron la piedra y la dejaron caer sobre el rostro del bo- rracho. Se oyó un golpe seco y un gemido profundo. Volvieron ensimismados a repetir el acto.
—Con esto tiene. Dijo uno.
—Por si las dudas vamos a asegurarnos. Dijo el otro.
Con las manos ensangrentadas, volvieron a golpear con la piedra la cabeza de Luis, que para ese momento ya había expirado. Uno de ellos limpió sus manos de sangre en el pasto y con la avaricia pintada en su rostro metió su mano en la ropa del muerto para extraer el fajo de billetes. Al tenerlo en sus manos, al mismo tiempo, como si un espíritu los hubiera tocado en un instante, ambos sintieron miedo, co- rrieron asustados lo que faltaba de la vereda y se perdieron en la oscuridad.
Salud apareció sola. Graco no veía a Luis. Ella vendía fritangas en su pequeña casa. Terminando a diario, invariablemente borracha.
Este flujo perpetuo generado en etapas transitorias era el fin del movimiento de estas existencias que, sofocadas, discurrían sólo en los apetitos naturales, como si la debilidad de sus almas dejara sueltas sus pasiones, para que sucediera lo in- evitable: un tenebroso destino.
Graco despertó atontado. Le entró la preocupación. Para ya no dejarlo más, hizo un resumen muy a su pesar. ¿Qué le ocurrió? Primero María, después Ro- mualda, seguían los Estrada, y ahora el comerciante Luis. ¿A dónde iba a dar esto?
¿Por qué los soñaba?
¿Y ahora qué? No lo sabía.
Trasponiendo el zaguán de su casa, en la mañana, caminando frente a la casa de Salud, descubrió a esta manifestando un agudo dolor que despedía por todos
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sus poros. Había mucha gente dentro de la casa y fuera de la misma, algunas mu- jeres la acompañaban en el llanto, algunas casi como si fuera un encargo, como si encarnaran a las plañideras griegas. Graco se sobresaltó y apuró el paso rumbo a su escuela. Al pasar junto a la gente, escuchó algunos comentarios sueltos.
—Pobre Luis, siempre fue pendenciero.
—Tenía sus días contados.
—Fue al todo o nada y se quedó con nada.
—Según dicen, lo mataron en la madrugada.
—¡Horrible forma de morir!
La humildad y la tristeza cubrían a todos los presentes. Una vez más, Graco aceleraba sus pasos cuando los estímulos exteriores le llegaban de improviso, y no los procesaba con la rapidez necesaria. Con miedo, como criatura temerosa, se apartaba de todos, se apartaba de la gente.
Pero muy a su pesar, recapacitó: ¡Cuando lo estaban sacrificando, él lo es- taba soñando! Como una ánima se apoderó un huracán de su pecho, a pesar del equilibrio que quería mantener; se sentía desorientado, experimentaba un terror crecido con las supersticiones. Erosionado en todo su cuerpo temblaba y la tensión que lo cimbraba no desaparecía de sus pensamientos, como si amenazara conver- tirse en una obsesión; quiso hablar, contar, desahogarse, pero, desalentado por la tristeza de los demás, prefirió guardar silencio; aunque los ruidos en la conciencia seguían vociferando su presencia.
Pasaron las horas y Graco estaba seguro de regresar al lecho y volver a dormir. Le sobresaltaba estar seguro de que la negra noche obligaría al sueño y éste engendraría la muerte y todos los demás desastres anunciados por los hados. Acaso él estaba llamado a ser un profeta que tenía la obligación, el imperativo, de dar testimonio del futuro; pero: ¿a quién, cómo y cuándo? Añoraba ya en estos momentos las épocas en que todo para él era bello y su único deseo consis- tía en adquirir sabiduría. Atravesó la plaza de armas, rápidamente, la banda de viento estaba tocando, a él le pareció música de muertos.
Eran apenas las siete de la noche, llegó a su hogar, estaba a punto de entrar cuando descubrió a Manrique sentado en el borde de la banqueta. Graco ya no se movió, quedó en la entrada y siguió mirando al Loco. Éste estaba hecho un ovillo silencioso, casi no se movía. A Graco le pareció que tenía su rostro cubierto de lágrimas, como si fuera presa de una mezcla de tristeza, desesperación, melancolía, derrota, era el prototipo de un ser totalmente desilusionando, en abandono.
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Sintió ternura y quiso tocarlo y hablarle, pero le faltó valor. Lo miro nueva- mente en un momento que le pareció interminable, dio vuelta y se introdujo a su casa.
Graco se acostó, manteniéndose en vigilia en la oscuridad. Hacía esfuerzos por mantener sus pensamientos fuera de las imágenes que se le presentaban, que- ría lograr la autonomía de la mente, pero las emociones necias desfilaban, dando al traste con sus esperanzas. Deseaba no dormir, pero esa acción seguía ejerciendo su empeño de acto reflejo, condicionando a su cuerpo, a sus sentidos; no logró de- rrotar al sueño y perdió el tiempo de vigilia y entró de lleno a dormir y a soñar. Y llegó el escenario que temía, se hizo presente el rollo de sucesos, desplegando a su vista, y apoderándose de los demás sentidos, comenzó el mensaje: los aviones ya no despegaban, los tanques estaban estacionados, los grandes cañones estaban fríos, los ejércitos se retiraban a sus cuarteles y los políticos firmaban el armisticio del final de la segunda guerra mundial. Se llegaba a la deseada paz, sobre montones de ruinas y cadáveres, de ciudades y ciudadanos de los países en conflicto. Aguzó el sentido, guiado por una fuerza inexplicable, y miró consternado: gigantescas fosas, llenas de cadáveres de hombres, mujeres y niños, adelgazados hasta lo imposible, solo huesos con piel transparente azulosa. Se espantó al descubrir unos monstruo- sos complejos donde quemaban a muchos seres humanos, observaba los montones de cenizas y los miembros a medio quemar, se imaginaba los alaridos de las vícti- mas y tuvo la noción de la abyección y el odio con que sacrificaban a un pueblo: ¡al pueblo judío! No había participado en la guerra, pero los poderes lo aniquilaban, alcanzando una exasperación fuera de la vida, para convertirse en una rapacidad de bestias no conocidas en el reino animal. La ignorancia y la rabia los cegó y les dio la fuerza para intuir actos de terror sobre millones de almas; estos actos —con toda seguridad— influían en el futuro y en el curso del universo.
Escuchó una música suave, melodiosa y de los campos de concentración se levantó un hombre delgado. Caminó con la cabeza gacha y de pronto fue implan- tado en otro escenario: lo veía de espaldas, lento en sus movimientos. De pronto se convirtió en niño y empezó a crecer, a medida que ganaba estatura, a su alre- dedor caían con fuerza unos barrotes, que iban formando un cuadro, hasta que se cerraban, quedando preso en un reducido espacio. Esta construcción era una cár- cel, una prisión que él mismo se había construido, haciendo fuerza en sus deseos. Volvió el rostro cubierto por una barba blanca y unos ojos amarillos de pantera, penetrantes: Ahí lo reconoció ¡era Manrique!, su vecino, el cual fijó su vista como
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otras veces a las nubes, extendió sus blancas manos, con los brazos abiertos, con las palmas hacia arriba y recibió un cordel grueso, torcido, hecho de cáñamo, Sonrió con malicia y empezó a moverse. Lo seguía su prisión de barrotes. Caminó hasta una pared derruida.
Al lado de ésta crecía un encino viejo y deforme, con un brazo largo y seco que salía de su tronco a dos metros de altura del suelo. Manrique subió por el encino y se horqueteó en el brazo seco. Amarró un extremo de la reata de cáñamo, le dio varias vueltas al brazo seco, enseguida formó una lazada en la otra punta. Totalmente abstraído, la deslizó sobre su cuello, se sentó en la rama muerta y se dejó caer al vacío, el cuerpo se contorneaba en movimientos espasmódicos; como un reptil al que le trozaran el cuerpo, duró unos instantes, para luego quedarse estático, quieto, los ojos abiertos, cenizos, dejando salir gotas de agua, lágrimas ya muertas y una boca que mordía una lengua morada en un rostro congestionado inyectado de sangre. No quiso extender su vida. El pesimismo lo había conducido al suicido, esperando en él, encontrar la liberación a sus congojas y sufrimientos. Él había ejercido su libre albedrío, había ejecutado en su cuerpo un mandato de justicia, un mandato equivocado que hacía renacer la indignación del género hu- mano. Ya no tendría tiempo de arrepentirse ni de que le remordiera la conciencia. Ésta ya no existía, había dejado de ser parte de este mundo.
Graco vio al avaro boticario del pueblo caminando rápido, seguido por tres personas más. Miró a todos lados y desapareció tras la puerta, de momento todo lo cubrió una bruma, como una neblina que se levantaba del suelo, lechosa, impe- netrable, desapareciendo todas las figuras.
Despertó sudando, sintiendo una fuerza vital que se revelaba a estas expe- riencias. Quería una explicación, como otras veces, pero no la tenía. Sentía como si algo lo invadiera y fuera tomando posesión de él; sintió miedo. Nuevamente logró alejarlo apoyándose en las fuerzas de su juventud. Pero algo inexplicable, de todos modos, se quedaba con él y le traía una sensación de soledad. Ese día estuvo muy intranquilo. De momento le llegaba la calma, al tener la esperanza de que nada más le faltaban cinco días para irse a la capital a seguir sus estudios, en cuatro días más sería la ceremonia de graduación y, después de esto, estaba segu- ro, se liberaría de todas las congojas. Creía que en su entorno había un ambiente viciado, una atmósfera contaminada, que lo envenenaba todas las noches. Quería tener poderes para exorcizar a todos los espíritus que volaban en su cuarto y solo esperaban la oscuridad para tomar posesión de sus sueños y mostrarle el fin últi- mo de los que le rodeaban: la muerte.
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Comenzó a contar los días, con la esperanza de que al hacerlo por ese solo he- cho pasaran rápido, o desaparecieran, trayendo consigo el consuelo que necesitaba. Vivía en una inestabilidad que lo orillaba a generar pensamientos con muchas ex- pectativas que se manifestaban en la noche. Quería dominar sus trastornos y tener fuerza de voluntad, para que la naturaleza de su realidad no fuera cambiada. Desea- ba que su cuerpo no se prestara a ser el aparato para experimentar sus emociones cuando dormía. Quería que su cerebro se convirtiera en un ente hermético, tacaño, que no incurriera en falsedades. Observó en la tarde del primer día el hermoso jar- dín de su madre y absorbió profundamente, respiró el aroma mezclado de todas las flores: rosas, claveles rojos, una mata de tulipanes amarillos; al ras del suelo el pasto, tréboles, jazmines; y en las macetas los geranios, campanitas y margaritas. Experi- mentó un verdadero amor a todo. Crecieron y se ensancharon sus afectos, sintió el retorno de una ola cálida que le arrojaba una felicidad grande, pero pasajera.
Entró a su recámara, tomó un libro de cuentos y se puso a leer. Pasó el tiem- po, vino la noche y se acostó tranquilo. Durmió con valor, resignando a lo que fuera. Sabía que no habría ninguna reducción en sus aventuras oníricas.
Venía en estampida el rebaño de vacas y toros de Atilano. Algunos animales traían espuma en los hocicos, todos estaban sudados en los lomos. Entraron en tropel a la entrada amplia y siempre abierta, que amontonados la hacían insufi- ciente; se golpeaban unos cuerpos contra otros al entrar. Los que iban haciendo punta tiraron la limpia mesa, y con los que los seguían, la arrollaron, convirtién- dola en astillas de madera y palos sueltos; las cubetas de peltre también cayeron, derramando la leche y siendo aplastadas hasta ser pedazos de lámina abollada. El líquido blanco brillante de la leche se esparció por todo el piso de duelas de arcilla roja, mezclándose con la tierra y los vestigios de majada, adheridos a las pezuñas del rebaño, dejando sobre el suelo un lodo oscuro y viscoso.
Julia, la mujer esbelta y de ojos azules vivaces, estaba en la cocina, que se loca- lizaba a la mitad del camino del establo. Al oír el alboroto salió a la pequeña puerta de su refugio, y al ver a los animales descontrolados, se impactó; pero ella tenía un carácter fuerte; anegada de valor comenzó a gritar y maldecir levantando ambos brazos, pretendiendo parar al ganado. Creyó que las bestias también le iban a temer, como todos los que la rodeaban. En un segundo una ternera crecida con grandes cuernos la embistió con un movimiento lateral, a la altura del pecho. Sofocada cayó hacia dentro de la cocina, con los pies desnudos y los talones sobre el quicio de la puerta; sin conocimiento.
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En un instante más abrió los ojos, volviendo en sí. Le vino la conciencia, sen- tía un dolor intenso en el pecho, se palpó, tenía desgarrada la blusa y el corpiño, sus dedos descubrieron excoriaciones profundas en sus senos, se vio manchas de un vivo rojo, pero sin ninguna gota de sangre; furiosa salió a la calle, lista a soltar todas las imprecaciones e insultos a su estúpido marido. A escasos metros, unos campesinos traían en vilo a su esposo; se estremeció de espanto, con rapidez se colocó a su lado y llegando gritó:
—¿Qué pasó? Atilano, ¿qué tienes?
Al tiempo que decía esto, tocaba el cuerpo quieto de Atilano, interrogándolo con sus ojos azules. Volteó a ver al campesino que sostenía los pies del cuerpo, éste la miró como intrigado y empezó hablar:
—Algo asustó al ganado y vimos —nosotros veníamos lejos— cómo don Ati- lano corría adelante y atrás, iba y venía gritando, tirándoles piedras, para que se pararan. Fuimos rápido a ayudarlo, a darle una mano, y vimos que se cayó al suelo. Pensamos que estaba desmayado, pero no; cuando lo movimos y le hablamos para que se levantara; no respondió. Estaba muerto. Lo cargamos y aquí se lo traemos.
Con violencia Julia movió el cuerpo.
—¡Atilano! ¡Atilano! ¡Despierta ya! …por favor.
Su aspecto al mirar el cuerpo se contrajo, se sintió morir múltiples veces, y descubrió que estaba muerto y lanzó un grito desgarrado:
—¡No..!
Con un poder inmenso que sentía dentro de ella, con un diluvio en los ojos azules empapados, levantó las manos al cielo y con impotencia reclamó:
—¿Por qué lo hiciste? Así me fallas, Dios mío.
Agachó la cabeza y siguió llorando, pensó que su tabernáculo puro que man- tenía para su creador se había empañado, se hacía de color plomizo y empezaba a desaparecer.
Colocaron el cadáver sobre la cama matrimonial; en un cuarto que estaba luego a la entrada de la casa, ella se sentó en la cabecera, tomó y acarició sus cabe- llos, beso sus mejillas sin dejar de llorar. Cuatro campesinos y un niño miraban compungidos. Uno dijo:
—Díganos, doña Julia, ¿en qué podemos ayudarla?
Julia no contestó, seguía mirando con lágrimas, como idiota, como fuera de su tiempo, al cadáver. Las facciones de Atilano mostraban serenidad. En su gran boca cerrada, ya no brillarían más sus dientes caballunos. Despedía la imagen de un ser sencillo y hasta inocente. Insistiendo, el mismo campesino volvió hablar:
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—Doña Julia…
Al mismo tiempo, otro campesino le hizo una señal de silencio, poniéndose el dedo índice en su boca; al tiempo que empujaba la palma de la derecha hacia la puerta. Entendió él que hablaba y salieron en silencio, dejando a doña Julia con su dolor. Toda la noche la pasó dormitando a ratos encima del cuerpo, que mantenía abrazado y a ratos también mojándolo con sus dos ríos de lágrimas.
A partir de ese suceso, cambió totalmente la forma de ser de doña Julia. El torbellino de su pecho se calmó, el fuego de su temperamento quedó hecho ceni- zas, el caos que cargaba dejó de ser; ya no sería serpiente lanzando fuego. Toda ella se apagó; pero de inmediato abandonó sus ritos, dejando de ser buena cristiana, convirtiéndose su vida en una constante queja.
Graco la veía sola, vendiendo cuartillos de leche, vertiéndola sobre los cacha- rros que le presentaban las mujeres, al tiempo que derramaba lágrimas en silencio. Las clientas sentían consideración:
—Hay que conformarse, doña Julia. Es la voluntad de Dios.
Le decía una vecina al pagarle la leche, a lo cual ella contestaba sin pasión:
—Ese Dios histérico que nos mete la religión ya no me interesa.
Abría sus ojos la vecina con sorpresa, pero se quedaba callada. Pensaba rogar por ella, para que Dios le mandara la paz en su corazón. Pasaba el tiem- po, mucho tiempo, doña Julia, encorvada, muy vieja, cumplía ciento dos años. Graco no la vio morir, pero sí llorar todos esos años, con regularidad; muda y triste. Graco entendió en el sueño que la muerte es la raíz de todos los miedos. Despertó con mucha melancolía, sin sentir ninguna inquietud; como cordero dócil, creía flotar sobre agua y pensó que el agua era vida. Si acaso se preguntaba la razón de que fuera posible, en sus dos últimos sueños, el paso del tiempo. El que se percatara de manera instantánea de su cálculo y tuviera la concepción de su límite, largo, extenso y terminal.
Su juventud y poca experiencia no le permitían saber medianamente todos los aspectos que estructuran a un ser humano. No podía intuir que podría aprender, saber cómo y qué soñar, trabajando con suavidad los pensamientos; que lo que so- mos no es nuestro cuerpo, sino nuestros sueños y que, el arquetipo de la realidad lo da la naturaleza de las cosas imaginadas, pensadas, que las emociones son las que crean el cielo y el infierno. En fin, no sabía que estas emociones crean todo lo sensible y que solo la intuición, la sabiduría a través de la conciencia, da lugar al equilibrio mental. Que sólo los actos volitivos, dirigidos a entender los misterios
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de lo sobrenatural que nos rodea, nos empujan a que seamos lo que pensamos y sentimos. Nosotros somos nuestro hábitat, nuestro entorno.
Quizá, Graco, lo único que tendría que cuestionarse —cosa que no hacía— era por qué poseía una sensibilidad a flor de piel y cuál sería el objeto de esa cualidad, con la cual el subconsciente se apoderaba de él, todas las noches. Pero lo ignoraba y no estaba en posibilidades de analizarse así mismo, en sus valores interiores.
A Graco el segundo día le pareció un soplo, pasó velozmente. Ya no se sentía mal consigo mismo, había logrado desplazar el miedo; si acaso ahora sentía curio- sidad por las imágenes de esa noche. En un momento pensó y ordenó, que a pesar de esa curiosidad y adicción que se le había hecho de soñar, hoy no iba a soñar, porque así lo quería. Fue un pensamiento pasajero que no logró fijarlo en su ce- rebro. Falaz intento, deseo sin fuerza que demostraba su ignorancia patética y su presunción por lo que no estaba en posibilidades de lograr. Debido a su juventud, era harto perdonable.
Tan luego como quedó dormido, se percató de que frente a la casa de placer, en la calle, había un grupo como de veinte personas, la mayoría mujeres, manifes- tando con el movimiento de sus cuerpos la furia y la ira que les invadía. Levanta- ban una mano con el puño cerrado, a tiempo que gritaban:
—¡Lárguense!
—¡Fuera, mujeres puercas!
Una mujer de mediana edad, cuyo marido era asiduo del antro, vociferaba:
—¡Vayan a robarse los maridos de otras!
—¡Quítenle el pan a otros hijos.
—¡Malditas!
Seguían los gritos a cuál más:
—¡Desgraciadas pervertidas!
—¡Vamos a quemar este lupanar de mierda!
Se oyó un grito que venía de un hombre como de treinta y cinco años. Bajo de estatura, con cuerpo musculoso, muy fornido, con aspecto en el vestir de pobre de fortuna.
—¡No, eso no! Vamos a atrancar la puerta.
—¡Eso, eso!
Gritaron todos como si trajeran una presa entre sus dientes y estuvieran dis- puestos a no soltarla.
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El hombre bajo de estatura se desprendió del grupo, seguido por dos mujeres rechonchas, destartaladas, con ropa muy corriente, mal vestidas. Con un martillo clavó unas tablas, clausurando la puerta grande de la construcción tipo almacén. Dirigiéndose a todo el grupo les dijo:
—Aquí vamos a formar guardias, turnándonos, hasta que desaparezcan. Va- rias voces se alzaron al mismo tiempo:
—¡Yo primero! ¡Yo primero!
El que acaba de sellar la puerta era un analfabeta, originario de un lugar llamado Cuisillos, sitio montañoso, con montes azules, grandes y numerosos, for- mando bosques oscuros y cerrados. Entendía por el nombre de Sabás; era muy extrovertido, creía que todo lo que decía era la verdad del mundo.
Hacía medio año había salido de la cárcel, después de ocho años de estar pre- so, cumpliendo una sentencia de dieciséis impuesta por un juez, para castigarlo por haber privado de la vida a un rival de amores, al cual cazó por la espalda a traición, escondiéndose en el tronco de un grueso pino. Aunque él se había inven- tado otra historia que contaba a sus amigos, donde aparecía matando a su enemigo de frente, y éste, disparándole para hacer lo mismo.
—Tuve suerte de darle primero —decía, sonriendo con maldad y sin rostro de remordimiento.
Volvió el sueño, a la escena inicial. Graco veía a las prostitutas en el interior de la casona, asustadas y rodeando a doña Luisa, interrogándola:
—¿Qué vamos hacer, doña?
—Nos van a matar, son unos animales.
La dueña, nerviosa, pero aparentando tranquilidad, daba seguridad:
—Cálmense niñas, ya mandé avisar al presidente municipal. No va a pasar nada.
—¿Y si no viene? —dijo una con desconfianza.
—Tiene que venir. Le regalé un buen billete y me aseguró que estos babosos nos dejarían trabajar.
Se escuchó el aullido de una sirena, que iba aumentando claramente. Al oírla, doña Luisa ordenó:
—¡Es la patrulla de la policía! Abran la puerta.
Frente se estacionaban dos camionetas pickup, de las cuales bajó un grupo de policías, y de la caseta de una de ellas, el comandante seguido por su segundo, el alguacil. Entraban los dos por la puerta chica, pero antes el comandante ordenó al cabo:
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—Esperen aquí. No dejen acercarse a esa gente. Ya dentro se dirigió a la Due- ña del lugar:
—Vengo por las mujeres, suban a las camionetas sin hacer ruido.
—¿Y el presidente? —dijo doña Luisa, sumamente molesta.
—Él no va a venir, esto ya tronó. Habló el gobernador, ordenando que se clau- sure tu negocio. El presidente no puede hacer nada.
—¿Y entonces qué, todo valió madres?
Al decir esto la doña —como le decían— se le subió la sangre a la cara y se puso roja.
—Bueno. Me llevo a las mujeres a otro lugar que les va a prestar el jefe. Claro que está lejos del pueblo.
—Pues llévatelas. Yo no voy hasta que hable con el rajón de tu jefe.
Una mujer del grupo que trabajaba como cantinera en la casa, y que también vendía sus caricias ya muy tarde —si había cliente—, dijo:
—Doña, la esperamos, no vaya a tardar.
—Pierde cuidado, Mercedes. Tú encárgate de todo, mientras las alcanzo. Dé- jame meter al bote a toda esta ristra de pendejos y a sus estúpidas puritanas.
El comandante se desesperaba.
—Apúrense mujeres o yo no respondo.
Con agilidad salieron y se treparon en las dos camionetas, las cuales se pusie- ron en movimiento. Una de las mujeres, sin obedecer las órdenes del comandante, rompió el silencio y se dirigió a los manifestantes:
—Hasta luego, Mario.
Otra más también soltó la lengua:
—Paquito, hazle a tu vieja lo que a mí, a ver si así se le quita lo hocicón. Corrió el grupo tras las camionetas. Una mujer fuera de sí les gritó:
—¡Malditas perras! ¡Váyanse al infierno!
Se alejaban más y más. Un grupo y otro se hacían señales obscenas con las manos y los cuerpos.
Esa noche la Doña hizo las maletas y sacó del escondite sus ahorros, por cierto muy generosos. En la madrugada despertó a sus dos hijos, dos jóvenes ya crecidos, y desapareció rumbo al estado de Guerrero. Buscaría un lugar, no muy lejos del río Balsas. Sabía por pláticas que todas las poblaciones de ese rumbo obe- decían a los caciques y que no tendría problemas para ponerse de acuerdo con uno de ellos, el que le tocara; sería fácil. Desde que escuchó los martillazos, cuando sellaban la puerta, había decidido irse y dejar el mugroso pueblo, como le llamaba.
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El edificio quedó cerrado por siempre, cayéndose de viejo. Transcurrieron quince años, desde que habían huido las mujeres.
Enseguida, Graco vio pasar por el mismo lugar, manejando un coche del año, al bajito de Sabás. Con tejana fina, esclava pesada de oro en una muñeca, reloj caro en la otra y un montón de cadenas de oro, reposando en un pecho peludo.
Estaba convertido en un hombre rico. Con sagacidad, en los años anteriores, había aparentado docilidad; había gastado hasta lo último para agradar a un fun- cionario del gobierno estatal, al que se le había pegado como sombra. Sirviéndole en todo sin repelar nada. Este funcionario, tesorero del gobierno, lo hizo su hom- bre de papel; le entregó una fortuna extraída de la tesorería pública. Transcurría el quinto año de gobierno. En un año más que terminara su función, regresaría por su botín.
Una mañana de un día de mediados del sexto año, la prensa informaba la muerte accidental del amigo de Sabás, y éste, ese día amaneció millonario. A
dos años de haberle cerrado a doña Luisa, se casó con una india güereja, que se llevó a su hermana a vivir con ellos. Sabás, además de los hijos que tuvo con su esposa, engendro un niño con la cuñada. A él le parecía natural ese estado de cosas y a ellas también. Él no conocía el nombre de la fidelidad.
Con todo el dinero que tenía, traía a la familia en la miseria, calzando zapatos de plástico y poniéndolas a trabajar; acarreando arena y tabiques para la construc- ción de sus casas, dentro del pueblo. Pasaron cuatro años, su cuñada, trabajadora por naturaleza, estaba barriendo el agua de la azotea de una casa nueva. Cerca pa- saban unos cables del tendido de alta tensión, que hacía poco habían terminado de colocar los empleados de la compañía de luz del gobierno. Pero la cuñada, como ranchera analfabeta, no lo sabía, se acercó demasiado; fue atraída y murió electro- cutada. Sabás agarró la borrachera, según él, desconsolado. Jamás reconocería que eran las punzadas del remordimiento.
Traía en su cerebro el principio de la persecución. Vivía por ello en constante tensión, levantaba altísimas bardas en la casa donde vivía. Se levantaba de la cama dos o tres veces durante la noche, tomaba una escopeta recortada, además de su pistola y subía al piso de arriba a observar o descubrir quién hacía los ruidos, que solo en su conciencia existían. Tenía pavor de morir. Se enfermaba de todo: el riñón, el corazón, el páncreas, del estómago; con regularidad visitaba médicos de la localidad o salía a verlos a otras ciudades; pero no tenía nada, era un hipocon- dríaco.
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Se jactaba de haber mandado al diablo a la viuda del funcionario muerto.
—No, señora. Le mintió su marido, que en paz descanse, a mí no me dio nada de dinero. Si no lo cree, compruébelo. Él no conocía el nombre de la lealtad.
En diez años se había convertido en el lenón más importante de la región. Era dueño de tres casas de citas y en cualquiera de ellas seguido se embriagaba y usaba a una o a otra de las mujeres que trabajaban para él, degenerándose, presu- miendo de macho. Disparando su pistola dentro o fuera del local; era lo mismo. Él no sabía el nombre de la templanza. Él no sabía lo que era la cordura.
Financiaba campañas de políticos, lanzados como candidatos por el único par- tido, el partido del gobierno. Tenía a sueldo a los jefes de los grupos de judiciales y a la policía local, lo que le permitía que en sus negocios se vendieran drogas como la marihuana o incluso la cocaína, embruteciendo a los clientes y a sus mujeres galan- tes. Él no conocía el respeto ni la honradez.
Regalaba terrenos a la iglesia y construía en ellos capillas. Sus relaciones con los curas eran más que cordiales. Él era un hombre que conocía el miedo y vivía con él. Todo el mundo conocía su historia, pero nunca le reprocharon nada. Lo aceptaban por encima, con asco, pero lo aceptaban. En esa época su hijo mayor es- taba en la cárcel, igual que él, hacía tiempo, por haberle quitado la vida a un amigo.
Después de verlo y conocer su historia involutiva, Graco estuvo cierto de que Sabás moriría en cinco años más, por medio de la violencia. Estaba seguro que sería atracado y asesinado.
Nosotros creemos que en la mente desorientada de Sabás, con el desorden constante, había construido una realidad instintiva que conducía a su finiquito como ser atrasado, poco desarrollado.
Graco despertó tarde. Sin ninguna aprensión, si acaso débilmente, por la historia sin sentido de Sabás que él no conocía y que nunca lo había visto en la realidad ni encontrado en las calles del pueblo. Tal vez estaba en la cárcel en el tiempo presente o ni siquiera había bajado de la sierra y vivía todavía en el bosque como fiera manchada.
Graco no encontró el mensaje de la parte final de este sueño, con un perso- naje inédito, o más bien no le interesó. Pero si hubiera puesto a trabajar el proce- so lógico del cerebro, después del análisis, habría descubierto que algunos seres dicen una cosa para presentarse, pero sus actos son otros. Para conocerlos habría que ver sus acciones y la congruencia de las mismas. En este caso Sabás, y sus ac- ciones de vida, reflejaban su infierno interior, un alma disminuida, apoyada por
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una realidad sucia, empantanada; sumida en un camino muy largo, para encontrar con lentitud en el tiempo y quizá en muchas vidas, la luz de la mente para superar y ascender del estado de la bestia, al estado de Dios.
Todo es resultado de las acciones. Cuando éstas son guiadas por los planos más profundos de las pasiones sin control, desembocan siempre en sufrimientos, dramas e insatisfacciones. Aunque las víctimas tengan millones de años pregun- tándose:
—¿Por qué me sucede esto a mí? No lo merezco.
Los valores de la paz y el gozo o las desgracias y el dolor, cada uno es res- ponsable de ellas; cada uno en sí mismo. Aunque cuando son negativas, los seres clamen, culpando siempre de los infortunios a los demás. Nunca entenderán que dejaron entrar en sus actividades la negatividad y la desvergüenza, o la pasividad y el abandono, les gustó ser víctimas y terminaron siéndolo.
Llegaba a su plenitud el tercer día, Graco perdía la atención a las enseñanzas de sus maestros: se distraía a cada momento, pero también se animaba. Un día más y sería su graduación y al siguiente huiría a otros lugares a olvidarse de todo.
La noche estaba limpia, la luna parecía un espejo plateado; la bóveda celeste brillaba en toda su extensión, miles de estrellas y planetas, unas intensas, otras me- nos claras, mandaban su luz a la Tierra. A veces se desprendían estelas de luz para luego desaparecer, como si fueran cometas o viajeros espaciales. En la tierra, a baja altura, volaban miles de luciérnagas, prendiendo o apagando sus cuerpos en un ir y venir lento, ayudando a las estrellas, cooperando con su luz; danzando arriba y abajo, dando un sentido maravilloso a la creación, de permanencia en un infinito número de relaciones y contactos de la ondulante energía, fijando sus cuantos y existiendo en todas las dimensiones y en una sola a la vez; como si la existencia emergiera y cubriera a un pozo sin medida y sin término, confundida en los la- tidos de un solo universo sostenido por fuerzas; esperando la transformación del sistema solar en otras manifestaciones, para trascender el tic tac de las criaturas de la Tierra.
Graco ensanchaba su pecho, respiraba con profundidad. Él era parte de ello, capaz de abarcar en un instante todo el misterio de los mundos. Se dio cuenta con alegría de que sufría una transformación lenta en su mente, en su espíritu y, sentía que le llegaba el efluvio magnético de un mensaje que no descifraba pero que lo hacía llenarse de gozo y ternura.
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Durmió profundamente. Corrió de inmediato la cortina de la mente y co- menzó de nuevo a soñar. Sin ninguna cualidad o defecto de su personalidad, mi- raba lo que sabía con antelación sería un drama espeluznante, pero que a él, no lo afectaría.
En el privado encortinado, se encontraban los amigos de siempre. El vicioso coyote, el relamido teniente Mendieta, el molinero Bonifacio y el pata de palo Zarampahuilo. A continuación, el español arrojaba sobre la mesa su mano de cartas y con energía golpeaba con las palabras al ruso, barba cerrada:
—Eres un tramposo, Zarampa. Que te pague tu abuela: ¿cómo tienes cuatro ases cuando yo tengo uno? —Señalaba con el índice una carta de las cuatro que había arrojado.
—Estás loco, español. Ésa la traías tú. ¿Qué me pagas?
—¡Claro que me pagas!
El coyote con parsimonia intervino:
—Vamos, dejen de discutir….
No terminó la frase, el teniente dio un golpe en la mesa con el puño y dijo.
—Tú no te metas, déjalos que ellos se arreglen.
—Yo no estoy loco, estúpido manco.
—Pinche Gallego, prepárate porque te va a llevar la chingada.
El Zarampa jaló su silla hacia atrás y se puso de pie. Don Bonifacio más rápi- do que el hombre se levantó y se colocó a la espalda del teniente, que permaneció sentado.
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—Ya verás, apestoso gachupín, quién de veras queda manco.
—No te tengo miedo, maldito mañoso.
El Zarampa dio dos pasos para rodear la mesa y poder llegar al dueño del molino y atacarlo.
El teniente levanto la mano derecha, la extendió y dijo:
—Espera, amigo, calma.
Enseguida llevó su mano hacia atrás, pegando con el dorso el pecho del espa- ñol, a tiempo que le decía:
—Párale, Bonifacio, pídele una disculpa y santo y bueno.
—Ya no le pido disculpas a un hijo de perra lisiado.
En un santiamén, el español, con la mano izquierda, agarró el antebrazo le- vantado de Mendieta y forzándolo hacia la misma dirección abrió un espacio, y con la mano derecha desarmó al teniente, haciéndose de su pistola calibre 45. Al ver esto, el Zarampa reculó tres pasos y apresuradamente dijo:
—¡Boni, Boni… No es..!
No concluyó la frase. Don Bonifacio disparó el arma. Una bala se incrustó en el pómulo del gigante y salió atrás de su cabeza. Comenzó a caer. Otro fogonazo se introdujo en su pecho y no salió; al fin cayó al piso, el gallego disparó al cuerpo tirado en el piso, hasta que terminó toda la carga del arma. Algunos proyectiles dieron en el blanco y otros rebotaron en el suelo para irse a incrustar a la pared. Al Coyote y a Mendieta en el piso, tirados y encogidos, les caían encima los cartuchos repercutidos por el molinero. Éste, viendo muerto al Zarampahuilo, reaccionó: arrojó el arma sobre la mesa y salió corriendo de la piquera, desapareciendo en la oscuridad.
Se había cumplido el destino: trabajado y buscado por las diferencias de cua- tro hombres que no tenían nada en común, pero cuya necesidad y la falta de pre- visión los habían orillado a ese final.
La alborada aparecía, invadiendo todos los espacios. Graco despertaba. Se perca- tó de que ese sería su último día en el pueblo, el cuarto día. Para la mañana siguiente ya estaría en la Ciudad de México, conocería nuevos amigos, tendría mayores y mejores posibilidades de estudiar, de aprender. Llegaría a ser útil y verdadero para los demás, puesto que seguiría la carrera de doctor.
Contiguo a la iglesia, después de las habitaciones de los curas y las ofici- nas —Mitra—despachaban documentos, actas de nacimiento, de defunción, de matrimonio y recibían el diezmo, además de cobrar por todos los derechos y ser-
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vicios proporcionados por la iglesia (institución bien manejada y metida hasta el tuétano, en la vida de todos). De lado continuo estaba un galerón donde cabían hasta quinientas gentes sentadas, a este galerón le llamaban pomposamente: Tea- tro Tepeyac. En este lugar se festejaban todos los acontecimientos importantes de la comunidad. Una o dos veces al año llegaban compañías de actores trashumantes, a presentar sus obras de teatro, cómicas ó dramáticas. También llegaban orquestas que ejecutaban conciertos de música seria.
Asistían a estos eventos la flor y nata de una sociedad con aire de burgueses, vistiendo sus mejores trajes y portando costosas joyas, exponiéndose, exhibiendo un ego robusto, soberbio. Los Trejo, los Gutiérrez, los Urquiza. Las damas con sonrisas, queriendo aparecer angelicales y despreocupadas, acompañadas de sus esposos con una seriedad ridícula en sus rostros.
A cual más hacían comentarios, adoptando actitudes de conocimiento, de crítica que al final no pasaban de ser más que una retórica simple y reducida, carente de profundidad. No podía ser de otra manera. Una simple alharaca de gansos haciendo escándalo para suplir las insuficiencias y carencias de una so- ciedad poco culta y atrasada, engañándose en una realidad fatua y falsa. Cuidado con que alguien —que los había— tuviera diferencias y las pusiera al descubierto. Con toda su hipocresía: era excluido, cancelado en el círculo social, considerán- dolo como anarquista, loco o por lo menos: desorientado. Los sábados, el Teatro Tepeyac servía para que ahí se reunieran, como obligación no renunciable, todos los niños que vivían en la ciudad, a recibir la doctrina por parte de los curas, que consistía en la enseñanza de la historia de la religión, del misterio de los sacra- mentos. En aquellas sesiones se dogmatizaba y manipulaba a las almas tiernas, imponiéndoles ídolos o llevando a su imaginación un mundo ficticio, terrible, y desconocido, lleno de castigos, represiones y dirigido por un poder inmenso, lle- no de venganza y furor.
Como ganado, los infantes quedaban marcados en su conciencia y compo- nían, para toda su vida terrenal, la grey de la iglesia. De esta manera se aseguraba la reproducción del clero, estructura aliada a través de toda la historia con los ricos y poderosos. Por este lugar, Graco tuvo las mismas vivencias, aunque de acuerdo a su inquieto temperamento y a su posición social, la influencia ejercida en su carácter y personalidad no fue tan devastadora como en la mayoría de los niños. De todos modos, sí dejó una marca, menos visible, que con el paso del tiempo y el ejercicio del juicio y la razón, podría desaparecer. Al fondo del Teatro Tepeyac se
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localizaba un estrado, un escenario, donde se presentaban los políticos, si era acto político; los actores, si era acto dramático o cómico, o los músicos, si era concierto. Tenía un gran telón, que se descorría cuando empezaba la función. A Graco le pa- recía gigantesco y además maravilloso. Cuando estaba corrido mostraba a la vista del espectador un entramado de brillantes colores, presentado un estanque azul, donde grupos de cisnes se deslizaban, rodeados de colinas donde nacía una espesa vegetación. Y en la orilla del lago, flores silvestres con sus corolas abiertas.
El pueblo estaba orgulloso de esta pieza. Lo habían mandado hacer al estado de Guanajuato, con técnicos especializados que lo fabricaron siguiendo la técnica del gobelino, procedimiento a base de pequeñas lanzaderas manejadas manual- mente, embobinadas con hilos de color diferente, y que entraban y salían entre miles de hilos verticales. Estos estaban sostenidos por dos bastidores, del tamaño de la pieza. Atrás de esta urdimbre, a todo lo largo y ancho se encontraba el diseño en papel. El dibujo de todas las figuras, que iban tomando forma, iban tomando vida, al terminar la hechura del gobelino. En verdad era hermoso.
En este lugar de recuerdos, el Teatro Tepeyac, a las cinco de la tarde, del cuarto día —contado por Graco— se realizaría la ceremonia de graduación de su escuela.
En las primeras filas, frente al escenario, estaban acomodados los adolescen- tes que se graduaban, homogéneos en su limpieza, pero con grandes diferencias en sus ropas. Algunos vestían suéteres y otros simples camisas blancas de manga cor- ta. Comenzaban a llegar los padres de familia, mostrando entre ellos las mismas desigualdades: unos muy elegantes, otros con vestidos usados y gastados; algunos venían con las manos vacías, otros con un regalo, y los pocos, con muchos regalos. Dentro de estos últimos se encontraban sus padres, muy elegantes. Su madre por- taba un vestido azul de seda de una sola pieza, zapatos de tacón alto de charol y so- bre los hombros una piel de zorro al que le brillaban sus ojillos. Como ya dijimos, el conjunto se componía de diferentes clases sociales. Por eso, las relaciones entre el mismo podrían ser fáciles o difíciles, simples o complicadas. Embarazado de dudas, Graco creía que los fenómenos se debían al azar, o tal vez a la fatalidad que perseguía a unos y dejaba libres a otros. Siempre el malo y el poderoso le ganaba al débil y al bueno.
Con debilidad se acordó que decidirse era —según sus maestros— lo que se llamaba fuerza de voluntad. Y él pensó que los que mandaban deberían decidir la igualdad. Tuvo la certeza de que las cosas podían cambiar. Con sorpresa se dio
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cuenta de que estaba reflexionando. Su cerebro funcionaba y en un solo instan- te sus nervios estaban excitados. El momento mental se rompió cuando sus oídos escucharon un cerrado aplauso, que daba la bienvenida a los invitados de honor: el cura del lugar, el presidente municipal, el director de la escuela y otros menos importantes que los primeros, pero pegados a ellos para alcanzar un lugar en la mesa de honor.
Graco concluyó que el que duda está en vías de encontrar la respuesta; que por lo general los sentidos engañan y que, él ahí, estaba recibiendo imágenes su- perfluas, que le condicionaban su vida con las normas y valores aceptados de ma- nera general.
Comenzó el acto, las muchachas y muchachos del segundo grado presentaron una zarzuela de finales del siglo XVIII, muy vistosa, con vestidos de la época, en un arco iris de colores, bailando y cantando. Cantos románticos llenos de melan- colía, con voces limpias: claras, agudas, gruesas, que al final esteraban del triunfo del amor de la pareja principal y la derrota de la intriga y del mal. Durante toda la trama se movían las pasiones más agitadas: el amor, el odio y el temor. Toda la pieza estaba acompañada por música ejecutada al piano por el maestro de música, el señor Rodrigo Cadenas, ser que se sentía un Beethoven de la aldea. El aplauso jubiloso al terminar la representación no se hizo esperar. La zarzuela había perfo- rado la intimidad de los espectadores. Acto continuo, cerraron el hermoso telón. Y procedieron a llamar a cada graduado para que pasara al frente, a la mesa de honor a recibir su certificado. Fueron uno a uno acompañados del aplauso general, y al recibir el documento, procedían a estrechar las manos de los importantes. A continuación habló un joven de la generación:
—Gracias al esfuerzo y a la dedicación de nuestros padres, gracias a la ense- ñanza y al desvelo de los maestros, gracias al señor cura por sus consejos, gracias al presidente municipal por sus ayudas, gracias a nuestro director que maneja tan bien la escuela. A todos, gracias. Nunca los olvidaremos.
Para terminar habló el director de la escuela. Todos guardaron silencio, con la atención puesta en él. Después de una larga pieza oratoria terminaba su inter- vención, con lugares comunes repetidos hasta el cansancio; silogismos sin sustento:
—La patria espera mucho de ustedes, estoy seguro que sabrán honrar a sus pa- dres y maestros. Nunca eviten el esfuerzo; luego, si lo practican, serán recompen- sados. No caigan en la mediocridad, luego, con seguridad, el éxito será de ustedes.
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En la realidad todo esto no era más que retórica, como una declaración, sin sustento, sin raíces, para esconder los vicios y apetitos, perpetuando la intoleran- cia y la lucha de la sociedad… para esconder el engaño. Mentir era el nombre del juego.
Terminado el acto, los padres fueron abrazar a sus hijos, unos con regalos y otros sin ellos. Luego se brindó con una copa de vino, acompañado con pequeños pastelitos deliciosos, que en charolas ofrecían dos meseros vestidos de blanco.
Rodolfo, Rebeca y Graco, seguidos de Damiana y un ayudante que cargaban los regalos, caminaban por la calle principal rumbo a su casa. Sonaron las ocho de la noche.
—Estamos orgullosos de ti. Pero mi alegría se apaga, pensando que mañana te vas y yo me voy a quedar sola con tu padre que no habla.
—Y tú, Rodolfo, ¿sigues pensando en llevarlo a esa escuela de jesuitas o a la universidad?
—A la escuela de jesuitas.
—Pero si es mejor la universidad
—Ya veremos.
Raquel enseguida besó el rostro de Graco, diciéndole:
—Me vas a extrañar, grandulón. Yo no sé que voy hacer, me voy a morir.
Graco sonreía. La discreción al tratar a su madre lo caracterizaba. Él sabía que cuando ella hablaba era para oírse a sí misma. El trato entre ellos nunca fue cer- cano. La existencia de Graco no fue una carga para ella, no representó el gran ca- riño que declaraba donde quiera; más bien aparentaba. Había cierto desdén, cierto abandono, como algo que existía y había que coexistir con él. De hecho, Graco había crecido sólo, acompañado por obligación, y no siempre, por la servidumbre.
Llegaron a su casa. Ya dentro del corredor, su padre le dijo:
—Duérmete luego, mañana salimos a las siete
—Está bien papá.
Se metió dentro de la cama y comenzaba a dormirse cuando alguien le dijo en su mente que no lo hiciera. Tomó la posición boca arriba, con las manos atrás de la cabeza, sobre la almohada y empezó hacer memoria de los sucesos y cayó en razón. En días pasados, diario había soñado el final de los vecinos, y haciendo cuentas…
¡sólo faltaban sus padres! Se sobresaltó. Él no quería por ningún motivo saber el término de ellos, porque implicaba saber de muertes, de finiquitos, de futuros con tiempo medido. ¡No! Esta noche él no iba a dormir. Era la última en ese lugar, se
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negaba a saber las experiencias de esas vidas; no quería conocer lo desconocido; no quería deshechos de cuerpos o tragedias; quería que el misterio de sus padres quedara sin mostrarse. No quería ver espacios donde, como títeres, se movían sus actores. Rechazaba conectarse a su subconsciente y traer a su cuerpo las sensaciones que no deseaba. Quería alejar todos los pensamientos. Se levantó, metió los pies en unas pantuflas, salió de su cuarto, atravesó el jardín y se introdujo a la biblioteca de su padre. Tomó un libro, se sentó en el sillón grande que ya conocía y se puso a leer. Esa noche no dormiría y, a la mañana siguiente, en otros lados, le vendría la salvación.
Había transcurrido una hora cuando empezó a cabecear. Se puso de pie, dejó el libro sobre el sillón y se puso a caminar de un lado a otro como leopardo enjau- lado. Calmó su mente hasta que sus movimientos se hicieron lentos.
Nunca le dio importancia a ese lugar. Lo había considerado como algo que siempre estaba y debía de estar, sin mayores cualidades. Su existencia, como un simple objeto, no podía tener vida propia. Ahí se percató de su equivocación y se dio cuenta fácil, de manera automática, como una idea lógica, de que todo objeto vive y despide vibraciones del alma que lo usa o lo ocupa, y sintió que respiraba en otro mundo enigmático, pareciéndole, como una longitud diferente, lastimosa, llena de nostalgia y de dolor. Observó tres paredes cubiertas de libros y cayó en la cuenta de que, con regularidad, llegaban por correo paquetes conteniéndolos. Su corazón sintió inmensa nostalgia, pensando en el dueño de este sitio, creyendo que éste se apoderaba de la desesperación por encontrar la respuesta a un desa- rraigo impuesto, o concertado para amainar las turbulencias angustiosas de una existencia rara. ¿O qué explicación podía darse a la costumbre de su padre de pasarse leyendo seguido hasta la madrugada?
Miró sobre un escritorio, grande, construido en caoba; un pisapapeles al cen- tro, en un extremo un globo de la tierra y en el otro tres libros apilados. Otras veces los había visto; los tomó y leyó los títulos: Los trabajadores del mar, Fausto y La divina comedia; también los autores: Víctor Hugo, Goethe y Dante.
Supuso que al no ocupar su lugar en los estanques y estar siempre ahí, sobre la superficie del escritorio, serían los preferidos de su padre. ¿Qué decían esos libros para mantenerlos en primer lugar? No lo sabía. Graco evocó la figura y el alma de su padre: Chapeado, de rostro limpio, siempre rasurado, el cabello amarillo y silencioso. Dudó que fuera indio y español como lo declaraba su madre. Su padre nunca hablaba de su origen ni de sus antepasados. A punto de cumplir 15 años,
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Graco no conocía de la existencia de sus abuelos, y cuando su curiosidad le daba valor para preguntarle, siempre se clavaba en él una mirada fija, con dos ojos negros llenos de ira. Ahora en ese momento ya no le parecía que fuera ira, más bien le parecía una mirada suplicando clemencia, como un pedimento de no escarbar y descubrir secretos, de pedir respeto a una intimidad inquietada. Ahora le parecía un hombre enfermo, de una enfermedad desconocida, o tal vez una afección cau- sada por mucho dolor, tristeza y abandono.
Había llegado a un pueblo cenizo, como un forastero desconocido. No tomaba ni fumaba, era reacio a las reuniones. Alguna vez acompañaba a Raquel para li- brarse de su acoso, pero su presencia parecía la de una sombra callada sin ningún interés en particular. Hermético la mayor parte del tiempo, contestaba lo indis- pensable, cuando ya no tenía otra alternativa.
Su actividad se regía por el orden y la repetición mecánica de sus actos. En las mañanas, a las seis horas, salía rumbo a su rancho, para regresar oscureciendo, a acostarse o a encerrarse a leer. El trato que tenía con él no era el de un padre amoroso, pero tampoco el de un arbitrario. Todas sus acciones estaban como en un tono de do menor, sin cambios, salvo cuando le daba órdenes prácticas. Sus únicos actos fuera del trabajo eran ir a misa o visitar una vez a la semana al cura. Siem- pre se oponía a que lo acompañara su esposa. No es necesario —le decía—, pero algunas veces ante la insistencia de Raquel, cedía. Nunca discutía, tampoco alzaba la voz. De algún lado le llegaba un mensaje a Graco, que le permitía saber que la existencia de su padre aparentaba serenidad y medida, pero ahora se abría como lo que era: un alma solitaria, cansada, agarrotada, con mucho sufrimiento. Le parecía un hombre triste, desolado, muriendo poco a poco en su interior, como si la culpa de algo lo tuviera en constante remordimiento. Podría ser que fuera uno de esos seres que se quieren morir, que han perdido las esperanzas, que nada los retiene, pero que no son capaces de hacerle caso a esa voz que les dice que terminen de una vez con su vida.
Graco miró detrás del escritorio. A cierta altura, pequeña, destacaba una her- mosa pintura, contenida en un marco dorado. Tenía la cabeza y el cuello de un ca- ballo negro y se acordó que su madre siempre hablaba con cariño de este ejemplar al que le llamaba el Regente, pero que por desgracia hubo de morir mas tarde de un cólico. Tomó un libro, La divina comedia; retiró el que había dejado sobre el sillón y lo puso de donde lo había tomado, volvió a tomar asiento y comenzó a leer. La atención iba en aumento, se preguntaba cómo alguien podía describir el infier-
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no, lugar de horrores y sufrimientos sin término. A cada página se sorprendía de que existiera en algún lugar algo como eso.
Al paso de las horas sintió cansancio y comenzó a cabecear, una y otra vez sin poder parar. Se llevó el dedo índice a la boca, lo impregnó con saliva y humedeció sus párpados, que sentía secos. Continuó leyendo. El tiempo se convertía en un enemigo. Repitió tres veces la misma operación. En un rato, cabeceaba una vez más con pesadez, levantaba la cabeza esforzándose por leer lo que por momentos veía borroso. Volvió a dejar caer la cabeza, una, dos, tres veces. Cada una con ma- yor duración que la anterior. Al cuarto cabeceo, se le cayó el libro de la manos. Ya no escuchó el ruido de la caída, estaba dormido. No fue capaz de vencer el sueño y entró de inmediato a soñar, veía riqueza y mucha abundancia por doquier. Aun- que nunca careció de nada y los demás los veían como ricos, este escenario que se presentaba despedía esplendor y hartura, con todo lo imaginable, lujos y muchos objetos hermosos y de exquisita figura.
Donde antes se localizaba la casa de María, ahora estaba una nueva construc- ción, que contenía unas oficinas. Sentado en un privado vio a un joven como de treinta años, mulato con ojos verdes y cabello ondulado negro, haciendo cuentas. Las ayudantes le llamaban José Francisco y alguien le dijo que era tenedor de libros, que llevaba las cuentas a don Rodolfo. La musculatura de un cuerpo alma- cenaba mucha energía. Parecía un dínamo usado al mínimo. Expandiendo con fuerza todos sus músculos.
Cambió el escenario. Ahora veía la recámara de sus padres, un amplio es- pacio cubierto por una alfombra gruesa, color lila, el preferido de su madre. Al fondo dos cortinas verde pálido cubriendo ventanas y cayendo al piso; hacien- do dobladillo, destacando incrustados sobre la tela hilos blancos, hilos especiales como prendidos, a la entrada en ambos lados. En las esquinas de la habitación, destacaban dos banquitos de madera pintados a mano, y sobre estos, dos floreros repujados de plata con gruesas gladiolas: rojas, blancas, amarillas, mostrando flo- res de pétalos abiertos y también botones a punto de reventar. Al centro destacaba una cama amplia, matrimonial, de mullidos colchones, gruesos, de resortes suaves, cubierta con un edredóncon estampados surrealistas color pastel, muy tenues. Mi- raba a Rodolfo acostado, con las manos de fuera descansando en su pecho, sobre el edredón estampado. Apareció Raquel llevando una bata de seda transparente; que dejaba ver sus senos firmes y pequeños, su cuerpo sinuoso marcaba sombras en sus caderas opulentas. La bata le llegaba a la mitad de sus muslos redondos, nerviosos;
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presionados en su inicio por unas pantaletas, con perforaciones bordadas en el frente, que exponía el negro azabache, cubriendo su sexo. Sus gestos, sus posicio- nes, sus formas transparentadas; acentuaban su feminidad. Raquel agitada reía de manera acariciante y significativa, parecía ser devorada por monstruos animados por Venus, la diosa del amor. Caminó, flotó y tomó asiento en pequeño banco frente al tocador, un mueble con incrustaciones de marfil y chapeados de oro. Se le corrió la bata hasta atrás, dejando desnudas dos piernas grandes, llenas, cinceladas por un Dios. Las mantuvo abiertas, moviendo con lentitud y nerviosismo una de ellas; la izquierda, y de vez en cuando tocaba a la derecha, que se mantenía al ase- cho, inmóvil esperando el encuentro y el calor.
Tomó un cepillo de la repisa del tocador, donde reposaban frascos con cre- mas, perfumes, lociones y comenzó a cepillarse con voluptuosidad, como expo- niéndose a la pasión, como mostrando una actitud atrayente. Un pelo fino, sedoso, largo y negro. Un espejo ovalado que formaba parte del tocador veía su rostro bello: sus orejas pequeñas, su nariz recta con sus ventanas respirando a profundidad: sus cejas delineadas pobladas y negras, sus ojos de almendra, con la enredadera de unas pestañas largas y abundantes, haciendo sombra a sus brillantes ojos. Al verse al frente, su imagen era una extensión de sí misma; sus delgadas y finas manos sentían un aumento de su temperatura. Su temperamento sensible a los juegos del amor la engalanaban y la hacían insolente, pero segura de un poder para trastor- nar al hombre. Sabía que excitando las pasiones, se disponía a desear las cosas para las que preparaba su cuerpo.
Rodolfo hacía mucho que solo representaba un instrumento. Ella creaba la indecible pasión y entrega, ella la ejecutaba en un esposo que se dejaba hacer; que nunca estaba en este mundo para ejecutar por sí mismo y gozar de la cópula al clí- max. Estaba aburrida, pero ella encontraba la forma de sobrevivir y vibrar.
—Raquel, tengo que decirte algo. Quise hacerlo hace años en el club, allá en Monterrey, pero no pude.
Raquel dejó el cepillo, giró y se puso frente a Rodolfo, con sus cejas levanta- das y sus ojos abiertos, asustada, expectante. En casi quince años de casados, era la primera vez que hablaba tanto. El continuó:
—A medida que transcurre el tiempo, siento que cada día me importa menos todo. Quisiera no amanecer vivo.
—¡Pero qué te pasa! —balbuceó Raquel.
—Traigo el mal dentro, la conciencia me mata, el remordimiento no me deja.
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—¿Pero qué hiciste para sentirte así?
—En el año veintitrés, lleno de cólera, por verme desplazado, provoque un accidente en una planta de productos químicos en Alemania. Murió mucha gente.
—¿Cuántos murieron?
—Parece que diez o doce, y hubo muchos heridos, de los cuales otros tantos queda- ron inválidos, irreconocibles.
—Por favor Rodolfo, ¿y eso te preocupa?
—No solo me preocupa, me aterra. Con ello aseguré mi entrada al infierno. A pesar de ello, Raquel soltó una luminosa carcajada y le dijo:
—Déjate de tonterías. Si estuviste allá como dices, apenas había terminado la gran guerra. Pudiste saber de los cientos, de los miles de muertos que dejó la conflagración, de los montones de huérfanos, los lisiados, las viudas y la espantosa destrucción de las ciudades. Lo tuyo es la cereza del pastel. Unos tienen que morir para que otros vivan.
Como reflexionando, Raquel, con una de sus manos sobre la mejilla le espetó:
—Ahora, si estuviste en Europa, la guerra terminó en el veinte; tuviste que participar en ella y matar gente, ¿o no?
—Sí participe, pero eso es otra cosa.
—Estás loco. Es lo mismo. ¡Espera! ¡Espera..! Entonces tú eres alemán o fran- cés o ¿qué eres?, ¿de dónde vienes?
—Deja eso.
—Me casé con un desconocido y cuando estoy por saber con quién en verdad me casé ¿me vienes con que: “Deja eso”?
—No vale la pena. No entiendes
Furiosa Raquel sintió frío en su cuerpo, y abandonando sus preparativos para la pasión imaginada, le dijo:
—Y ahora vas adoptar tu actitud de silencioso, de mudo.
Rodolfo ya no contestó, volteó su cuerpo y se tapó la cabeza con el edredón. La catarsis que pretendía para liberarse de su angustia quedaba incompleta; no en- tendía cómo se había dejado llevar por Raquel. Tal vez necesitaba un refugio para esconder sus traumas; pero encontró a una mujer sin profundidad y sólo dispuesta a ver por su persona y el cumplimiento de sus fantasías.
Raquel apagó la lámpara que colgaba al centro de la estancia, dejó correr su bata que cayó a sus pies y fue acostarse de espaldas a Rodolfo. En la oscuridad con los ojos abiertos, fue poco a poco perdiendo el enojo y comenzó a repasar su cir-
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cunstancia, sus vivencias, y más ahora que sentía desilusión por los acontecimien- tos revelados, totalmente inesperados y más por la forma y la actitud perniciosa de Rodolfo. Hizo memoria y recordó cuando apenas cumplía diecinueve años, cuan- do lo descubrió tomando limonada en la barra de la cantina del club, allá en Mon- terrey, en el baile de coronación de la Reina de la Primavera. Alto, apuesto, grueso de cuerpo, mostrando una como dejadez, como abandono. Le pareció viril y gua- po, quedó prendada de la soledad que manifestaba, de lo extraviado que parecía. Nació en ella un sentimiento de protección, de maternidad, de convertirse en su protectora, en su compañera. Inició el coqueteo, elaboró una estrategia, para luego pedirle que bailara con ella. Tomados de las manos y pegados sus cuerpos, se mostraba desenvuelta, agradable. Ahora que fijaba su recuerdo, vio que él era muy parco, pero parecía un corderito que se dejaba llevar, accediendo a todo. Como un náufrago que se aferra a un madero, sabiendo que la inmensidad del mar se lo va a tragar.
Al finalizar el año 25 se casaron. El primer año nació Graco. Raquel no sabía de sus negocios, ni le importaba; tenía todo. Además, estaba acostumbrada, pro- venía de una familia acomodada y se había educado en una selecta escuela privada, regenteada por las madres guadalupanas. Ahora, casada y joven, pasaba su tiempo entre sus clases de pintura, piano y los ejercicios de equitación, completado con las reuniones sociales. Se sentía feliz y realizada. Todo vino a trastocarse cuando Ro- dolfo se fue a Michoacán, allá cerca del Pacífico, a tomar posesión de unas tierras. Construyó una casa y a los dos años fue por ella.
Sus padres no la apoyaron en su negativa de acompañar a Rodolfo, a cada rato le recordaban que la obligación de la mujer era estar a lado de su marido. Le faltó voluntad y cedió, acompañándolo a este pueblo, más bien aldea, ceniza, atrasada y olvidada. Al principio creyó desfallecer, pero gracias a su carácter bullicioso y alegre pronto se conformó; pero seguía insatisfecha de perder lo más por lo menos. Los años transcurridos le demostraron que su Rodolfo no era como se lo había imaginado. El trato diario se volvió costumbre pesada; se convirtió en actos repetitivos que servían como catalizadores de un frío que iba alejándolos, agra-
vando la relación el silencio contumaz de su marido.
Ella tenía que hacer casi todo para tener sexo con él. Lo que había pasado esta noche era la justificación de un rechazo que iba naciendo en su corazón, que amenazaba por convertirse en desdén y asco, nada más, porque odio nunca lo ha- bía sentido por nadie, ni siquiera por los animales dañinos. Recapacitó que la vida de las mujeres se compone de momentos cortos, que pronto desaparecen, o largos,
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con duración permanente. Estos últimos, que crean costumbre sin variación, son los que atosigan, porque niegan todo cambio; se apodera de ellos el tedio, dando lugar a que nazca la insatisfacción, la rebeldía. Era el momento de hacer algo, cambiar, buscar otras vivencias y otros caminos nuevos. ¿Pero cuáles? Ya se vería.
Graco dejó de percibir los pensamientos de su madre. Miró un calendario que deshojaba los días apuradamente, en un instante se le borró la imagen y de inmediato se posesionó de sus sentidos un nuevo escenario: el rancho de su padre, localizado a media hora de la casa, hacia el Oriente; compuesto por una superficie de 250 hectáreas. Formaba una mesa plana, que al sur colindaba con Bosque de pi- nos, madroños, oyameles. Al norte, la meseta era cortada por una amplia hendidura en la superficie, formando un cañón profundo que terminaba en un ancho río, con un mundo de agua revolucionando hacia el Este. Algunas veces, principalmente en invierno, no se dejaba observar porque lo escondía la neblina.
Al Oeste colindaba con propiedades privadas. El agua usada para regar el ran- cho provenía de un canal menor que corría de sur a norte, para caer haciendo una cascada al borde del cañón. El riego se efectuaba con un sin número de zanjas que soltaban el agua, que rodaba cubriendo y penetrando la tierra. En una esquina del rancho, pegada a la zona boscosa, se alzaba una finca, amplia, grande, hermosa. Construida en dos pisos, estilo californiano, le llamaban la casa de campo. Los te- jados en pendiente se cubrían de teja roja, pequeña, que reflejaban con intensidad los rayos del sol. Al frente, contaba con un antepecho soportado por columnas es- beltas cada dos metros, dando a un amplio jardín cubierto con rosales. En su inte- rior, luego, se extendía una sala grande: una estancia bajo nivel del piso, un cuarto de metro, formando un cuadro entresacado, totalmente alfombrado. Contaba con un conjunto de sala, con sillones de cuero blanco. A los lados del sofá, más grande, había dos mesas cuadradas chicas, sobre las cuales reposaban dos lámparas cubier- tas con pantallas en pliegues color crema. Al centro de la pared de la izquierda, estaba empotrada una chimenea de ladrillos rojos, aparentes, saliendo el tiro dos metros desde la base del techo. Sobre las paredes colgaban tres acuarelas que mos- traban paisajes con senderos, vegetación, cielos azules y nublosos. Enseguida, ya al nivel del piso, estaba un comedor con una mesa de caoba al centro y ocho sillas tapizadas con telas brocadas. También había un mueble del mismo material, con puertas encristaladas, donde se guardaban: loza fina de puebla, tenedores y cuchi- llería de plata; copas y vasos de cristal cortado. En todos los bordes de los muebles y la chimenea destacaban estatuillas de porcelana, jade y malaquita.
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Después venía la cocina amplia, limpia, con sus hornillas en paralelo. En el lado contrario una pequeña sala de estudio, con pocos libros; recubiertas sus pare- des con duela de encino blanco. Mas allá una escalera de madera que conducía al segundo piso, donde se localizaban las recámaras limpias, impecables.
Del lado oeste, a la izquierda de la casa, iniciaba un camino ancho, cubierto por una capa de tierra roja apisonada. En ambas orillas del camino, se repetían a cada metro cientos de grandes eucaliptos. La longitud del sendero era de más de doscientos metros con una curva de casi de noventa grados, hasta desembocar en el principio del partidero de un redondel, donde con regularidad se llevaban a cabo escaramuzas charras.
Pegado al anillo venía el casino charro; compuesto por una estancia con piso de parquet, una barra de cantina larga, con mesas, sillas y bancos. A un lado estaba una sala de juegos con una mesa de billar, a su lado iniciaba un pequeño corredor. En una línea había baños y en la otra tres elegantes recámaras, una seguida de otra, con puertas tableteadas, construidas en madera de fresno, olorosas. Del lado contrario, atrás de la cantina estaba otra estancia, que servía como vestidor, con muebles para guardar ropa, pequeños bancos y a un lado baños generales.
Ese día Graco había acompañado a su padre al rancho; observaba a cuatro cuadrillas de gente cosechando aguacate, desplazándose en filas inmensas de agua- cateros. En la vera del camino se aplicaban cajas de tejamanil llenas del fruto carnoso de color verde, y Rodolfo anotaba en una libreta, con pastas de cuero rojo.
Por el sendero que llegaba a la casa, a lo lejos, Marco miró una polvareda que se acercaba, levantada por el paso de un coche Mercury convertible, con la capota arrollada en la parte de atrás. Más cerca descubrió una pañoleta de seda blanca vo- lando al aire, sujeta al cuello de su madre. Venía manejando Francisco. Hizo alto el coche y Raquel saltó al suelo; agitada, sonriente, bulliciosa. También José, quitado de la pena. Raquel llamó a uno de los serviciales de la casa y le ordenó:
—Prepáranos los caballos de siempre y uno más.
Se acercó a Rodolfo, le dio un beso en la mejilla al tiempo que le decía:
—¿Ahora sí nos acompañas?
—No. vayan ustedes Gritó al servicial.
—¡Nada más dos bestias!
Raquel parecía plena, mostrando satisfacción, estaba engalanada, peinada de cola de caballo, que le daba la imagen de una ingenua esencial, más joven. El ma-
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quillaje de su rostro lucía impecable: sus cejas negras delineadas; rizadas y abun- dantes pestañas; la boca pintada de rojo intenso, y su labio inferior, carnoso, mos- traba su insolencia, con una sonrisa llena de perversión.
Vestía una fina y casi transparente blusa color rosa, entallada, que dejaba adi- vinar sus tetas vivas, en celo permanente. Traía un pantalón de montar de lana negra, que al moverse marcaba sus nalgas opulentas; calzaba botas de montar color rata de cierre a todo lo largo. Sus grandes ojos color miel con el iris agrandado pro- vocaban, llamando. Esto constituía una característica muy de ella, con la diferen- cia de que su realidad había cambiado y con ella, su imperativo de dar color a todos. Ahora se acortaba a un solo objeto: el último fin de las fantasías de su imaginación, que la excitaban, haciéndola arrogante, bajo el imperio poderoso de sus sueños. El desparpajo en el trato que le daba a Francisco era más que notorio.
Se acercaba Efrén, que así se llamaba el caballerango, jalando de las riendas dos hermosos ejemplares ensillados; un garañón negro llamado el regente y una yegua alazana, llamada Lucy, más nerviosa que lo normal en su raza.
Raquel tomó la rienda del Regente, al tiempo que le decía a José Francisco:
—Ayúdame a montar, chiquillo.
Él, dócilmente, como un esclavo, amarró sus manos y se las ofreció para que pusiera entre ellas su pie izquierdo; al tenerlo, presionó sujetando con fuerza, ele- vando a Raquel por los aires, hasta quedar montada. La palma de la mano derecha de José se posó sobre la cadera derecha de Raquel para contenerla, y luego la corrió suavemente, presionando hasta el nacimiento de su cintura. Marco creyó que esta acción era imprudente o quizá descarada para, de manera inconveniente, afrentar a Rodolfo, el cual, viéndolo, se mantenía sin mostrar ninguna manifestación.
Raquel palmeó la mano de Francisco diciéndole:
—Así está bien, Frank.
El trato diario los había identificado, al grado de que se deseaban con ardor, por la fascinación que tenían de sus cuerpos.
—Alcánzame, tontuelo —le dijo Raquel a Francisco al tiempo que daba un fuetazo a Regente, el cual salió disparado a todo galope, seguido por Lucy, mon- tada por Francisco.
Se perdiron en una nube de polvo levantada por los cascos de los animales. Graco se percató de que Rodolfo se mantuvo en silencio, como si ya no le impor- tara nada, parecía una momia mal embalsamada, pudriéndose por dentro.
La carrera entró al redondel por el partidero de las manganas y paró al fon-
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do; las bestias levantaron las manos y quedaron quietas. Atrás la yegua alazana, que no alcanzó al caballo negro. Desmontaron y Francisco le dijo a Raquel:
—Eres una amazona consumada, preciosa.
—Cállate, adulador, vamos a tomarnos un trago.
Raquel soltó una franca carcajada, haciendo punta rumbo a la cantina con piso de parquet, al tiempo que con el fuete en la mano derecha, se daba golpes en su pierna, que respondía, apretando, poniéndose rígida a cada golpe.
Llegando a la barra, les prepararon dos cubas, que apuraron de una sola vez, volvieron a llenar sus vasos. Raquel mostraba en su frente minúsculas gotas de sudor. Tomó la cuba y dijo:
—Vamos a la sala de juegos.
Ante la mesa de billar, cada uno con su taco, se pusieron a jugar. No hablaban, sus pensamientos los disponían a desear cosas, acelerando su corazón, y poniendo en vigilia sus cuerpos, sintiendo calor en sus miembros. Todos sus movimientos estaban regidos por la pasión, empujándolos a la acción de uno sobre otro. Las emociones que les nacían se mantenían creciendo, como si hubiera espíritus re- beldes en la circulación de su sangre. Habían esperado en otras ocasiones con impaciencia, y por ser la primera vez, ya no era posible la contención.
El amor que Raquel experimentaba era de concupiscencia, el que desea la plena posesión. Su rostro enrojecido y el calor de su cuerpo aumentó, siendo más fuerte en su pecho. Toda ella se sentía temblar, con una pasión de amor que agi- taba ya su corazón. Sus ojos se movían con pasmo, y hacían que se aguzaran todos sus sentidos, derivado del agrado feliz que le nacía y crecía en deseo. Francisco estaba conectado con las mismas sensaciones. Sacó un cigarro largo, delgado; lo prendió y le dio una fumada. Soltó con fuerza el humo y exhaló un profundo suspiro, mostrando en sus ojos el brillo de la ambición, por tener la gloria de la posesión.
Ella en ese momento, ya sin vicios ni virtudes, ya sin juicio y con precipi- tación, mordiéndose el labio inferior y sin ninguna prevención, apuró su cuba y nerviosa balbuceó:
—Frank, dame una fumada de tu cigarro.
Él tomó el cigarro del cenicero y se acercó a ella, puso una mano sobre su hombro y con la otra acercó el cigarro a su boca, ella aspiró y arrojó a su rostro el humo, con su aliento caliente, él colocó el cigarro en el cenicero y enseguida posó su otra mano, en el otro hombro de Raquel, quien tenía levantado el rostro
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con hambre; él acerco su boca a la de ella y le dio un beso superficial; pero ahí se rompió la tensión y Raquel abrió la boca, uniéndola con fuerza a la de él.
Ya no se separaron, el líquido de sus bocas se mezclaba; con desesperación se abrazaron y él bajó sus manos más allá de la cintura y la presionó contra su cuerpo. Los senos de ella se apretaban contra el pecho de Frank. Ya no había deber o de- voción, todo se conjugaba en una avaricia por el placer, condicionando sus reflejos al imperio del sexo. Él la levantó en sus brazos, ella se apretaba a su cuello, seguían besándose con desenfreno. Salieron de la sala de juegos, Francisco caminó por el pequeño corredor y se dirigió a la primera recámara, empujó con el cuerpo de ella, pero estaba cerrada, siguió a la segunda recámara, hizo lo mismo y la puerta cedió; bajó a Raquel al piso con delicadeza y la dejó de besar para lamerle los lóbulos de las orejas al tiempo que desabrochaba la blusa rosa y botaba el seguro del brassiere. Ella, mientras tanto, le quitaba la camisa dejando el torso desnudo. Él comenzó a besar sus senos erectos y crujientes. Con esmero la tendió sobre la cama al tiem- po que le soltaba la cola de caballo y dejaba caer su abundante y fino pelo negro. Corrió el cierre de las botas y la descalzó, aflojó el cinturón delgado de su panta- lón de montar, y lo corrió hacia abajo, llevándose también la pantaleta y dejando resplandeciente un cuerpo desnudo, apiñonado, en asecho y excitado. Él terminó de quitarse la ropa y se acostó junto a Raquel, corrió su boca por el cuello y fue bajándola, rozando con su lengua el vientre y más abajo, al tiempo que acariciaba sus espléndidas piernas con las manos, con delicadeza de terciopelo.
Vibraban con exceso los cuerpos, unidos en la superficie, confundidos y mez- clados sus campos magnéticos. En la locura, en el éxtasis, penetraron sus cuer- pos: ella levantaba sus caderas con armonía o las movía en círculos cadenciosos; mientras él, lentamente subía y bajaba en un vaivén acompasado aumentando cada vez la rapidez de sus movimientos. Raquel sabía que la felicidad futura no tiene certeza, por lo que ese momento lo apuraba como un cáliz delicioso, que la drogaba, la condicionaba, la exponía a ser otra, a vivirlo ahí, hasta la inmensidad, por siem- pre. Los cuerpos agitados en la tormenta de placer, eran dos brazas incandescentes, sus alientos quemaban y los gemidos de ambos les daban mayor gozo. Como algo incontenible tensaron en un impacto su fuego y mezclaron sus fluidos corpora- les, explotando como un volcán en erupción, cuya lava al contacto con el aire se convierte en piedra y cenizas. De igual manera Raquel y Francisco quedaron ex- haustos, después de haber sido una sola unión. Graco los vio llegar después de dos horas de ausencia.
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Los caballos trotaban. Al desmontar, Raquel traía el pelo suelto, la blusa arrugada, su boca abultada sin nada de color en sus labios y su rostro limpio. Cayó en la cuenta que había sido espectador de todo, porque seguía en el sueño. Era natural que no trajera pintura, con los salvajes besos restregándose, hinchando su boca, limpiando su cara, arrugando su blusa. A partir de esa primera vez, fue la anarquía sexual; se amaron en la oficina, en la casa del pueblo, en el rancho. Su pasatiempo era el adulterio, siempre en busca, probando nuevas configuraciones sexuales.
Algunos podrían pensar que las acciones de Raquel, con sus pasiones, ofen- dían, que no tenían ninguna sensatez, cayendo en la falsedad, la mentira y la in- gratitud. Que con ello perdía la elemental dignidad femenina; pero otros le da- rían la razón. Cuando se rompe la relación de pareja de matrimonio, no se puede obligar a la mujer a consumirse en deseos, a ser el apéndice de un hombre que ya no sirve ni emocional ni físicamente. No se le puede obligar a convertirse en un asceta, nada más por las normas de un mundo hecho por machos. Sería una trage- dia y un desperdicio de los encantos y de la vida.
Graco estaba cansado, pero algo lo obligaba a seguir los acontecimientos en su sueño. Ahora veía la alcoba de sus padres. Miró los floreros con claveles rojos y tulipanes amarillos, como si el lenguaje de las flores declarara la fuerza de unión de los amantes, con un amor desesperado de mujer.
Observó a Raquel y a José Francisco desnudos, sobre el lecho, después de ha- ber realizado los juegos del amor. Ella tenía un libro de poesías en la mano y leía:
Y…aparece la delicia del encanto, se abren los troncos como muslos. Gritando el llamado de la vida como capullo de flor,
rozando sus pétalos vibrantes al calor de la existencia. Buscando la sabia que inunde, que preñe y calme la ansiedad de poseer para siempre el absoluto.
Por fin y con deleite presionar el pecho a los senos dadores de leche y caricias.
Entrar al interior, penetrando…
cerrando los dos en un solo cuerpo, dejar en abandono las cadenas exhalando acompasados suspiros en bocas unidas en delirio desesperadas por sentir el principio y soltar al final los gemidos liberadores de pasiones encendidas, mostrando el centro al rojo vivo, llenando los poros de la piel, inundando corazón y mente
de un principio y final. Que fue sueño o desvelo que fue ansiedad y deseo o quizá solo
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un momento de fugaz vuelo de la mente en aturdida espera de encontrar en susurros y ruidos que precipitan
la entrega de dos almas que se buscan…
Terminaba de leer y con voz acariciante dijo:
—Es linda. Me gusta.
Dejó el libro a un lado, se estiró sobre el cuerpo de Francisco, arrimó su ca- beza al regazo de su pecho, cerca del cuello y se durmió.
Al otro día, muy de madrugada, Graco vio a Francisco al volante del Mer- cury y Raquel sentada a su lado, y en el asiento de atrás, varias maletas de viaje. El coche avanzó y se perdió.
Nunca volvería a ver a su madre. Raquel había decidido su futuro al lado de la fuente donde calmaba su sed. Graco pensó que podría ser esclava y desgraciada o libre y feliz; todo estaba en que su alma de mujer gozara las pasiones del cuerpo, evitando el exceso o el mal uso si se volvía indiscriminado. Eso quedaba en el aire como posible.
Rodolfo ya no asistía a la casa principal, se quedaba en el rancho, excepto los sábados, que tenía su visita con Melchor, y los domingos, para asistir —como decía— a la sagrada misa.
Un viernes lo vio llegar por la tarde, muy fatigado. A Graco le parecía en- corvado y avejentado. Entró a su cuarto, se puso una pijama; enseguida cayó de rodillas al frente de un crucifijo situado a la cabecera de la cama matrimonial y empezó a orar, abría sus brazos, repetía una y otra vez sus plegarias y sollozaba como niño. Ya tenía tiempo de practicar todas las noches este rito. Terminando, se puso de pie, miró un sobre con su nombre sobre el tocador, sacó una hoja y leyó, dejándola de donde la había tomado, pasó a su cama y se durmió.
Amanecía, los gorriones daban concierto en las ramas de los duraznos en floración, el rosa invadía con su belleza el jardín. Rodolfo no se despertaba: ¡estaba muerto! Siempre fue un ser arruinado en su alma desesperada, con el remordi- miento, a quizá un amor propio herido por celos sombríos o por la cólera: aunque lo único cierto es que fue un suicida nato, pero sin violencia, matándose lenta- mente al paso del tiempo. Pobre, no encontró su camino ni la explicación de su torbellino de vida.
Graco se vería ante un túmulo de tierra suelta, sobre la fosa donde estaba enterrado su padre, pero él se veía alto, flaco, desarrollado, bien vestido. Sus ma-
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nos se tomaban atrás de su cuerpo; tuvo noción de un abultado anillo en su mano derecha, anillo de graduación según las costumbres de las escuelas. Ahí, parado y solitario, no era como empezó este último sueño, sino que ¡tenía 25 años!, y estaba hecho un profesionista. Era doctor, médico cirujano. A Graco le pareció el sueño muy largo. Tenía la sensación de que hacía mucho había abandonado la biblioteca de Rodolfo. Sentía que vagaba pero sin cuerpo, como si su alma estuviera en otra longitud, como si hubiera tenido una transformación profunda y la paz invadiera todos sus resortes afectivos. Pero aún así sabía que estaba soñando y se preguntaba:
¿cuándo despertaré? No lo asaltaba ninguna duda, sabía que tendría que volver a ver la realidad común a todos. Algo le decía que sería el último sueño que tendría esa madrugada, esa mañana cubierta de bruma. Sintió escalofrío, no de miedo como otras veces sino debido a la baja temperatura. Parecía como si hubiera en- terrado todos los temores y miedos y hubieran dejado de ser sus acompañantes. En su pecho se movía un afán incisivo, un deseo ardiente de continuar con sus visiones, como un imperativo de conocer más el futuro y sus implicaciones. Las experiencias de la vida —ello creía— le habían proporcionado el entendimiento del misterio de la existencia, repitiéndose, en ciclos de tiempo y espacio límites, usando la sustancia del mundo, creando y evolucionando formas y destinos. En ese momento confirmó que dentro de sí ya no existían demonios ni fantasmas, que los había ahuyentado para siempre. Aunque su cuerpo no era el causante de sus sueños, sino los pensamientos colocados en otra esfera más sutil y etérea en su conexión con la materia. Se sentía muy fatigado.
Quizá por utilizar más de lo común los procesos neuronales de su mente y ser observador involuntario de la conducta de los humanos, y de formarse juicios del acontecer de la sociedad, inquieto, atraía a sus pensamientos las imágenes de las acciones de los pueblos de la Tierra, formadas por hordas de humanos, en una di- námica sin pausa, exenta de quietud, alejada de la paz, de la conciencia.
Acciones cubiertas de conformidad o de rebeldía, que en uno y otro caso aho- gaba a la existencia, sin rumbo, sin señales en la mayoría; el instinto se apoderaba y ordenaba al espíritu, cancelando o aplazando la llegada a parajes plenos de felicidad. Torrentes de pasiones en revuelto desorden, creando lo bueno y lo malo, solo son sombras que se creen entes con vida propia, cuando el hombre es el que les da permanencia, existencia y se las autoimpone. Ver cómo las sociedades se transfor- man buscando fútiles libertades, cuando todo representa una regresión, ya que están condicionadas por normas y costumbres impuestas por los que mandan en
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la Tierra desde hace miles de años, pervirtiendo las conductas. Actuando durante su corta existencia, conforme a esas tablas de la ley, el hombre queda preso de sí mismo, integrando legiones errantes de almas que con desesperación pulsan con insistencia sus anhelos. Se desgarran entre sí queriendo conseguir más y más, hasta atesorar lo inconcebible. Nada importa. En su realidad no conocida, todas esas cosechas se pudren y no encontrarán la energía y voluntad para comprender la importancia de esa nueva realidad, exenta de ambiciones y luchas bestiales. Se necesitarían nuevas tablas de la ley para lograr el cambio total del hombre. Sin esfuerzo, seguirá aplazado el cambio total.
Graco se sentía ligero, como si volara con grandes alas. Por momentos flotaba, luego se trasladaba rumbo al Oriente, dejando huellas en el camino que iba reco- rriendo. Levantó su mirada mental, hacia arriba, descubriendo un inmenso cielo, en forma de campana, inundado de luz de la misma intensidad a todos lados. Le parecía un abismo, una gran magnitud ardiente, demasiado extensa, era de noche, sin ninguna estrella. La bastedad fijaba la idea de la nada, una inmensidad movién- dose en una eternidad, en un instante sin dimensión, sin tiempo, formando un vacío total, sin reposo; sinedo parte de un universo inteligible. Su conocimiento abarcaba todas las longitudes, plenas, llenas, rebosando energía ondulante, exci- tadas; creando el caos y éste formando mundos, todo en un flujo y reflujo líquido, sin nada sólido. La mente se imponía a la materia, los pensamientos trascendiendo la velocidad de la luz.
Graco sentía que también él era energía moviéndose dentro de su campo magnético. El subconsciente se adueñaba de una conciencia profunda, alterada; trayendo consigo un estado de éxtasis cubierto de amor y alegría. Graco concluyó que esos sentimientos deberían ser el estado natural del hombre. Seguro estaba de que, con el paso del tiempo medido en la Tierra, algún día, después de miles de siglos, llegaría ese estado de hartazgo, donde todos los interrogantes serían con- testados y las dudas dejarían de existir.
Bajó su vista, su conciencia dejó de vibrar con rapidez, descendió a una pul- sación más lenta, volviendo a la longitud del movimiento de la energía de nuestro mundo. A su visión se presentaba una gran ciudad, edificada sobre las ruinas de la ciudad donde antes vivieron los hijos del sol, donde existían los hombres hechos dioses.
Millones de luces parpadeaban, apagándose y encendiéndose. El esplendor daba la idea de trabajo; la oscuridad y las sombras la razón del descanso, de la
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pasajera y diaria muerte, al dormir y volver a despertar. Un fuerte viento, como remolino de partículas, daba testimonio de su existencia, golpeando, mordiendo como si fuera una fiera de la noche, en soledad y libre. Los ventanales de cristal de un edificio alto chirriaban con el esfuerzo del viento que venía a chocar con ellas para deshacerse en corrientes sin fuerza y volver nuevamente a su tarea de demolición, pertinaz, con insistencia, terca, inacabable.
Graco fue guiado por algo desconocido a uno de estos edificios. Allí, observó imágenes que le eran familiares, sin saber la causa. Por fuera estaban fijas unas grandes letras iluminadas de un rojo que decían: “Hospital Santa Fe”. Volvió su atención dentro del edificio y fijó su vista en una sala de operaciones, se sorpren- dió del brillo que despedía, debido a su inmaculada limpieza.
En esta sala, sobre una mesa de operaciones, yacía un cuerpo de mujer, que estaba siendo intervenido por un doctor, flaco, espigado como un varejón. Cubría la mitad de su rostro con un cubrebocas, así como sus manos con guantes de hule transparente, su cabeza la cubría totalmente una cofia; sus movimientos eran se- guros, y las indicaciones claras. En ambos lados estaban dos enfermeras, al frente otro doctor y en la cabecera dos paramédicos. La enfermera localizada a su derecha depositaba con seguridad en su mano derecha un bisturí, que ante el gran plafón de lámparas que lanzaban luces desde el techo despedía de su hoja filosa rayos como si fuera un brillante. Con él, el doctor abrió el abdomen de la mujer, muy cerca de su pubis. Al deslizar el bisturí, al cortar, iba apareciendo un canal de carne viva, con sus paredes sangrando. Una enfermera limpiaba la hemorragia, un ayudante en la cabecera de la paciente vigilaba sus signos vitales.
El doctor frente al que operaba señalaba con el índice el intestino que se agita- ba en movimientos rítmicos; ahí había vida, gritando su existencia latente, mani- festando la maravilla del cuerpo humano. El doctor espigado, con sumo cuidado y delicadeza, con sus manos despejaba los órganos, buscando, hasta llegar a la zona donde se localizaba un pequeño tumor del tamaño de una nuez. Cortó a los lados y volvió a unir.
La operación tardo horas. Al doctor se le perlaba la frente de sudor. A cada instante era secado por la enfermera colocada a su izquierda.
Por fin, estaba terminando; cocía la herida con un hilo delgado y resistente, que iba formando un zigzag en el abdomen de la mujer.
Terminando, el doctor se acercó a un lavabo, se quitó los guantes delgados, se despojó de la cofia, salió de la sala y se encaminó por un pasillo, amplio, largo, silencioso.
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Graco tomó asiento en el sillón grande donde descansaba su padre. Ahí se había iniciado este largo sueño. ¡Eso creía él! Se sobresaltó al ver su largo escritorio, con carpetas médicas, y gruesos libros de tratados de medicina sobre su superficie; además de un pequeño letrero que decía: “Doctor Graco Lavin”, y abajo del rótulo la palabra “Director”. No tuvo tiempo de reflexionar estos cambios inesperados; cuando volvió la imagen del doctor que hacía poco había observando operando, caminaba por el pasillo, deteniéndose en la puerta que daba a la estancia, en la que él se encontraba. Vio que abría la puerta, la cual se cerró, después de que se intro- dujo. Se quitó el tapabocas y lo arrojó a un cesto de basura. Graco abrió al máximo sus ojos y miró: ¡Esa figura era la de él!, misma que caminó rumbo al sillón y se sentó. Graco se sintió pleno, con una paz interior inmensa. En un instante todo se obscureció y Graco cayó totalmente, profundamente dormido y ya no supo más.
Cuando empezó a dormir eran las cinco y media de la mañana. En media hora más, al Oriente, comenzó un incendio en llamaradas con los fuegos de un disco gigantesco que emergía con lentitud. A medida que salía y se elevaba, se ha- cía pequeño, se achicaba hasta convertirse en el sol de las alturas, lleno de energía en combustión, lanzando oleadas de radiaciones que cubrían a todos los planetas, olas incandescentes trasmitiendo calor y vida a la Tierra, en un trabajo que llevaba una duración de diez y medio millones de miles de siglos; desde el nacimiento del hábitat, donde se desarrollaba la evolución de las existencias.
La alborada daba inicio a las acciones de la mayoría, los trenes urbanos co- menzaban a deslizarse, los ferrocarriles prendían sus máquinas, los motores de los carros comenzaban a respirar; los animales iniciaban sus correrías por el suelo o por el aire, aullando, rugiendo, ladrando o cantando; despertaba el mundo conti- nuando con su marcha fatigosa y cansada, repitiendo calcas antiguas; volvían las revanchas, los pesares, las melancolías y las felicidades fugases y pasajeras. Habían transcurrido dos horas y Graco seguía durmiendo. Fue despertado por el sonido de la chicharra de emergencia del hospital, prendiendo y apagando una bombilla roja, ubicada en su despacho.
Graco se levantó del sillón, en ese momento entraba una enfermera que lo apuraba:
—Doctor. ¡Una emergencia!, acaban de traer un herido en un accidente.
Graco salió casi corriendo y se introdujo en la sala de emergencias. No pudo hacer nada; cuando llegó el herido, un joven, había muerto; venía con heridas que habían destrozado su cuerpo. Los doctores de guardia que lo habían recibido se
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miraban con tristeza. Graco regresó a su despacho, mirando al suelo y pensando que ése ser, sin saberlo, había creado su realidad, cosechando los resultados de sus propias acciones.
Ya en su despacho cerró los ojos y atrajo a su mente los recuerdos de sus sue- ños, resumiéndolos todos; dando como resultado una mezcla de las pasiones del hombre, representando el teatro de sus vidas y su fin último como consecuencia. Hizo una disección por demás arbitraria, pero que dejaba ver en toda su magni- tud las tragedias de los humanos. Unos aparecían con desgano y hastío, otros con miedo y espanto, unos mas con mayor valor y audacia, otros con desesperación y cobardía, seguían los del desprecio, descaro, ingratitud y desdén, había los de la esperanza y humildad, los de la bajeza, la burla, y la envidia —tristeza con odio— y el vicioso orgullo, el disgusto, la imprudencia; unos más eructando piedad, be- nevolencia, agradecimiento, estimación, magnanimidad, veneración, seguridad, satisfacción; también había los de la indignación; los de la añoranza, los del amor posesivo. Todos practicándolas individualmente o todas juntas. Cerrando el re- mordimiento como brújula inservible sin señalar ningún norte. Todos sus sueños se habían realizado como los había visualizado y cada término de vida respondía a una desarmonía de pasiones, creada en la superficie mental, en el pensamiento sencillo de las víctimas, la renuncia a cambiar lo que los conformistas llaman des- tino. Carecían de los elementos que da el conocimiento y la reflexión; no sabían que seguirían repitiendo sus vidas hasta trascender la imagen de la personalidad. Las voces de sus cerebros no las tomaron con responsabilidad. Ellas ahí estuvieron siempre, ellas crearon el miedo, el dolor, el “no puedo”, el odio, la ira, la decepción, la futilidad. Tomando voces, ellos las crearon y nunca se propusieron deshacerlas.
Había pasado el tiempo, Graco ¡cumplía treinta y nueve años! Habían pasado veinticinco años desde que vivía en aquel pueblo viejo. Sabía ahora que había na- cido dotado de una fina sensibilidad y que unida a ella sus prácticas de meditación y respiración le habían dado el juicio para comprender el porqué quemar etapas y avanzar más rápido en su desaparición y ascenso. Como doctor era reconocido como una eminencia; muchas sanaciones las efectuaba aplicando exclusivamente energía a través de sus manos y la acción de su cerebro, concentrándose; al grado que cuando esto sucedía él quedaba muy débil. Lo hacía con discreción, la vanidad y la presunción no habitaban en su yo; por regla general era un hombre medido, silencioso. A muchos les parecía extraño, otros lo concebían como un ser medio loco.
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Él creía que la locura aparente era un medio para alejarse de la misma, que contamina y enajena a la gente convirtiéndola en hojas movidas por cualquier viento.
El cúmulo de las acciones representaba para Graco al hombre enfermo, ca- minando por senderos torcidos, con sentimientos perturbados, mintiendo en toda ocasión por no tener fe en sí mismo. Esperando ser redimido de algo falso, viviendo en fiestas con aires envenenados por las adicciones y los placeres desor- denados, carentes de prudencia, anegados por la mediocridad, la negligencia y la conformidad. Sofocando su alma por la compasión, invadido por la veneración a ídolos, creyendo sin reclamo en las historias inventadas por las religiones. Y apoltronados en lo alto, los bien cebados predicadores, enseñando en sus sermo- nes a despreciar al cuerpo, envileciendo al sexo, anatemizándolo, como pecado; embaucadores, tramposos, haciendo de la pobreza una virtud y de la riqueza una cualidad, pidiendo humildad y resignación; prometiendo premios y amenazando con castigos infamantes para el “más allá”, apropiándose de sus designios de re- presentantes de lo divino, para ser perdonadores de las pasiones que ellos mismos ponen en práctica. Llaman a la castidad una gloria cuando es un vicio, y a las mortificaciones grandeza cuando es un placer. En otro lado, a la misma altura que los hace concertar: a los jefes de Estado, comediantes que roban, mienten, traicionan, reprimen; usando el poder, para con su orgullo y vanidad dar origen a las matanzas, creando las guerras. Discriminadores que a cada momento, en su necedad, depredan a la naturaleza, poniendo en riesgo la existencia de la Tierra. Camisas de fuerza imponen unos y otros. Y por todos lados, en todos los rincones, reproduciéndose el dolor, el hambre, la sed. Jefes usando los peores sicarios para cometer los crímenes más espeluznantes. Mafias de delincuentes envenenando a la juventud. Sociedad de consumo enloquecida por atesorar. Ambicionando cada vez más y más. Corporaciones mundiales creyendo —como acto de fe— que el mer- cado es el poder, que la especulación es el éxito. Y todo este panorama es producto de la conciencia colectiva de la humanidad que crea esa realidad. ¡Cuánto se hacía necesario hacer un alto, y cambiar de camino!
Las vivencias de Graco le indicaban otro rumbo, otro sendero. Como estu- diante apenas con veinte años de edad, practicó mucho, diseccionando cadáveres en el anfiteatro de la Universidad Nacional de México. Palpó, observó, estudió todos los órganos del cuerpo, su forma y ubicación, las funciones que realizaban, las enfermedades específicas de cada uno, quedando sorprendido por la maravilla
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de la maquina humana. Lo que más atrajo su atención fue el cerebro, como centro de mando de los actos reflejos y volutivos.
Quedó claro para su inteligencia la disposición de las diferentes partes que lo construían. Primero estaba la neurocorteza, cubriendo toda la periferia de la ca- beza; abajo venía el cuerpo calloso; después el tálamo, el hipotálamo y la glándula pituitaria. Abajo de la neurocorteza, en la parte baja de la cabeza, por la parte de atrás, estaba el cerebelo bajo, o cerebro reptiliano, conectado a la glándula pineal, y al final el cerebro raíz, seguido por el cordón espinal, unido a la columna ver- tebral. Quedó impactado al descubrir cómo esa pequeña masa encefálica era el principio y fin de todo y despertó a un conocimiento de las funciones del cerebro, que le llegaron sin pasar por la enseñanza, como si siempre hubiera estado ahí y hasta ese momento se pusiera de manifiesto. Funciones explicadas en función del ser, del yo, despojándolas del mecanicismo físico.
En el cerebro superior o neurocorteza estaba asentada la personalidad, que además controlaba al cuerpo, los gustos y las aversiones, de sus neuronas depen- dían los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Atrás de este cerebro recibe, a través de una complicada red de nervios, las señales que dan lugar a la formación de las imágenes que percibe y se representan en su parte trasera. Los ojos no ven, el que ve es el cerebro; los ojos son lentes de espejos que se abren o se cierran de acuerdo al estímulo de la luz, limitados a una corta longitud de onda. Igual pasa con los demás sentidos: al recibir los estímulos, mandan sus señales a la neurocorteza del cerebro superior y éste las integra, trayendo a la realidad la reacción al estímulo.
Siempre, en este caso, el cuerpo sigue al cerebro; éste vibra en una longitud hertziana llamada normal. Luego viene el cerebro medio, conectado con todas las glándulas del cuerpo.
Da las visiones, procesa todo lo que pensamos y lo transforma en sentimien- tos. Este cerebro vibra en la longitud del infrarrojo, más rápido. Luego está el cerebelo o cerebro bajo, situado al término del neurocerebro, atrás, en la parte baja de la cabeza, conectado con todos los sentidos. Es un cerebro sonar, es el dios interior que supervisa todo lo que pensamos y hacemos, acumula conocimientos sobre eones, sabe todo lo que ha existido; es el radar de la cabeza, está conectado a la glándula pineal, que es del tamaño de un grano de trigo; ejercita el sexto sen- tido llamado intuición, emite los mensajes inconscientes cuando se presenta algo anormal. Cuando percibe peligro, a través de la pineal envía adrenalina al orga-
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nismo, con lo cual la piel se eriza, el corazón se acelera, las pupilas se dilatan, y llegan mensajes de auxilio al cerebro, como señales de radio. Es un fenómeno de sincronía causal, ósea; sucesos en sincronía perfecta. Las premoniciones causadas por la intuición se dan por impulsos o corazonadas. El sexto sentido posibilita el desdoblamiento astral, paranormal, hechos sobrenaturales, como evadirse en el tiempo y espacio, dejando futuro y pasado. La meditación y concentración lo agitan en vibraciones altas. Después viene el tálamo, que es un guardián que dis- crimina. Al final está la frente, lugar sagrado llamado lóbulo frontal, abierto a la neurocorteza, al cerebro medio y al cerebro bajo.
Tuvo conocimiento de que toda la masa que compone la materia era igual a solidez y energía. Profundizó y concluyó que la constitución de todo lo que existe está formado por partículas girando entre espacios. Que la partícula es energía ondulante, que al mirarla, toma una posición estática, se vuelve sólida porque así lo deseamos; es decir, la observación elige el estado en que debe estar la partícula. Que el universo es un campo unificado de fuerzas, compuesto por la gravedad y el magnetismo. Definió por todo ello, intuyó que la fuerza cósmica es a la cual, como partes componentes, hay que servir y obedecer.
Su mente se cubrió de pensamientos que en silencio le gritaban su presencia, saliendo de la normalidad del mundo en que vivía. Podría de hecho parecer un tipo o todos los tipos de locura, dando lugar a la ansiedad. Abrían además un pór- tico en su conciencia, que acumulaba experiencias y que con el tiempo formaban los pisos de una estructura nueva, bella y sutil. La curiosidad insatisfecha, en esa época de Graco, lo llevó a ser asiduo visitante de bibliotecas, buscando en los libros viejos las enseñanzas antiguas, enseñanzas mantenidas en forma hermética para los muchos que no las buscan. Así conoció los siete sellos del cuerpo humano, sellos de la conciencia. El primer sello selocalizaen los genitales, y representa la pro- creación y supervivencia. El segundo sello se ubica en el abdomen y representa el dolor y la pena. Éste se asocia frecuentemente al primer sello. El tercer sello en el plexo solar, representando el poder. El cuarto sello, en el centro del pecho y conectado a la glándula timos, representa el principio de la transmutación, es la trayectoria del despertar espiritual. El quinto sello localizado en la tiroides representa el lenguaje y la vida verdadera sin dualismos. El sexto sello está en la glándula pineal y representa la actividad, cuando la energía comienza a penetrar el inconsciente. Finalmente, el séptimo sello, llamado coronario, cuenta con una actividad química de la glándula pituitaria al cerebro latente.
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Los siete sellos forman dos grupos: el primero compuesto por los tres pri- meros, constituyendo la conciencia social, la imagen; la materia consiente que crea la realidad física. El segundo grupo, formado por el cuarto sello al séptimo, son activados y disuelven la imagen o la dualidad, y colectivamente formulan el espíritu del cuerpo. La conciencia objetiva crea espiritualidad o una realidad in- finita. También llegó a entender al hipotético triángulo que representa los siete niveles de conocimiento, los siete niveles de longitud de onda, donde se dan otros mundos y otros niveles de conciencia, vibrando el tiempo y la energía más lento en la base y más rápido en su vértice superior; en otras palabras, vibran de menos a más a medida que se asciende. En la base se encuentra el nivel hertziano; el se- gundo nivel es el infrarrojo; después el nivel de la luz visible; le sigue el nivel del ultravioleta; viene arriba de este nivel el de rayos x; después el nivel de los rayos gama; enseguida el nivel del infinito, y al final, en el vértice, lo que se llamaba el punto cero.
Del primero al séptimo nivel, el ascenso representa la evolución, y hacia abajo representa la involución de los seres humanos, animales vivos y cuerpos de materia, sólida, gaseosa y líquida, como la conocemos. Profundizó en estos estudios y otros. A los veinticinco años, estaba maduro para encontrar respuestas a los interrogantes surgidos de estos conocimientos, convencido de que sin buscarlo se presentaría alguien como su maestro para guiarlo y afianzarle todos los pensamientos que ya formaban su entorno diferente al de todos los demás. Y así fue.
Un día que ascendió la Pirámide del Sol, en Teotihuacan, donde Quetzalcóatl vivió en meditación y se retiró mil años antes del calendario de esta época. Es- tando en dicha pirámide, “donde el individuo alcanzaba la categoría de ser celeste por la elevación interior””, se le acercó un hombre viejo y, como si se conocieran de siempre, comenzó a frecuentarlo y a mostrarle la forma de crear conciencia y energía.
Tardó un año en dominar la práctica para profundizar a otros niveles de conciencia. Él intuía que su maestro era un ser superior, sumamente evolucionado, que había tomado posesión de ese cuerpo cargado de años.
De un momento a otro desapareció, sin decir nada. Él lo entendió y pensó que estaba preparado para terminar de cambiar su realidad. Graco regresó a los pabellones del hospital, su actividad como doctor era extenuante y como director sumamente cansada. Él sabía que constituía su principio y su fin en la sociedad: servir, mitigar, auxiliar con su capacidad inmensa de dar y paliar, en parte, el
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dolor y el sufrimiento de sus semejantes. Pasaron los años, enterró los ídolos que le impusieron de niño y siguió practicando a diario las enseñanzas del viejo, para avanzar en el conocimiento del principio en él, trascender su ego, despertando su dios interior; encontrarse a sí mismo y volver a sus raíces. En otras palabras, des- pertar, dejar de sentir lástima, alejar, con pasión y voluntad, los pensamientos de rechazo, abandono, miedo, debilidad, negación, superstición y crear otra realidad personal, usando la conciencia y la energía. Concentrarse en un trabajo sagrado para cambiar y crear, aprendiendo a querer.
Cada día aceptaba con humildad lo aprendido, esperando su transformación, que hacía tiempo se iba dando con lentitud, pero se daba, y avanzaba. Al principio, cuando inició sus prácticas, sentía que era una actividad dura y ajena; pero en el presente ya no le parecía tanto. Usaba al máximo el total de su cerebro, sabiendo que su cerebro superior —la neocorteza— vibraba en la base del triángulo. Era lo que llamaban “normal”, color café hertziano. Seguía su cerebro medio, que vibra- ba en el infrarrojo, más rápido, el cual daba las visiones del lóbulo frontal, cuando se dejaba de escuchar el cerebro superior; pasando a su cerebro bajo —cerebelo— o subconsciente, que vibraba hasta el punto cero, supervisando todo lo que pensa- mos y así acumulando el conocimiento sobre eones, de nuestro pasado inmenso y nuestro futuro, también sin fin. Al saber más que todos los demás cerebros, y lo- grar la conciencia profunda alterada que conlleva el saber de todas las longitudes, su cerebro se podía comparar con una computadora perfecta.
Graco, estando solo en el despacho o en su casa, con un silencio profundo rodeándole, empezaba su rutina, para lo cual, procedía a quitarse todo metal del cuerpo, poniéndolo lejos. Aflojaba su cintura, se quitaba los zapatos, se sentaba en una pequeña almohada, para que su trasero quedara arriba del piso, elevado ligeramente. Doblaba sus piernas, adoptaba una posición recta estirando la colum- na con los hombros hacia atrás. Sabía que la energía iba por atrás de la columna. Regulaba el aliento, consciente de que el cerebro bajo controla la respiración. Ahí empezaba a poner la intención.
A continuación colocaba las manos a la altura del corazón, la derecha encima de la izquierda, volviéndolas hacia atrás y repitiendo. La energía se mantenía en un campo magnético. Movía la energía del sexo, al estómago, a la cabeza, al ce- rebro bajo, hasta el infinito, cerraba los ojos, poniéndose un antifaz, respirando y creando energía. Bajaba sus manos calientes a las rodillas, para luego hacer el sonido de la salida del aire por la boca. Volvía a inhalar lentamente por la nariz
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sin esfuerzo, reteniendo: pensando en la palabra “paz”. Aguantaba la respiración, apretaba abajo, soplando con fuerza hacia fuera, exhalando. Volvía nuevamen- te, manteniendo los ojos cerrados, aguantaba pensando en la palabra, en el lóbulo frontal, soltando hacia fuera: paz. Respiraba poderosamente, no pensaba en nada, solo en la palabra con una intención. Reteniéndola en la boca, y cuando la veía clara, la expulsaba, apretando el recto. Pensaba en lo que quería cambiar o curar; por unos instantes, apretaba los músculos de las nalgas y el abdomen, respiraba, veía la palabra clara y la arrojaba con pasión e intención, no pensando en la respi- ración, aquietaba la mente para ver el vacío y aclarar el lóbulo frontal, soplando y enfocándose en la nada.
Luego daba tres respiraciones poderosas, veía el vacío con los ojos cerrados, pensando en mover esa energía al cerebro, como si mirara por una ventana en una noche oscura, viendo la nada. A continuación colocaba las manos en el cuarto sello; con los dedos de la mano derecha creaba una triada, tratando de verla en el lóbulo, descansando su mano en la rodilla izquierda. La llevaba a la rodilla derecha, haciendo una pausa, viendo en su mente el ángulo. Enseguida hacia la línea a la frente, hacia la triada en la mente, no pensaba en nada más, con sus dedos al centro de la frente, en medio de la nada, lentamente, concentrándose, despacio, sin prisa, haciendo el triángulo, sintiendo el triángulo. La actitud lo era todo.
Memorizaba las palabras que representaban los hechos que quería deshacer y los que quería crear. Volvía hacer la triada, hasta volver a hacer el vacío, olvidán- dose de todo. Tomaba la palabra, la enfocaba en el lóbulo, y cuando la veía clara, la exhalaba por el aliento, repitiendo tres veces por cada palabra. Así cambiaba el nivel de conciencia. Volvía sus manos al corazón en posición de conciencia y energía, concentrándose, seguro de que no existía nada, solo lo que estaba orde- nando, repitiéndose que él podía hacerlo, que el era más que su cuerpo. Sabía que podía hacer cualquier cosa. Nunca se daba por vencido. Terminaba rindiéndose, estirando la espalda en el suelo. Ponía sus manos en cualquier parte del cuerpo que quisiera vitalizar o sanar por si estuviera enferma; se relajaba, sin dudar de él, aceptaba lo que había creado. Sintiendo la felicidad como un estado mental.
Se levantaba con el corazón contento, sintiéndose bien en su vida. En suma, observaba la realidad a través del cerebro bajo, el cerebelo, todo era más que vida y creencia.
Con la práctica constante, comprendió que todo lo que existe debe fene- cer en este plano y hundirse como luz en el crepúsculo, perdiéndose en el oca-
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so. Llegó a saber que el retorno es eterno para el pequeño, llegando el tiem- po de transformarse buscando la libertad. Y se dio cuenta de que él vivió en el plano terrenal millones de años, existió infinidad de veces, siempre bus- cando crear algo superior y morir, prolongando en un instante la eternidad. Había pasado el tiempo, hacía mucho se encontraba en un hospital metodista de Nueva York. Esperaba un gran acontecimiento codiciado por todos sus colegas. Quizá por ser el decano de la comunidad científica médica de los Estados Unidos, fue nombrado como representante al Congreso Médico Internacional, a realizarse en la ciudad de París, a finales del mes de junio.
Para estas fechas la ciencia había vencido las enfermedades lacerantes, morta- les como el cáncer, el sida, la diabetes, el mal de parkinson y el alzheimer. El avan- ce en los mecanismos del genoma humano era espectacular. Sin embargo otras enfermedades nuevas habían aparecido, causadas por la necedad del hombre por querer manipular solo la materia en este plano, sin considerar que si no se cambia el medio ambiente, profundizando la conciencia y elevando los pensamientos a otro nivel, la herencia deja de unificarse con la chispa que le dio razón de existen- cia en otras longitudes.
El doctor Graco Lavin estaba de pie en el embarcadero, esperando abordar el buque que le llevaría a Francia. Todavía no había oscurecido, la bruma empezaba a caer, la claridad que aun existía dejaba ver una bandada de gaviotas volando rumbo al norte. Vio alejarse la bahía de Manhattan, cuando el barco se lanzaba al mar, sobre la superficie, cubriendo su profundidad. En un momento indeciso todo había oscurecido. Graco iba callado en el buque, sobre la cubierta miraba la inmensidad y una luna menguante que acababa de aparecer en el cielo, junto con miles de astros siderales visibles y millones invisibles, pero existiendo.
La figura del doctor, con una mano apoyada en el barandal, parecía una sombra confundida con una penumbra vaporosa que comía todos los lugares. Re- gresó a su camarote y procedió a realizar su rutina, sabiendo dentro de sí que ese viaje de veinte días no iba a tener arribo para él. Pensó que donde estaba su ori- gen, estaba su extinción, y que prolongar en una eternidad un instante era formar parte del manantial, sin espacio ni tiempo; que la idea que había experimentado en la materia caminaba apresuradamente al punto cero, donde los aspectos sobre- naturales no tendrían razón en este plano de existencia.
Recordó a Raquel, su madre, y sintió ternura, y al mismo tiempo sabía que ella había sido fiel a la condición de la mujer, manifestándose como un enigma, llena de sombras.
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Faltaban siete días para que llegara el buque a su destino. Él intuía que ése era el día. El cielo se cubrió de nubes tormentosas y se vino la tormenta. El mar tempes- tuoso se agitó; las furiosas corrientes de un viento frío, con movimiento huracanado, azotaban el barco, junto con grandes y devastadoras olas que golpeaban, con golpes secos, el casco de la embarcación que se bamboleaba, como una pequeña nuez sin re- poso, en un estanque agitado.
Graco, con calma en su camarote, se puso un abrigo grueso de lana y fue al encuentro —era necesario— de su sueño. Salió a la cubierta y caminó con dificul- tad hacia el barandal del buque, aprisionándolo con ambas manos, dio la vuelta y se puso de espaldas hacia el mar, mirando hacia las claraboyas amontonadas y los ojos de buey incrustados, iluminados en los camarotes. Estaba empapado, el agua le corría por todo el cuerpo. En un momento levantó con un tiempo, casi estan- cado, sus brazos hacia los cielos. En un segundo, de lo alto de la atmósfera, en una oscuridad negra, completa, fue iluminado por un rayo que hizo contacto con su cuerpo y se transfiguró, convirtiéndose en una entidad espiritual energética, en una luz de toda eternidad, que fue alejándose, recorriéndose lentamente hacía el espacio exterior, hasta desaparecer y formar parte de un manantial sin principio ni fin.
Al día siguiente llegaba a la sociedad médica en Nueva York un email, prove- niente del barco:
Informamos que el 21 de junio del año de 2145, en un grave accidente, se da por desaparecido al doctor Graco Lavin. Capitán Eduard Taylor.
Al leer esta relación de hechos, a cual más, va a decir molesto: ¡Mentira! Pero al manifestarse así, implica que se piensa en lo contrario: ¡Verdad! Quie-
re decir que se está inmerso en esa dualidad encuadernadora de la conciencia. En fin, nosotros decimos, que esta historia fue un sueño que tuvimos y que la creencia de la misma estará en función del nivel de conciencia que tenga el lector.
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DESGRACIA EN EL CAMPO
En la casona oscura y carcomida, las paredes amenazaban con venirse aba- jo, nadie se tomaba la pena de pensar; tan pesada y fastidiosa era la exis- tencia. Hacia tanto tiempo que en la Hacienda de las Truchas, surgieron los lujos, los amoríos, las penas, los temores y los terrores. Ellos se ha-
bían perdido en el polvo del tiempo y la leyenda. La Hacienda, ahora convertida en cenizas, no quería rodar a los suelos y terminar su existencia en un montón de cas- cajo, ante la mirada de un cielo burlón y borrascoso. Continuaba dando albergue a la familia de Felipe, María, Soledad y su pequeño Rafael. Campesinos con nudos de nervios en el alma, con tristezas infinitas, con lloros, necesidades y noches en vela. Lo que se mantenía en pie de la pobre construcción era un gran salón, que antaño sirviera de granero. Actualmente las lozas del piso en su mayoría estaban carcomidas y otras habían desaparecido, sacadas de cuajo por el viento, por el uso
o por la muerte.
El humo del fogón hacía llorar y gritar su exigencia de libertad, quedaba preso, acorralado en paredes rumbosas, y con la costumbre ennegrecía a los moradores, sombras errantes y sin alma.
Rafael retozaba, corría cazando saltamontes, juntando cucarachas o tortugas, jamás pensaba en su futuro, la niñez y los deseos infantiles llenaban su mundo y su cielo.
Felipesentíapesarsobresílascadenasdelavidaylereprochabaconstantemente a María, como si ella fuera la culpable de encadenarlo. Era inmensa la impotencia para romper la miseria que los ahogaba. Patético se veía sentado en cuclillas ante el resplandor del fogón. Hombre fuerte, ancho de hombros, con grandes cejas negruzcas en espantoso desorden y un cabello falto de vida, plegado hacia atrás por la fuerza de soportar un sombrero ancho; mascullaba ideas entre sus dientes de fiera y sus manazas de bestia inconforme, con gran tristeza, con furia mezclada. Se rebelaba y quería romper el cinturón de miseria y ser algo, aunque fuera sin responsabilidad, ¡a él qué le importaba! Todo, menos seguir el sendero estrecho
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donde un destino que él no había pedido a nadie lo mantenía inerme e incapaz.
—Oye, María, estuve con el compadre Darío y… —hizo pausa.
María lo interrumpía, mientras apuraba con un aventador a las brasas, dándole vida a los leños que crujían al sentir el aire y el aumento de calor.
—Darío y sus ideas, ¿no ves que sueña? Y qué… vamos, ¿qué nuevas trajo ahora que fue a la feria de San Juan?
—Pos nada. Es que estoy animándome a irme con él, siempre vende algo y no se amuela tanto. Él sí que es listo.
—Bueno, ¿y la tierra? —Volvía a interrumpir María con gran calma y simulación. Bien sabía el temor que experimentaba conociendo a Felipe, ¿qué haría sola? ¿A quién recurrir si no vuelves pronto?…
—¿La tierra? Estoy desesperado, ¿no ves hasta donde nos mandaron? No te olvides lo que le debemos a don Enrique, con esta cosecha hay que pagarle y ¿qué queda agregando intereses? ¡Nada!
—Nadie muere en la víspera, ten paciencia, primero dios. A’i con el tiempo se compondrán las cosas —contestaba María, aparentando seguir con su calma, cuando en verdad sentía una angustia que le roía sus entrañas cual buitre salvaje, sucio y hambriento.
—Pos sí, primero dios… pero aquí ni el diablo nos ayuda, estoy harto de esta vida, otros progresan y uno sigue pega’o a esta tierra, igual de jodido. Y todavía sales con que hay que tener paciencia.
Colérico, profería las palabras sin que hubiera acuerdo con las ideas. María callaba. Felipe le dio una fumada grande a su cigarro de hoja. Igual que si le faltara el aire, se le quedó mirando estúpidamente a la brasa, y como si conversara con él mismo dijo:
—Me voy. Si al cabo nomás son quince días. Quisiera poner algo, pero más que sea así.
—Yo quería hacerte el gallo, mañana es tu chango, da mucha lata, como no tiene gallinas. A más, ¿ya lo pensaste bien?
—Está bien pensa’o. Apúrate a las memelas.
Se hizo un silencio en el ambiente. Rafael devoraba sus frijoles de olla, sus ojillos vivaces veíanse temblorosos, claros; la tez morena brillaba y su cabello sucio de polvo se movía al rascarlo furiosamente con la mano y lastimar la cabeza llena de alimañas. Habló a Felipe:
—Papá viene pronto.
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—Claro, muchacho, ¡claro! Es noche, vamos todos a dormir.
La abuela Chole, como le decían, no había intervenido en nada. Acompañaba a los suyos, pero se sentía sola. Lo único es que la luz del nieto le volvía el calor de su mejillas arrugadas y colgando. No olvidaba, además, aquella ocasión en que Felipe, borracho, le había aventado a la cara lo de “No se meta vieja, o apoco le importa”. Nunca más intervino. No siempre los hombres hacen lo que quieren y… tan poco le quedaba, que ya nada ni nadie le auxiliaría más de lo necesario. Sudorosa y nerviosa, María pensaba al lado de Felipe. Quería encontrar un lazo para amarrar a su viejo, detenerlo, la duda la sobresaltaba; cansada, se volteo con la fragilidad de su cuerpo, ancho de caderas, con pechos abultados y carnes flojas.
Felipe pensaba en lo suyo, no le interesaba. Cada quien en su problema, los separaba una eternidad. Solo un soplido y se acabaría todo.
—Felipe, Felipe, ¿estás despierto?
—Sí, mujer, ¿qué quieres?
—Ahora yo, qué voy hacer sola, ¿tardarás mucho o nomás los quince días? Confórmate, a dónde vas que más valgas. A los pobres nos esta prohibido soñar. Hoy como sea la estamos pasando.
Felipe no contestó, en la oscuridad del cuartucho, acostado en el petate. Parecía un león acechando a la presa, cubriendo los alrededores con mechones en desorden; una melena; con ojillos saltones, opacos pero con gran fuerza de penetración. En su mente trabajaba sus planes, controlaba su angustia, sus desgracias y toda su infinita pena de vivir sin querer hacerlo al lado de una mujer: María. Sí, ¿cómo pudo suceder..? Los recuerdos pasaban fugaces uno a otro, como si fuera una batalla donde después de los preparativos se rompen las hostilidades. Así, se fijó como martillazo en su espíritu aquella actitud lejana de María —su prieta—, en un día pasado e incomprensible.
—No… No puedo, no lo hagas, mis papás…
—Yo hablo con Martín, no es cosa del otro mundo. ¡Oh pues! y por eso vas a llorar.
—Y el señor cura… tan estricto.
—Pos no le digas. Tú calla o si no me voy, no me quieres y mira que no vuelvo. Contemplaba a María adolorida después de todo, apoyando su delgado cuerpo en las puntas salientes de las piedras de la cerca que atajaba a los animales y a él, con una experiencia nueva, cruel y destructora, quería correr como un cobarde, no presentarse, pero no podía y lo hizo; ni modo, estaba castigado por
los remordimientos, ya no tendría salvación fuera donde fuera.
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El mugido de las vacas y el croar de los grillos habían cesado, la frescura de la noche perfumaba el ambiente. Las mujeres en el rancho, a la puerta de sus chozas, hablaban, miraban y sonreían irónicamente. Pasaba la pareja con los ojos en alto, pero lo quebradizo del percal de María, la oscuridad de silencio y lo asustadizo de Felipe los delataba, colocándolos en la hoguera del sacrificio, en el altar de lenguas y dientes sucios de los que vivían para los demás y no para sus traumas y tumores. Recordaba —como olvidarlo— cuando María, casi en un ataque de histeria, le había dicho:
—¡Vete! Déjame arrastrar mi vergüenza.
—Y ¿por qué?, ¿por qué?
Como pudo contuvo el torbellino que le sangraba las emociones —no escuchaba a María—. Como un torrente silencioso que al caer nace a la furia y escandaliza a la naturaleza, Felipe ahogo en su alma el porqué, mas pronto reaccionó:
—Sí, vieja, me voy solo, mañana le vendo a don Enrique la yunta, que me de lo que sobre. Algunas chácharas compraré por mi cuenta.
—No, Felipe —a María se le desmoronaba el mundo, se le escapaba de sus manos—, falta escardar la milpa.
—Ya después será. Por lo pronto deja dormir.
El impacto que recibe un chivo cuando le desgarran la garganta y la sangre a borbotones fluye de la herida, hasta que su miembros que en espasmos resisten a la muerte quedan quietos, así fue el choque que María recibió; enterró sus manos curtidas por el trabajo en la dura almohada y desató el nudo de su garganta. Como cataratas sus ojos soltaron las lágrimas en ríos silenciosos, húmedos; anegadas sus mejillas, suspirando como autómata, la venció el cansancio y durmió a la fuerza. Cuánto hubiera deseado no despertar jamás.
Lloviznaba, un tictac eterno presagiaba muerte, tristeza, cansancio; nadie hablaba, era inútil. Hay veces que sin decir nada cuánto desearíamos la comprensión. Los preparativos estaban resueltos, María había hecho un itacate con tacos de frijoles con salsa de tomate para el viaje.
Llegó el momento, un minuto más parecía una inmensidad y una consolación. Chole quebraba habas en una piedra porosa frente a la entrada del edificio corroído de la hacienda; Rafael, de la mano de su madre, esperaba a su padre.
—¿Qué hago, mamá Chole? —Una esperanza, una solución, esperaba María de la boca de la vieja.
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—Nada, María, al hombre hay que dejarle ir errante, sanará con la protección de dios, no te preocupes hija.
Enérgico, Felipe se despidió de los que componían su mundo.
—Pronto volveré, María.
—No tardes, viejo.
Quiso echarse a su cuello, aprisionarle, llorarle, arrastrarse a sus pies, pero para qué, si su derrota se había decidido aquel día pasado en el que fue estrujada y sacrificada ante algo deseado, pero desconocido.
En la lejanía, Felipe era un punto, hasta que no fue nada. Algo así, pero desconocido, fugaz e impotente. La tierra húmeda se vaporizaba a la salida de un sol amarillento y cansado los pájaros zambullían su plumaje en los charcos. Temblaban al mismo tiempo que gorjeaban, gozosos del cambio del tiempo. Un hombre siempre es apoyo, sin él en el campo la desgracia se enseñorea, el ambiente y la necesidad ahoga a los infelices.
Rafael, tristón, sintió que ahora solo él ordenaría, igual que el macho que deja enlodado y sangrando a su enemigo, confirmando su muerte, aullando a los cuatro vientos, sintiéndose jefe, dueño del rebaño de buenas hembras. Qué iluso, su pequeñez no tenía la fortaleza para edificar castillos.
—Mamá, ¿ahora con qué escardamos?, ya esta buena la milpa.
—No desesperes, hija, Felipe no tardará.
Ella misma sabía sus mentiras porque su “pronto volverá” estaba preñado de dudas, como escombros amontonados a la orilla de un barranco, desechables o no, pero al fin simples cascajos, como escarabajos confundidos con la negrura de la tierra.
Mirando a diario los puntos de la lejanía, queriendo descubrir en un arbusto la figura conocida que no venía, que no se aparecía, para goce de una familia abandonada a las fuerzas de una mujer, los dolores incurables de una abuela y la mocedad de un muchacho irritable y perezoso. Pasó el tiempo, sintiéndolo cada momento. El sol calcinaba la tierra, mientras la abuela, con mano temblorosa y el andar mecánico de muñeca de sololoy, preparaba lo poco que el campo otorgaba. María, con un sombrero heredado del esposo y la pesadez de sus cinco enaguas, apuraba a dos vacas flacas uncidas que jalaban con esfuerzo un arado de madera. Los bueyes costaban mucho y esas dos bestias habían sido una ganga
—la mitad de la tierra—. Además, si no fuera por las ubres chupadas, cualquiera diría que eran machos. El arado hendía su punta en la tierra, rajando y agrupando en torno a las matas de maíz la tierra pastosa, terrones negruzcos; María corría,
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frenaba. Duro trabajo para una mujer contener una yunta aunque fuera de vacas. La piel, otrora apiñonada, marcaba la agitación por las grietas, exudaba gotas calientes, saladas y sucias. María levantaba una de sus enaguas y sin miramientos se limpiaba la frente, continuando con su ardua tarea. A lo lejos un perro echado miraba con infinita tristeza al tronco de carne que corría de un lado a otro, y allá más lejos se escuchaba el aullido de un ferrocarril deslizándose en la pradera llena de matorrales.
—¿Qué necedad es ésta, María? Va pa’ diez años y no te doblegas.
—No diga, mamá. Quiero que me encuentre aquí donde me dejó.
—Pos sí que eres tonta y terca, pero allá tú. Mejor harías en dedicarte a tu hijo, está abandonado, anda de vicioso, él es el que cuenta.
No pudo darle atención a Rafael ni dedicarse a él; sus pensamientos volaban en confines lejanos, el hijo más tarde sería. Se le escaparon veinte años encaramada en una fe añeja.
A Rafael por su lado se le veía por los callejones y cuestas empinadas del rancho, con las costras de mugre en las manos, en los pies callosos y descalzos. Los harapos roídos en todo el cuerpo dejaban ver sus huesos descubiertos, flacos con hambre inmensa. Algunas llagas aparecían brutales en toda su espantosa historia.
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Los muchachos hacían con él lo que él hizo con otros; burlarse, apedrearlo, gritarle: “Loco, acá está tu padre, ¡ya llegó!”.
Tembloroso, tambaleante, volteaba a todos lados, como siervo que advierte el peligro pero no sabe de dónde viene, y después, se acurruca en cualquier rincón. Lloraba, las lágrimas —¡odiosas lágrimas!—, cómo se lastimaba él mismo. Los golpes le dolían mucho. María, acostumbrada a llevar su cruz, su calvario, aceptaba sin sentir la triste suerte de Rafael. Chole enfermó y no pudo levantarse más, aunque le seguía el brillo vivaracho en sus ojos y el latido de la llama de la vida.
—¡Paralítica!, solo esto me faltaba.
Casi gritaba María, mezclando odio, pasividad, tristeza, resignación:
—Qué desesperación, dios mío, ayúdanos.
El silencio confirmaba sus plegarias, que como palomas aladas querían llegar a la región desconocida. Cuando estaba en contacto con su dios, escuchó una voz hosca, torpe:
—Ma, ma, la, agu… ela.
Un resorte al recibir un peso se doblega, pero al cesar la fuerza bota a su estado inicial. Esa fue la reacción de María, viendo las condiciones en las que llegaba aquel caro hijo. Se puso de pie y lo abrazo, pero Rafael se desplomó y empezó a convulsionarse de manera desastrosa, a entornar los ojos y soltar un líquido viscoso, baba espumosa, por la boca hinchada, escaldada; los dientes flojos y las encías amoratadas. Perdida su conciencia se retorcía como culebra que cambia de posición al matar una rata y deslizarla más tarde a su intestino elástico. La abuela, imposibilitada para levantarse, bramaba por su nieto, como aquél que ahogándose trata de salvar a otro que se hunde en las aguas traicioneras de una laguna, la laguna de la muerte.
El hilo se reventó y el cuerpo inmóvil e hinchado de treinta y cinco años fue limpiado. Brillaba irónicamente, cual porcelana lavada; el rostro rojizo parecía que reía de las injusticias.
—Cuánto pesa. Y eso que estaba flaco.
Comentaba uno que cargaba con otros la rústica caja. Atrás, un grupo reducido de campesinos con las manos cruzadas a la espalda, cabizbajos, contaba las piedras de la calle que llevaba al cementerio, al panteón. Poco les importaba el muerto, seguían lentamente al féretro.
María, triste María, estaba cansada y desesperada. En sus oídos chocaban, golpeando con fuerza, las palabras huecas de perdón y amor al prójimo que el
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cura lanzaba en la oscuridad del agujero donde reposaría el borrachín, o ¿acaso no le decían así los mayores, los decentes? Cuánto deseaba que se acabara aquella comedia, su hijo estaba con ella y ella con dios. El cuerpo era la suciedad, suciedad porque el pobre lo usó y se destruyó. Pero ella amaba entrañablemente a su hijo.
María ya no quería nada. No le preocupaba su muerte, vegetaba al cuidado de Chole, que aunque una carga, era su madre. A veces, a pesar de ella, sentía ganas de ahogarla, agarrar su cuello de arpía y cerrar sus enflaquecidos dedos, tantas habían sido las vigilias y las noches vacías, en blanco.
Y un día vino en la cuenta del rosario para arrojarla más y más al abismo profundo, donde se había desarrollado su existencia y, sin más ¡amaneció muerta, la vieja! Abandonada, sin auxilio para su tránsito al más allá, sin saber sus últimas palabras o quejidos, sin saber su última voluntad, al final daba lo mismo.
María no lloró. Aunque lo esperaba se quedó estupefacta. Después, le atacó la histeria:
—Ja, ja, ja, te moriste, mamá, y ora ¿con qué te entierro? Ja, ja, ja, te quedas sola, cuídate mucho ¿sí? Mucho, ja, ja, ja, ¡muerta! Maldita tú y toda tu raza vieja de víboras, ahí viene… ten cuidado, te agarra, ¡suéltalo! Corre el señor, está contigo.
Fuera de sí, completamente loca, salió de la hacienda derruida, se arrastró, desbocándose, cayendo y levantándose. Vino su salvación, olvidando todo, absolutamente todo. Detrás de la montaña arrastraba su existencia, anciana, arrugada, pidiendo caridad; bondadosa, todo lo justificaba, santificando la maldad del mundo.
Viejísima, aparecía y desaparecía, como una arruga, cabalgando a lo largo de veredas sin saber a dónde descansar su miseria, después de haber perdido todo, hasta el alma.
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LAS ALMAS GIGANTES
Temeroso y vagando en vastas distancias, quise asirme del principio, mas la muerte, en su devenir, con terroríficas explosiones desintegró mi materia en energía, la cual circundó la Tierra, en el camino de vi- braciones que yo mismo produje, miré, sentí, pensé, en el arranque
majestuoso, mas triste, de la vida.
La Tierra, un minúsculo punto de energía, hija de una fuente mayor: el Sol, que a su vez es tan pequeño cuando se compara con millones de otras estrellas de la Osa. Sol que en turbulento estado giraba y cuya energía gaseosa se solidificaba con los fríos siderales. Cuando ello sucedió, la materia apareció y escondió su faz ante nubes tempestuosas que rodeaban a nuestro planeta. La energía criaba, amamantaba en su guarida a la desintegración, mientras tanto el Sol, con inmensa energía, continuaba bramando de cólera ante una forma que no quiso producir.
La Tierra, oculta en la noche más eterna, sintió un tumor que se liberaba de su tutela, que saltó tratando de huir y que fue atrapado en sus anillos de atracción. Tuvo que acompañar a la vagabunda y ayudarle en la creación y transformación de energías en existencias. En la noche todo fue materia… las montañas gigantes al emerger y el mar embravecido golpeaban el silencio eterno. La poca energía se escondió en el fondo, en las entrañas de la Tierra.
Las galaxias consolidadas en una sola fuente contemplaron con estupor la desgracia del espacio y contaban con tristeza la muerte por vejez de su estrella hermana, el Sol. Este hizo un esfuerzo gigantesco con el que se comprometió, con el que se obligó a reintegrar lo que había soltado, triste realidad: jamás podría regresar al principio. Así… de su faz salieron dos abanicos de luz que envolvieron a la Tierra y disiparon, asentaron a las tormentosas nubes, los abanicos de luz brillante bañaron en su peregrinar al planeta. Su intensidad majestuosa golpeaba con fuerza a la materia y la iba minando, poco a poco modelando, pero aún así, la lucha la estaba ganando la materia. Sólo había una forma de apoderarse de ella: introduciéndose en su formación. Fue sedimentándose todo el caudal de energía
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hasta que quedó esparcida en toda la faz circundante. Fatigada la estrella dismi- nuyó su bombardeo de radiaciones, y lo transformo en un calor benigno. Brillaba intensamente la Tierra; un color de rosa invadía su rostro plegado por la energía que se deshizo por todos los rincones. Empezaba su tarea desde dentro. Una rama del abanico alimentó el nuevo nacimiento. Con los rayos tomó la materia para solidificar, dar movimiento y vida al verde gigantesco. Empezó con una pequeña morada, los musgos, los cordaites, helechos, pero esto no la regresaba y no exis- tía la unión, eran formas incompletas. Siguió su incansable evolución, creyendo en la grandeza de las cosas, continuó con los licopodios, cicadáceas, calamitas, coníferas; pero solo al error conducía ese camino, la energía insatisfecha seguía aprisionada. Tomando, acumulando calor y agua quería liberarse y, no pudiendo, fatigada, empezó a descansar, sin aceptar su derrota.
Por otro lado, el segundo abanico fulgurante durmió más tiempo, observan- do el triste destino de su hermana, y cuando despertó, se encadenó en otro labo- ratorio gigantesco. Tampoco hubo liberación. Empezó dando forma a materias en errante movimiento; desde los tribolites hasta los ganoideos, peces; creyendo que si tomaba la energía de otros juntaría hasta el infinito. Empezaron sus pequeños triunfos, ya podía en forma de anfibio emitir ondas sonoras y tratar de organizar tanta desintegración, sin olvidar ni un momento el principio de su formación.
Llegó a enseñorearse cuando en su tubo de ensayo se generaron los grandes reptiles, probando muchas posibilidades, desde el sanguinario tiranosaurus rex y el pacífico triceratops, hasta el estúpido diplodoco. Sin embargo, comprobó el error en lo gigantesco de la materia, viéndose expuesto a la lucha con otras partí- culas de energía que tenían el mismo fin: la unión. Volaban en los cielos lechosos y marrones grandes pajarracos, y en los rincones inhóspitos, se movían animales criados con leche. Creía en su plan, cuando menos el movimiento estaba más es- pecializado que el de su hermano vegetación. Las ondas del tiempo continuaron su marcha y por fin la energía creyó llegar al término de su evolución, al arrebatar, con esfuerzo de siglos, el pensamiento. Intuyó que aunque limitado en la prisión del cuerpo humano podría encontrar el camino de regreso. ¡Qué fracaso! la ener- gía se limitó a la materia.
Para seguir tratando de desentrañar el misterio continuó su marcha, para existir tuvo que arrebatar, esta forma superior, las energías que a su alrededor luchaban por lo mismo y llegó al fin a comprender que no se vislumbraba ningún resultado, salvo la supervivencia. No estaba en condiciones de continuar después
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de tanta fatiga y empezó a minar, a destruir a la materia que la albergaba; ésta oponía resistencia. No quería ser energía, mas logró destruirla y apareció el estado muerte. Solución adecuada ya que no era posible sin esperanzas seguir por siem- pre en el cuerpo limitado.
Pensó que al volver individualmente a su estado original empezaría la rein- tegración en una sola forma. La energía de los muertos empezó a crear campos magnéticos alrededor del planeta; pero esas partículas de energía de cada muerte continuaban separadas en el cinturón que ceñía a la Tierra, y no conformes con ese estadio, regresaban tratando de crear nuevas prisiones.
Cuando atravesé el camino de vibraciones y quise continuar, fui rechazado, no pude seguir más allá de ese cinturón, tuve que regresar para volver a nacer. Creía en la acumulación de experiencia, pero al caer de nuevo en una, otra y más prisiones se perdía todo contacto con el pasado. Seguía de todas formas igual que mis hermanos, tratando de encontrar la explicación del misterio y continuando el esfuerzo para poder unirnos en una sola energía.
Pasaron millones de tiempos, nuestro cuerpo, nuestra prisión, la trasformá- bamos a voluntad, no necesitamos más de nuestros pequeños hermanos para vivir.
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El corazón, hacía miles de miles, lo habíamos sacrificado, podíamos existir hasta encontrar la solución a nuestra tragedia. Solo nos preocupaba la existencia solita- ria de los que ya no podían regresar y en el cinturón vagaban en estado original, eternamente como nosotros prisioneros. Cuando nos dimos cuenta con tristeza de que habíamos llegado al final de la carrera, empezamos a husmear en todas las estrellas, conocimos las más lejanas, no teníamos necesidades y, aunque presos, sobrepasamos el tiempo y la distancia. No encontrábamos descanso; uno a uno iban desfilando los sistemas: Andrómeda, Escorpión, Capricornio, con espanto al hollar nuestros pies los planetas diferentes, no encontramos hermanos univer- sales, solo silencio. Desconsolados, durante siglos seguimos buscando, llegamos a otros universos formados por millones de ríos ondulantes con miles de pequeñas luces, que brillaban en formación interminable. Nada nos detenía, ya no nos pare- cíamos a los primeros moradores, habíamos dominado todos los espacios, nuestro pensamiento tomaba una guarida lo triple de grande a nuestros antepasados, tanto había meditado la energía en la mente.
No había ídolos ni dioses, nosotros creíamos serlo, pero algo nos pasaba, continuábamos infinitamente separados. Seguimos corriendo por los mundos, podíamos transformar nuestra prisión a voluntad, pero no deshacernos de ella. Cuando logramos llegar hasta el último universo y quisimos continuar, fuimos rechazados por ondas magnéticas de gran intensidad, y con espanto y temor nos dimos cuenta de que estábamos solos, ¡sí, solos en los vastos universos! ¡No sabía- mos llorar tanto! ¡Habíamos buscado sin encontrar!
Al fin, desconsolados, regresamos a la Tierra y optamos por no salir más. Los bombardeos atómicos de partículas a nuestra piel tampoco dieron ningún resultado, por grande que fuera su intensidad, estábamos inmensamente tristes y queríamos llegar a la unión en una sola alma, más seguíamos individuales.
El Sol, el gran padre, empezó a rugir como al principio. Se transformó en ma- teria, se opacó; tantos rayos había dado que perdió su fuente, se apagó. Empezamos a oír a la energía aprisionada en el centro de nuestro planeta, las nubes revueltas empezaron a soltarse y la Tierra, sumida en la oscuridad, se agitó. Los huracanes chocaban y todas las energías sin prisión desgajaban nuestros logros. Esperábamos… el fin se acercaba, no pudimos con las fuerzas desencadenadas al faltarles el sostén.
La Tierra explotó estrepitosamente y nosotros con ella, los millones de par- tículas de nuestra prisión y de la materia, al rozar, se convirtieron en una sola energía que salió disparada, y al atravesar el cinturón de las primeras criaturas
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que no tuvieron la oportunidad de regresar, se formó un remolino, y la energía empezó a tronar los espacios con rayos fulgurantes, con destellos gigantescos, y no, no pudimos unirnos en uno sólo. Sin mi prisión, consciente, caí en Orión y fui apresado. Ahí comprendí por qué estábamos solos, todo lo que nos rodeaba es- taba consolidado en una sola energía. Seguimos separados por enormes distancias y nuestro brillo intenso empezó a declinar; sin embargo, huéspedes de un todo luchamos por la libertad hasta darnos por vencidos, extenuados.
Sigo pensando, donde estoy, en el triste destino que nos tocó formar, en los universos incomprensibles, y sigo añorando mi espantable individualidad.
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ENCUENTROS
Poco tiempo después de su llegada, tuvo oportunidad de tratarla. Pasaba inadvertida como algo que sabemos que existe, pero no tocamos ni pal- pamos. Su presencia flotaba como velo finísimo, no hería. Como sombra inalcanzable corría en los tristes y olorosos corredores de la casa.
Los gritos, gracias e incomprendidas soledades de Josefina, esparcían sensa- ciones en los alrededores. La ternura retratada en actitudes ni siquiera sospecha- das, reflejaban un calor maternal en torno al ser, al yo misterioso y acaso adivina- do de su hija.
Pero… él no tenía conciencia. La tragedia cargada sobre hombros torpes y cansados que no declaraban nada, no decían. Tanto tiempo desesperado, creyen- do haber dominado el impulso que lanzaba todo él hacia el abismo. El error y la desesperación lo encerraban:
¡No entendía!, afelpado el pecho de emociones, por un pasado tormentoso; esperaba crear o dar, pero el tomo de sus rebeldías no se ajustaba a trabajos tan eternos, como ocuparse de la humanidad.
Fatigado, como si hubiera nacido hace siglos, cancelaba sus inquietudes con indiferencia a lo conocido y también a lo desconocido. ¡Tenía miedo de sí mismo! Porque la fuerza, en un devenir intranquilo y suelto, ya antes había marcado su vida borrascosa, sedienta de más emociones, inconforme con una sola caricia por siempre. Quería liberar el alma y gritar su misterio. Señalar la vida inentendible que rompe con todo y con todos. Cual torbellino suelto dañaría sus venas, res- quebrajaría una soledad aseguradora, para continuar confinado ante el vulgo que asesina moralmente y sin misericordia al que no tiene la misma fe en los valores rutinarios y quizá históricos. Una generación perversa, buena, estigmatizada des- de su nacimiento y también hasta su muerte.
Ella llegó de un pueblo gigante y, por tal, odiado por los pobres hambrien- tos de lucha. Nudo de caminos a medio andar y todos ellos apuntados a futuros trágicos inservibles, pero ¿cuál sería el devenir de los poderosos y los débiles?
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Cualquiera tendría su solución a medias. Pero él sabía que era imposible transfor- mar temores, acabar con círculos contradictorios, cincelados en el nacimiento de la humanidad, ordenados antes de que fuera el principio.
La presencia de Concepción no levantaba sorpresas. Americana de naci- miento y mexicana de sangre parecía una madre común, con una delgadez de bai- larina; tenía la grandeza y riqueza de los espíritus nacidos libres, su piel rosada por el clima de California invitaba a tocarla, más allá de todo instinto, más allá… como si fuera una estrella incrustada en el azul del cielo, que quisiéramos llegar a ella y nos conformáramos a sentirla con la imaginación; como si las ondas de la mente se fundieran, dieran lugar a la mezcla de torbellinos lejanos, de destellos, luces, polvos celestiales confundidos en un solo destino… en un solo amor. Pero daba igual. Él no entendía, o más bien no quería entender el pausado cauce por donde empezaban a correr sus desvelos. Prefería crear en el tedio y la costumbre. ¡No! la simulación viciada empezaba a romperse. Él mismo no se daba cuenta. Todo por una creación que emergía, que deseaba dar claridad y armonía. Poco faltaba para que se rindiera. En efecto fue al darle otro tono y otro calor a su sed.
Como algo natural pensaba darle un recuerdo de México, para que de regre- so a su patria llevara un regalo agradable pero sin compromisos. Una estela que le obligara a mirar hacia la tierra de la muerte, de los contrastes; que tuviera que, en un pasado cercano, volver ojos negros y expresivos a las carencias de un pueblo cegado por discordias iguales, tendidas, secándose en desiertos, selvas tropicales, ciudades industriales, caóticas, y aun así, quietas. Todo dependía de la forma de encontrar el lugar en el ajedrez nacional. Todo sería buscar una alegría o una felicidad abstracta, siempre queriendo más y más. El universo nunca podría con- formarse con lo que se le daba. Incluso así, círculos ascendentes de lo pequeño a lo grande, al final de un vértigo de ambición y caída hasta el ras de un suelo plano, y quedar ahí sin fuerzas de querer más y caer de nuevo. ¡Dios! en la costumbre y cansancio de la existencia. Tenía que empezar por lo menos, su naturaleza no podía ambicionar más nada.
Vino la tarde calurosa, la atmósfera preñada de remolinos y él, con la juven- tud madura cargada en saco a modo de cargar un herida, venía a un recogimiento igual. Maduró la idea antes de concebirla y, sin ver en ello un peligro, se decidió a llevarla a efecto, a poner bases reales a esa idea, a esa desesperación.
En el reducido corredor, reposando en un sillón, como una estatua inmóvil sin vida, se encontraba Concepción. Él se acercó y dijo:
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—Estoy enterado de que mañana sale para los Estados Unidos, quisiera que acepte una invitación que le hago para cenar. Tómelo como una despedida.
Como si ya lo esperara, ella contestó:
—Acepto. ¿Invitaría a mi prima también?
—Cómo no, espero se divierta y guarde un buen recuerdo.
—No diga eso. El recuerdo ya lo tengo, si supiera cuánto quiero a esta tierra y cómo amo a los Estados Unidos. Calló por un momento y continuó:
—Voy a casa de la abuela, quiero dormir a Josefina, porque a ella no la lleva- mos, ¿verdad? Empezó a reír de su ocurrencia, qué hermosa se veía.
Nervioso paseaba por el pasillo, su amigo Esteban lo observaba, tal vez sentía comprenderlo, entender su espantosa verdad. Seguía fumando. No hablaba. Tam- poco pensaba, pero se mantenía intranquilo. El sobresalto se adueñaba de todos los poros de sus carnes, estrangulaba toda sospecha de duda; el cerebro se activó y comenzó a dejar correr ideas: vendría, ¡o tal vez no! Él se quedaría con ansiedad. Por ello, su deber era hacerse presente, ir por ella, demostrarle interés, ¿y si no lo comprendió?, cuanta decepción le daría, pero ella no podía pensar eso. Sólo era un compromiso sin importancia. Su amigo rompió el silencio:
—¿Qué te pasa? Pareces lobo enjaulado. O es que la experiencia te falla, tal parece como si fuera la primera cita que tienes con una mujer, o será por su con- dición de casada.
—No sé que tengo; estoy romo por los cuatro lados. Ilusión, tal vez. Es un simple compromiso, Esteban.
—Pues no parece. Pero allá tu. En verdad que me extrañas, conozco tus pro- blemas y no creo que haya motivo para tus aflicciones; al menos en este caso.
El momento quedó mudo. La suerte estaba echada, como animal desconoci- do giraba en todo el entorno. Al destilar la purificación de las transformaciones que experimentaba, estrangulaba poco a poco el compromiso, sirviéndolo de nue- vo, junto a la música de un radio destartalado, quemaba los oídos. Sublime música sacada de las cavernas de una alma impura. No podría ya vivir, la ansiedad subía e invadía los sentidos, ahuecados; creía ser un encantador deforme de cisnes, un fraile santo y en rebeldía con sus pecados, un buque fantasma girando en círculos pantanosos de océanos de aguas verdes, sucias y profundas, teñidas de sargazos vaporosos y oscuros, situación insoportable la de las transformaciones, a costa de él mismo, de su seguridad. Se abrazaba al último vestigio de conveniencias sociales, el último remilgo de los deberes, pero era inútil, estaba derrotado, como
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víctima ofrecida en holocausto y esperando el golpe fatal del puñal que trazara su realidad, para servir a los beneficios de un dios pensado, como fijación increíble. Él mismo sin quererlo estaba fundiendo el metal para formar eslabones, que lo aprisionarían; él solo, muerto y vivo al mismo tiempo; la jornada larga de pasados y presentes peleando por la supremacía por la conquista de una batalla sin sentido, sin explicación.
Una espera corta y fatal para su soledad terminó. En compañía de la prima Mariana llegó a la casa de la señora. Todavía no se animaba a llamarla de otra for- ma; la escuchó en la sala contigua:
—One moment please —sorprendida, tal vez sin esperarlo, expresó en inglés lo que debería en español. También ella estaba nerviosa, agregó:
—No se lo que digo. ¿Qué me pasa?.
Él, callado se dejó llevar por las sospechas, sonreía a pesar de la señora. Un coche estacionado frente a la fachada esperaba engullir a las parejas. Ellas arre- glando lo que de por sí era bello. Concepción, la señora, vistió un traje de una sola pieza, amarillo, con entretejidos en la parte baja, que cubría el cuerpo ágil al ras de las pantorrillas, pegado, dejando ver libre su exquisita figura, sola sin ningún acompañamiento. Coincidencia, ese vestido era el que le gustaba a él, ya se lo había expresado en días anteriores. Cuánta vanidad y orgullo sintió al verse halagado en esa forma. Partió en el Galaxie. Soportó las picantes críticas de los que aguardaban su regreso, plantados en la puerta, tal vez indispuestos para llorar y sufrir ellos mismos sus penas.
La ciudad estaba sola. Las grandes avenidas iluminadas con lámparas col- gantes se perdían a lo lejos. Parecían escuchar o se imaginaban el traqueteo de las máquinas, el humo de los tiros de las calderas de las factorías textiles, el cielo se observaba lechoso. Claramente, la noche era un día pero, pálido de luz de lu- ciérnagas; el asfalto parecía esmalte, tan limpio se veía. Uno que otro transeúnte, como perro con instinto, deambulaba, orientando sus pasos a lo que podría ser su casa o su palacio; el reloj romano incrustado en la fachada de un comercio daba las once de la noche.
El automóvil frenó frente al restaurant-bar “La Marquesa”, y las dos parejas descendieron, ansiosas de lo que les depararía esa noche. Él, con escepticismo, no creía en sorpresas: ¿o sí?
La entrada formaba un arco de cuatro por cinco metros, lo cubría una corti- na de terciopelo verde oscuro. Concepción fue la primera en entrar, la seguía él y
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después Mariana con Esteban. El interior más parecía un patio de casa grande de la época de la Colonia, adaptado a las necesidades modernas. A la derecha, sobre un estrado, se encontraba una orquesta que tocaba melodías lentas y pegajosas; al fondo, sobre esa misma línea, se ubicaba el bar que, como un gusano, estaba soportando una hilera de bebedores. Frente a éste, había mesas pequeñas para cuatro personas, cubiertas con manteles de lino, blanqueados a un grado extremo. Al centro de la mesa, un candelabro de lámina tatuada, soportaba una vela de parafina teñida de rojo carmesí; la llama que despedía, junto con las de las demás mesas, era la única claridad en un recinto lleno de tinieblas.
Los meseros anotaban las órdenes. Ellos tomaban cuba presidente; ellas, cóc- tel margarita, antes del servicio de la cena.
Las cosas superfluas fueron el comienzo de una conversación que, de mane- ra ascendente, como si fuera un tornado, fue creciendo en diálogo, fue llegando el acercamiento, hasta que sin decir palabra todo había concluido en dos pechos presionados. Los murmullos de conversaciones contiguas, el mensaje de la música rompiendo ondas sonoras, no entraba en las conciencias de Concepción y de Julio. En ese momento en que dos seres perdidos salen satisfechos al encuentro de una sola razón. Decía ella:
—No crea. En Estados Unidos se gesta una tragedia nacional, el pueblo ha perdido la capacidad de pensar en sus problemas morales. La rebeldía de la juven- tud no encuentra causes apropiados, y arriba en el gobierno, son los monopolios quienes determinan el destino de la nación.
—Realmente es una situación creada, estática, pero ¿acaso son así todos?
—Pienso que gran parte lo sea, pero considero que también hay gente centra- da y buena, capaz de sentir los problemas de los demás y este tipo de americanos puede salvar la nación.
—Estoy comprobando que tiene una gran capacidad de análisis, cosa no muy socorrida en los turistas.
—Es que por qué no tratar de resolver los problemas de los demás cuando si de nosotros se trata lo hacemos; ¿a qué tanta ambición olvidando nuestro real sentir? Hay una gran satisfacción cuando se puede remediar algo aun por insig- nificante que sea. El cabello de concepción cubría los lados de su rostro, fijo a él mientras hablaba, la enjundia que ponía en sus conceptos iban juntando una dualidad sincera.
—No se olvide que usted es americana. ¿Eso no le dice nada?
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—¡Claro! Estoy orgullosa de serlo, pero no por eso voy a ver lo blanco negro. La sinceridad y el agradecimiento son las palancas con que he movido mi mundo y, aun así, siempre existe la incomprensión a nuestro lado. Creo que podríamos ser felices si tenemos fe en nuestras posibilidades; si reconocemos los errores. Y así, de todas formas es el caos, el desorden, la revolución. Y no me mire extrañado, en mi país se gesta un movimiento de nuevo acomodo de la sociedad. Por desgracia todo cambio trae aparejado la sangre de inocentes y víctimas, y en tal cantidad que se teñiría el Golfo de México.
—Cuando un problema queda sin resolver, aun con sus buenos deseos, ¿no siente un vacío o reconoce su fracaso?
—Nadie se satisface de un fracaso, pero cuando ello pasa, la ausencia de mé- todos desespera, sintiéndose uno como en lo más profundo, sin esperanzas de salir.
—No será acaso, señora, que los métodos de comunicación están tan mal de- sarrollados que ya ni la palabra tiene fuerza en su contacto con el medio ambiente. O tal vez, siendo distintos todos los humanos, vivimos como extraños y pocos se salven al encontrar su complemento.
—Que rara coincidencia: lo mismo pienso. Pero es tan difícil encontrar en millones una alma paralela a la nuestra, que una se deslumbra ante cualquier des- tello engañador. Además, la vida moderna en lugar de acercarnos nos va alejando; el trabajo, las obligaciones, la creencias, que hacen que abandonemos al compañe- ro y nos abandonen a la deriva.
Julio, pensativo, le contestó:
—Yo pienso que con histerias y explosivos nerviosismos no se arreglan los comportamientos del hombre y la mujer, sino con el frío análisis de la realidad que vivimos. Aunque el método es peligroso al abordar hechos que no tienen ex- plicación alguna, que no se sabe por qué suceden, no podemos ser dioses para que todo esté al alcance de la mano.
Por un momento callaron, se miraban fijamente, sabían que el mismo rumor, el mismo viento, pasaba hiriendo el cuerpo, el corazón, el alma; sabían la cobardía del consciente al no oponerse al despertar de algo increíblemente imposible.
Él poca fe tenía ya, nada importaba, se estaba entregando y, sabiéndolo, qui- so conocer más profundidades, se imaginaba en una isla inhabitable, hermosa, con flora exuberante, sin saber cómo huir al punto de partida, dedicándose a conocer la belleza del lugar donde reposaría. Tanta potencia tenía la mirada de Concepción que él guió la discusión por otro lado, tratando de dar tiempo a su caída. Concep- ción experimentaba lo mismo.
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—En tu trabajo —dijo él— creo tendrás muchas satisfacciones.
Ella no estaba dispuesta a dejarlo escapar, un sexto sentido aparecía. La feli- cidad empezaba a nacer.
—Tengo algunas, pero si balanceamos tanto éstas como las malas te aseguro que no saldría muy bien librada. Por ejemplo: por error de mi compañía murie- ron tres astronautas. O por mi trabajo se alejó de manera definitiva el padre de Josefina.
—No cabe duda que todos tenemos un peso. Nuestra inconformidad nace de que no podemos controlar nuestro medio. Ya ves, creo que hoy es tan intensa nues- tra afinidad que no sabemos como empezar o como terminar, ¿o me equivoco?
—¡No! Estás en lo justo, es cierto. En los hechos que te comenté, yo sabía quiénes eran los culpables, pero nadie vino a mí. Sé que él tiene razón. Sé lo que estoy pasando contigo a mi lado y no puedo iniciar la carrera, pienso con ansiedad que me estoy traicionando y además que es mejor así. ¿No crees?
Él permaneció callado, quería más, mucho más de Concepción. Deseaba ar- dientemente eliminar las trabas para llegar a ello; podía tratar todos los asuntos del mundo sin conexión, pero, volvía con una necedad abrumadora al punto de unión entre él y ella.
Los interrumpió Esteban, algo extraviado. Lo acompañaba Mariana.
—Los vemos felices; nos da gusto. ¿No van a bailar? Aprovechen, el tiempo está de su lado.
—Así lo vamos hacer, dijo ella, dirigiéndose a su pareja. Volvió a la carga:
—Usted, Esteban, me parece muy joven, creo que tiene mucho por delante.
¿Sigue con esas demandas y líos?
—Bueno, señora —Esteban tenía la expresión de un acusado—, no viene al caso, además, ¿cómo lo supo? Que yo sepa y, a reserva de parecer grosero, casi nunca comento mis diligencias.
—Mal hecho —dijo Julio—. Es mejor soltar todo, es el único escape que nos queda, sin eso todo se queda clavado. Quieres ganar el mundo y solo ganaras quizá, experiencia.
—Mucha experiencia han de tener —dijo sarcásticamente, Esteban—, pero pregunten, ¡vamos! Pero que sea de otros, no de mí.
—A mí… —como si continuara y no hubiera notado la ironía de Esteban, dijo él— me gustaría saber qué piensas de la pregunta que hizo el fundador de la revista La Fe y que dice: ¿por qué vives, qué es lo que más deseas y por qué serías capaz de morir?
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—Yo me abstengo. Hagan de cuenta que no existo —contestó Esteban, soltan- do una estrepitosa carcajada.
—¿Quieres que yo conteste? —Dirigiéndose a Julio, Concepción esperaba.
—¡Claro, Concepción! Me gustaría.
—Vivo porque es algo grande, tan hermosa me parece la vida que nunca qui- siera perderla. Lo que más quiero es a mi hija, aunque ojalá el destino me dejara amar de otra forma, si es que no lo estoy haciendo ya. Moriría, sería capaz de renunciar a lo más preciado, por ver una humanidad esplendorosa sin guerras ni discordias. ¿Y tú que nos dices?
—¡Yo! —exclamó Julio—. Vivo porque siento que con ello cumplo designios más grandes que el universo; porque mi espíritu tormentoso está a prueba, eso creo… lo que más quiero todavía no lo sé, pero tanto desearía amar a una mujer y dar la vida por ella, por todo lo que represente, por su yo… por todo.
—Déjense de cosas tan profundas, vamos a bailar —interrumpió Mariana un diálogo que no hubiera tenido final.
La orquesta tocaba “El mundo”, esa melodía que hablaba de finales, soledades, giros, amores… Concepción y él, como dos medias lunas que completaran un sol, entrelazados, presionando mutuamente sus cuerpos, como evitando una separación, una catástrofe, bailaban, sintiéndose transportados a otra longitud.
—Crees que has amado lo suficiente como para no querer desear más —decía él fijando sus ojos en los de ella.
—No he amado. Creí hacerlo, pero hoy me doy cuenta de que no, y que toda resistencia es inútil y sería grosera si existiera, pero a qué hablar, a qué pedir, cuando las palabras no dicen nada; al contrario, estropean la comunicación entre dos seres.
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—Tienes razón, es mejor callar si no somos capaces de declarar todo lo que bulle en nosotros corazones. Aunque lo fuéramos, es inútil. Los dos sabemos el secreto y es lo que importa; mantenerlo aunque sea un momento; es, en fin, una dicha.
No volvieron a hablar, como si voluntariamente pusieran una mordaza a sus labios. El diálogo seguía por cauces desconocidos. Qué contentos se sentían al haberse encontrado y cuando menos, en esos momentos, no estar sin sentirse in- completos o solos. Intensamente, ya sin oposición por ninguno de los dos, unían, mezclaban sus “yo”, sin valor por separado, pero con mucha fuerza y grandeza unidos. Así continuaron mucho tiempo —no tenían noción de ello— hasta que les fue indicado por otro que era hora de cerrar.
Salieron no sin desear haber vivido y muerto ahí adentro, unidos sin que el mundo ni nadie los volviera a separar, a inquietar, ¡imposible!
Los ruidos cesaron, únicamente las dos parejas transitaban por la calle, la madrugada acogedora envolvía a los nocturnos paseantes, cuatro en total, en una ciudad de millones. El cielo, antes tachonado, ahora se mostraba lechoso. Sin mo- radores, se preparaba el recibimiento al nuevo día. Los árboles ordenados en pers- pectiva, junto con los arbotantes, se perdían con sus luces a lo largo de las avenidas. Ningún automóvil corría por ellas, la ciudad estaba sola. Las fachadas de las casas tenían adornados los balcones. De los postes pendían banderas tricolores. La ciu- dad, profusamente engalanada, se preparaba para recibir el nuevo día y recordar los cien años del triunfo de las armas republicanas. Triunfo logrado implantando de fuera de la patria a un despotismo inoperante a la idiosincrasia de las multitu- des, que por su lado, se levantaron en hordas enajenadas y dispuestas a descabezar al dictador.
El brazo de él, o bien caía sobre los hombros de ella, o su mano estrechaba la de ella. Luego sueltos apuraban el paso gozosos. Los árboles mecían sus co- pas, acariciadas por un viento favorable. La alegría de los dos afloraba libre. Se sentían ciudadanos del mundo. A lo lejos, por una avenida ancha, miraron una bandera a poca altura. Ella dijo:
—Quiero una bandera de mi segunda patria; llevármela y acordarme de ti.
—¡Vamos por ella! Dame tu mano.
Tomados de las manos, formando un nudo inseparable, atravesaron la ave- nida en loca carrera, juntos en todo momento, ansiosos de llegar al motivo de la unión, de un amor que ya no conocía límites, que había saturado sus cuerpos
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desde antes de que nacieran. Dormidos habían despertado y jamás volverían a conocer el descanso. Cuando tuvo en su poder la bandera, él se dirigió a ella, de- rramando toda la ternura y el perfume de que era capaz.
—Te voy a coronar como reina ¡no!, mejor envolveré tu rostro como oriental religiosa, misteriosa, que no quiere saber los lazos que la separan de su amor.
Eufórica, corrió Concepción y él tras ella, alcanzándola. La bandera que traía en sus manos la posó sobre sus cabellos, cubriéndole las mejillas, como si fuera un rebozo. Él la estrechó en sus brazos.
—Toma —dijo Julio, y doblándola la introdujo entre el vestido y su corpiño. Siguieron caminando un poco más tranquilos de su explosión anterior. Des- andaron sus pasos, abordaron el automóvil y tomaron el rumbo de la casa. Al llegar vieron deslizarse entre las sombras la figura del hermano de Concepción,
como búho, taciturno, cansado:
—Tardaste mucho. La niña estuvo inquieta.
Nadie le contestó. Al igual que un fantasma, detrás de las parejas, con la cabeza hacia el piso. ¡Qué tonto e idiota les parecía! Fue el aceite que revolcó y postró a la alegría, al agua limpia que corría por las venas de la pareja. Ya no ha- blaron, solo se miraron furtivamente, sentían la realidad lacerante, una realidad odiosa y necesitaban su energía total para asirse a una sola esperanza y encontrar su salvación, en el poco tiempo que les quedaba. Se les dio la ocasión. El hermano pasó de largo junto con la otra pareja, ellos se quedaron de pie en la sala, frente a frente. No pudieron contenerse; al mismo tiempo se desbordaron en caricias, en un volcán de fuego, queriendo apurar el último estallido, rozando sus labios, presionando sus bocas, sus deseos y fuego cósmico.
Él le dijo:
—Fue para mí una noche maravillosa, que nunca olvidaré, no te digo más porque tú sabes hasta donde hemos llegado y ojalá, lo deseo con toda la intensi- dad de que soy capaz, pueda el destino deparar mayores satisfacciones a nuestros anhelos.
—Gracias a ti que has hecho despertar en mí lo que creía dormido, enterra- do. Estuve feliz y gocé como nunca. Quizás no vuelva a estarlo; pienso en el maña- na, sin saber cómo será mi vida ahora que te conozco. Estoy turbada.
—No sabes cómo agradezco el que me hayas encontrado. Siempre te recor- daré. Estrecharon las manos, ella entró a la casa perdiéndose por el pasillo, vol- viendo su rostro a cada paso, de manera especial y coqueta. Él no pudo contenerse,
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dos lágrimas rodaron muy a su pesar, empañada la mirada, no se hacía a la idea de perder una parte de sí mismo. No sentía el presente, creía estar en otra longitud, experimentaba una insatisfacción impasible que era resultado al fin de traumas heredados de una raza esclavizada o complejos adquiridos en el seno de una fami- lia violenta y fanática. Encaminaba sus pasos a la buhardilla solitaria.
Un día más en el tiempo interminable sin final, un día de repetición, como un disparo exactamente igual a otro, golpe artero, con las mismas intensidades, repetición de trabajos, de horarios, de actividad industrial, de trabajo y hasta de vergüenza moral… ¿Cuál es la forma de quebrar todo lo que nos ata a una sociedad sin llegar a la locura? Ese día se acordó del miserable pueblo del que huyó con gusto y en el que nunca pudo hacer amigos.
El sabor de Concepción se le había incrustado. Ante su inminente salida se propuso acompañarla a tomar el avión, así se lo hizo saber a su hermana, la que alegre y bulliciosa le contestó:
—Nos gustaría, no creo que Conchita tenga inconveniente. Yo le prometo que lo esperamos. Ella toma el avión a las cinco de la tarde.
Nadie puede estar seguro cuando depende de los demás, la casualidad, el azar, que confabularon para retrasar en otros lugares su presencia. ¡Qué triste cuando la superficialidad y lo inútil cancela los resultados!
El tiempo pasó, tuvo conciencia de haber perdido la imagen de Concep- ción. Hasta ahí, nada más importó. Extrañados los socios lo miraban, en sucesión rápida de escrutadores. Él estaba disgustado y quedando en ridículo, pero su yo interior, en su totalidad vagaba en otros lados y deseaba. Quería haber decidido desde antes: la confianza mató al cúmulo de disposiciones forjadas, una decisión drástica a tiempo hubiera cambiado el cauce de su vida y quizá por otro lado en ese torbellino entregaría la inmensidad de valores a punto de estallar… casi igual que un río inútil, hasta que su cauce por medios artificiales fuera cambiado, para empapar tierras sedientas y transformar ávidos desiertos en fructíferas comarcas, surcadas de producción vegetal de selva. Su naturaleza no nacía para este mundo, mientras la cobardía —tal vez inconsciente— no se decidiera a defenderse y en- contrar finalmente el acomodo.
Los conceptos humanos diluidos en su persona, a un grado imposible de confusión, le ocasionaban daño. Ojalá fuera sencillo y capaz de olvidarse de ellos y actuar como su destino lo forzaba, pero igual que un usurero: su política de pri- mero el yo, después el yo y siempre el yo. El nacimiento de fetiches y la formación
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de mitos. Éstos se arraigaban en el alma. Era lo mismo que la raíz de zacatón, cuya función después de luchar, enfrentarse y hacer esfuerzos para no ser desenterra- da, solo sirve para barrer basuras y desperdicios. A nadie le importa, si no es, por el olor fétido y la presencia asquerosa que riega a su paso.
Podríamos aventurarnos a creer que su seguridad y su razón estaban en sus valores, aunque varias veces, en sueños surrealistas, no comulgaban en el mismo cáliz de sus secretos deseos. Pero no todo estaba perdido, tenemos más mundo que angustia. Vagabundo, siempre sería vagabundo de la vida buscando acomodo… Terminó el monólogo, camino a la esperanza, mas hay fuerzas misteriosas que nos empujan sin saberlo para que hagamos lo que nunca nos propusimos, a sabiendas de ser nuestros propios sepultureros y enterrarnos vivos. Esas fuerzas lo hicieron llegar después del tiempo y a ella volar en contra suya, de su amor, de su deseo.
Agitado, hundiéndose en su fe, tratando de calmar sus tensados nervios, en- tró apresurado a la sala de su casa, seguro ¡pobrecito! de regalar a las pupilas con la imagen. Todo se quebró, fue inútil, la estancia estaba vacía. De la recámara conti- gua se escuchó la voz de la abuela:
—Es usted… Lo estuvieron esperando.
—Señora —empezó él completamente derrotado— no piense mal de mí, pero es la presencia de su nieta, la muerte sería mejor en estos casos, y ya ve, des- graciadamente viene cuando nadie la llama y arrasa con lo que debería de vivir. Si no fuera casada. Esta última frase la dijo engañándose a sí mismo, o para no cortar el diálogo con la abuela; bien sabía su manera de pensar, tan chapada a la antigua.
—Hoy, para siempre sería mía —¡Pero suya era desde el principio!, especialmente para su corazón.
—Mire —dijo ella— le voy a confiar algo, sé que hago bien. Ahí donde está usted sentado al borde mi cama, allí estuvo ella y me dijo: “Abuela, de todas las personas que tienes en la otra casa, él, solo él, es el único que vale. Feo y guapo a la vez”. A ver, entiéndala —decía la abuela, y continuó con la confidencia—: “Ade- más abuela, no es porque tenga dinero o deje de tenerlo, porque sea culto o no, es porque lo siento grande, capaz de comprender, capaz de amar a un alma igual a la suya, sin rumbo; cualquiera que lo vea no puede siquiera imaginarse lo inmenso que es, tan entendible, ¡qué extraño abuela! Nunca aclaramos nada, mas creo que de aquí en delante, nuestra vida será un calvario, porque no es posible olvidar lo que es igual a uno. Tristes recuerdos, añoranzas hermosas, como el embrujo de estrechar las manos y no decir nada. ¿Dónde estará ahora? Recuerdo a su persona. Perdona si introduzco intranquilidad en tu pecho”.
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—¿Y qué cree que le conteste?
Su cara mostraba sorpresa por la confesión de un ser antiguo.
—Se lo diré, le dije: “No vayas a llorar hija ¡porque hasta eso quiso hacer! Dios Nuestro Señor provee a su rebaño. Ya él con su misericordia infinita les mandará la solución, la paz o el olvido. Hay que tener fe y seremos salvados. Ten paciencia, no desesperes”.
—“Como no voy a desesperar, no vez acaso que lo amo como nunca lo he he- cho ni volveré hacerlo. Y tener que ir a donde me llaman. Despídeme de él, y dile que lo estuve esperando… y nada más, él lo entenderá”.
—Claro que lo entiendo —dijo él— si estoy igual que ella. Ella, Concep- ción limpia, sincera, amorosa, ¿qué hago aquí? Tengo que alcanzarla. Desdichado, cómo pude perder el tiempo, más valía se derrumbara el cielo que perderla. No me importan los valores, voy tras ella.
—¡No! Espere… espere.
Nada podía detenerlo, ofuscado como condenado, soñaba que ahí estaba su salvación. Crecía desamparado: flor de primavera nacida en invierno sin posibili- dades de vivir.
No supo la forma en que recorrió las distancias —con buena suerte llega- ría—. Entraba al Aeropuerto Internacional de México. El vuelo de las cinco a la ciudad de Los Ángeles, retrasado, en ese momento emprendía su destino. La má- quina efectuaba los últimos movimientos para colocarse en el carril de despegue. En un segundo elevó su colosal estructura y se perdió en el espacio, en las nubes.
¿Lo alcanzaría a descubrir entre tanta gente con las manos levantadas hacia la má- quina en actitud de despedida…?
De pronto descubrió a su hermana: doña Josefina.
—No la alcance —le dijo a Josefina, quien molesta contestó:
—Discúlpeme, pero impedí que se quedara, tan decidida estaba.
—¿No quería irse? Estalló Josefina:
—Se miente usted solo, ¿cómo iba a querer? A la tercera llamada la arrastré a resellar los papeles. “Miss Pirelli, Miss Pirelli, última llamada”, y todavía viene usted con sus preguntas. Solo a usted se le puede ocurrir. Cómo me costó trabajo.
—No se moleste. De todas maneras, gracias.
—Gracias, y ahora se ha vuelto loco, ¿por qué me da las gracias?
—Por haberme esperado, a costa de perder el viaje.
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—A mí no me agradezca nada. Yo no sabía sus inquietudes. El agradecimien- to debe ser para ella. Aunque no dejo de reconocer su necedad, igual que la suya.
—Pero…
—No hay pero que valga, ahora, si me permite; gusto en haberlo saludado. Quedó solo, en medio de una multitud bulliciosa. Las parcas tejieron la tra-
ma y la urdimbre de su tela, de su destino. Sólo ellas sabían el final de sus vidas… de sus sueños.
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DURAISEL
Las tradiciones de los pueblos olvidados acaban por ganar la voluntad de las generaciones, que aunque tengan su mirada en el futuro, son algas aferradas a sus pechos, en ambientes estrechos de monotonías acompa- sadas; transcurren las vidas con ideas encarceladas —si es que las ideas
pueden estar presas—, tranquilas, con sucesos que apenas si rompen el equilibrio de la vida.
Con toda la cadena de mentiras contadas con la mejor fe por los abuelos, al amparo de la choza miserable, al arrullo del bracero quemando carbón, Ismael transcurrió su primera juventud. Pero cuando la parca dolorosa le segó la exis- tencia a sus familiares queridos, ya no sería tan fácil la vida, que para ellos fue de miseria y privaciones; ya no más cuentos, ya no más misterios; para subsistir hay que comer, es necesario trabajar para los frijoles, las tortillas con sal únicamente aburren y se queda uno con hambre.
Tal vez sin proponérselo, Ismael saltó el muro que lo contenía, salió del cír- culo vicioso. La revolución, hacía poco terminada en los campos de lucha y se- guida con el valor de la palabra, pregonaba destrucción y muerte para dar pan y alimento. Esta misma Revolución ahora le ofrecía la oportunidad para ser algo, a alguien como el marcado por los rayos del sol, con mucha fatiga a cuestas, mexica- no por la raza de sus antepasados, en fin, con querencias y sueños no satisfechos. No conocía al México que le contaban los viajeros, pero se sabía dentro de él, aunque su vista no alcanzó más allá de las montañas, rancherías, tenencias, llanu- ras, al lado del camino real. Grande fue la lucha, más la del estómago que la de la adaptación escolar, ¡pero al fin!, después de tres eternos y largos años, orgullosa- mente y hasta con vanidad y presunción insultantes para los quedados, era maes- tro rural. Mamó la leche derramada por aquellos maestros pioneros, toda nobleza y sacrificio, entrega total. Cuando no se bajaban la matona de la cintura, cuando los enemigos de la enseñanza “socialista” los venadeaban en cualquier paraje, los desorejaban dejándolos a su suerte, cuando no estaban seguros ni en su casa. ¿Para
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qué?, por México. Él creía así, pero no era más que un reflejo de su vocación, o su acomodo en el destino de las cosas.
Fue vagabundo con mochila al hombro, anduvo por todos esos caminos de dios, de un rancho a otro, tratando con poquísimos alumnos desnutridos, sin ga- nas de estudiar, dormidos en clase. Pero no se necesitaban golpes en la mesa, al contrario, paciencia; todos aprenderían. Diez años transcurrieron sobre lomeríos, las canas de las preocupaciones principiaban a gritar su presencia, a él ya le daba igual, en cualquier parte podía trabajar, cuando comprobó que la repetición es- labona la monotonía. Un día de tantos, sin mediar razones personales, lo dejaron de planta en la escuela del pueblo de Irimbo, tan chico que las chozas se contaban con las manos.
Caía un día domingo. Ismael salía de Irimbo rumbo a Tajimaroa, un pueblo más grande, para conseguir las provisiones de la semana. Lo acompañaba Santia- go, otro maestro rural, además de Duraisel, perro de aguas, pelaje negro, mirada taciturna, con la cola a la mitad de su camino, siguiendo a distancia cautelosa las pisadas de los dos maestros de rancho. Tomaban el camino real que pasaba por Tierras Coloradas, Piedras Negras, Santa Rosa, camino hecho a fuerza de pisadas de mulas y burros cargados de leña, paisajes áridos de piedras calizas, aguas ter- males, antesalas de infierno.
Tenían la costumbre de regresar cuando el sol empezaba a ocultarse de su fa- tigosa carrera, para llegar en unas hora a Irimbo, cuando principiaban a encenderse las fogatas de los caporales, cuando el ganado era arriado a los corrales, después de un día de constantes esfuerzos por alimentarse del alambre renegrido, pegado al ras del suelo; pasto raquítico y moribundo.
Ese día, feria de todos los santos, primero de noviembre, día de muertos, distinto, especial; sin consideración pasaron más tiempo en la tienda del zapote, echándose sus pulques. Cómo desperdiciar el pulque de don Zaro, tan famoso en la región y, además, hacía mucho tiempo que no habían regalado a sus gaznates. Ciento sesenta duros al mes les daba la ventaja de echar una cana al aire, además solos, sin tener a quien dar explicaciones, eunucos completos. Su empeño: diver- tirse en una vorágine de falsos goces y sueños sin sustento. Empezaba a salir la luna, cuando Ismael y Santiago emprendían la vuelta. Ya a la salida del pueblo, caminaban tambaleándose frente al cementerio, entonando descompasadamente la canción de sus preferencias:
—Aquí vine… porque vine a la feria de las flores, ¡ay! aayyy…
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Escupiendo el hedor de su borrachera, en un tiempo sin medida para ellos, atravesaban arrastrándose la barranca del muerto, sobre el puente de piedra, tan viejo que nadie daba razón de quién lo había construido.
Inquieto, Duraisel empezó a gruñir, corría unos metros adelante, regresaba nervioso y volvía a gruñir, de cuando en cuando ladraba, o se quedaba en silencio. Santiago, enfurecido, tomó una piedra del camino y la arrojó sobre el animal.
Sólo un aullido lastimero se escuchó en esa noche pantanosa de espera.
—¡Deja a ese desgraciado animal! Lo que me importan sus gruñidos.
—Con esto dejará de joder, una pata quebrada ni el más macho la aguanta. En efecto, Duraisel rengueaba, ya no ladraba, un quejido entrecortado, con-
tinuado, se dejaba escapar muy a costa de su nobleza, a tiempo que se lamía de cuando en cuando la pata trasera golpeada. No quería seguir, algo presentía.
Habían dado unos pasos cuando quedaron paralizados; a 20 metros, entre un espeso matorral de huizaches, brillando en lo negro, dos ojos centellaban y cautelosos seguían todos los movimientos de los borrachos, que con una lentitud inmensa empezaban de nuevo lentamente su camino. De repente, un aullido ras- gó el espacio. Sobre la cerca de piedra, a un lado del camino real, la silueta de un coyote pardusco se recortaba en la poca claridad. Aullaba hambriento y nervioso.
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—¡Un coyote! —exclamaron al mismo tiempo. Fue ahí el rechinar de dientes, la borrachera casi se les cortó. Las mentes anegadas pasaron y repasaron todas las consejas, aprendidas de chicos y comentadas por los grandes. Se contaba que el coyote era uno de los animales que más pavor causaban, no por su ferocidad, sino por sus costumbres retorcidas y asquerosas. Enamoradizo de mujeres casa- das, a los hombres les echaba el vaho, un aliento que los narcotizaba, los dormía derrumbándolos por tierra; acto seguido, aprovechándose de la inconsciencia de sus víctimas, en la cara, en el cuerpo, efectuaba sus necesidades, sus vergüenzas, después de arañarlos, mordisquearlos, babosearlos, morderlos, solazarse en todos ellos como un demonio jugando a la muerte. Esas representaciones bastaron para que Ismael y Santiago, con el espanto reflejado en los rostros, se arrinconaran en la barda contraria, también de piedras, mientras Santiago alcanzó a balbucir:
—Compadre… saca el cuete.
—No… no puedo.
Total impotencia. El terror invadía todos sus músculos. El coyote de un salto bajó la cerca, con la cola entre las patas, la cabeza gacha tirando al suelo, lentamen- te se fue acercando a ellos, en tanto Duraisel gruñía temeroso al frente. Cuando el coyote estuvo a distancia, el perro de aguas lanzaba tarascadas y regresaba junto a Ismael. Mientras el coyote en semicírculo iba cada vez más acortando la distancia. Ismael y Santiago, chocando uno con otro, se sentían perdidos. Resuelto en una de sus salidas, Duraisel, rengueando, se trabó en combate con su primo, que también estaba dispuesto a todo, con los pelos reventados en el lomo.
Perro y coyote rodaron por los suelos, los colmillos de ambos brillaban con la luz pálida de la luna a la mitad del cielo, el polvo levantado por la lucha, al rozar la tierra con sus lanas, garras, cuerpos, todos ellos, los envolvía en una masa de niebla, recargada, impenetrable. Mordíanse por todos lados, gruñían hasta ensordecer el ambiente. El coyote asió al perro entre la oreja derecha y los colmillos de la quijada del mismo lado; éste, con solo tres patas, apenas se soste- nía defendiéndose, mientras el coyote furioso jaloneaba. A los maestros los heló ver casi vencido al perro de aguas. Ismael como pudo gritó, ¡bramó!:
—¡Vamos Duraisel, ¡vamos!
Sacando fuerzas de la nada, logró zafarse, lanzando un largo aullido lastime- ro, pero con furia incontenible, queriendo la victoria. Se lanzó sobre su adversa- rio, tomándolo por la parte de atrás, en el pescuezo, donde se le erizaban los pelos,
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ya no lo soltó. Duraisel meneaba la cabeza de derecha a izquierda, enterrando los colmillos al fondo, ya en la garganta. Unos minutos y el coyote yacía en el suelo, dando los últimos suspiros de existencia, estaba tratando de detener el oxígeno de la vida, mientras corrían, de su perforado y ensangrentado cuello, borbotones de sangre que venían a disipar, a mojar la sed del desértico camino.
Tambaleando, Duraisel fue hacia los azorados Ismael y Santiago, que estaban detrás de éste, con los cuerpos erizados. Todos los colmillos, dientes, quijada, des- cubiertos; había dejado el pedazo de cuero en el pleito, no alcanzó a llegar, rodó por los suelos. Los inseparables amigos presurosos se acercaron, en cuclillas alcan- zaron a ver los últimos momentos del perro, sus ojos nobles se fijaron en su amo, con infinita tristeza. Quedaron brillosos, opacos, cenizos, muertos para siempre.
—Maldita sea, y yo que le quebré la pata.
Un golpe de granada en el cielo rompió el equilibrio de las borrascosas nubes y el aguacero se dejó venir. Alzaron el cuerpo del animal en silencio, el remordi- miento oprimía sus corazones. Siguieron a Irimbo con la tragedia a cuestas. Un golpe de granada en el cielo rompió el equilibrio de las borrascosas cargas, sus ropas enlodadas y manchadas al rojo, sus ojos escurrían lágrimas sinceras con- fundidas con la lluvia, que caían en el pelaje negro del noble perro de aguas. Los relámpagos los alumbraban, iban llorando.
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UNA QUIMERA
—¿Qué pasó? Mira cómo vienes muchacho.
—¡Nada tengo!
—¡Pero se habrá visto!
—Déjame, madre, no quiero saber de nadie.
Cuánta lucha y desdén albergaba en su pecho. Mucho desconocimiento de las responsabilidades. Cantidad de emociones, batallas intestinas y sombras increí- bles girando en torno a su existencia incomprendida.
Al fondo de una huerta de duraznos, Arturo, allá reposando en el rincón más apartado, desataba su rabia, su rebelión, maldiciendo, consumiéndose en la bilis. Las lágrimas aparecían resbalando por la cara lampiña, hinchada, golpeada, abier- ta: con la sangre reseca, agolpándose en plastas, cansada ya de escurrir. Agobiado por el peso de su alma, cansado de sollozar y blasfemar, calló dormido. El ruido de los pájaros del arroyo cercano unía voces a un concierto de alegría y desdén. Las flores de durazno deshojaban sus pétalos y el sol indiferente filtraba sus íntimas proyecciones en la tarde fría. El viento, sin ser salvaje, se sentía.
El frío aullando calladamente, despertó a Arturo, adolorido, tieso. Sus mús- culos estaban dormidos y sus ropas húmedas de un rocío invisible. Se levantó, lim- piando la comezón de su mejilla con el antebrazo y cabizbajo se encaminó a su cuar- to. Anochecía.
El temor invadía todos los rincones oscuros, pariendo en la imaginación miles de conceptos atropellándose y tomando formas espantosas, inconscientes, pero de todas maneras reales en el pensamiento. Tendido en la cama con un dolor intenso en las sienes se repetía, como autómata, mirando estúpidamente los tra- galuces y queriendo dañar, desgarrar lo que de sí estaba convertido en harapos.
—Nadie me quiere.
Arturo: nada le decía ese nombre, ¿acaso representaba al adolescente espi- gado, flaco, con mechones necios negándose a dar buena apariencia? O ¿sus ojos gigantes, penetrantes con cejas de borrego grises y revueltas? Eso era figura, no la
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esencia de un ser atormentado. Soñaba, pero sin explicar el porqué de la prisión y la maldad transformada en felicidad pasajera.
¡Y todo para qué!, para llegar más tarde al arrepentimiento.
No podría ser de forma distinta, sus valores morales incrustados a fuerza de golpes estaban divorciados de la realidad. Mientras más pasaba tiempo, más su historia se componía de ideas desiguales: odio a la humanidad, odio a todo, ¡qué fuerte era! pero, qué débil se sentía entre las multitudes. Sus hazañas, sus cuentos, sus nuevos despertares. ¿Por qué ahora, cansado de siglos, se derrumbaba? Fatal fue para Arturo escuchar aquello:
—Jamás pensé que Arturo actuara así, ¿qué quiere, a donde va? Un inútil bueno para nada, creando problemas por donde quiera. Todos tienen quejas en contra de él, y tú no mueves una mano. ¿Acaso ya no te importa?
—Para qué, no tiene caso, ¿golpes? Estoy cansado… mejor que se muera, es una vergüenza para la familia.
—¡No! No digas eso, pobrecito. Pero sin embargo, es tan difícil.
No sabían sus padres, no lo conocían, eran injustos. Ah, eso tenía, debía de tener explicación. ¿Por qué no lo corrían, qué les importaba?
—¡Malditos todos, aves del infierno! Todos… todos.
Estos razonamientos y exabruptos enredaban su cerebro cansado de buscar luz, cansado de la tenebrosa oscuridad de su vida. No quería recordar, pero su in- consciente burbujeaba pompas muy bonitas que al reventarse cavaban con la qui- mera. Nacía a la odiosa realidad y volvía a recorrer las ondas sensoriales colgadas de un pasado, como deseando enterrarlas en el silencio eterno.
Que horrible mansión donde pasó los años de la infancia, para su beneficio; internado lejos en otro mundo donde fue un retrato sin entendimiento. Pensar en las huellas imborrables de aquel tormento, le causaba secretamente un sádico goce. Cuando los mayores lo perseguían, cuando le dijeron:
—Arturo, vamos al bosque.
—Vamos.
Cómo se veía en la neblina borrascosa de los recuerdos, qué risa sentía ahora.
¡Libre!, risas, carcajadas… con una camisita de mangas cortas, el pantalón de paño negro dejándose morder por los tirantes que apretujaban, abandonado en ma- nos de mayores, inquietos, salvajes, ignorantes y retraídos, caminar guiados por la despreocupación y él a veces con sobresaltos de pequeño, cuando le gritaban en el bosque:
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—Mira, Arturo, ¿sabes qué es esto? Tú también tienes…
—No quiero. ¡Déjeme!
—Idiota, loco, mosca muerta. Vamos a dejarte aquí y ojalá te traguen los espí- ritus.
Todavía los veía —como si fuera el presente y no recuerdos lejanos—, ro- deándolo como sátiros enseñando el pecado, sucio y ruin… Su madre en alguna ocasión le había dicho… Allí estaban, riéndose, burlándose, eufóricos, haciendo una y mil piruetas como faunos en celo, y de pronto verlos desaparecer, quedar solo, sumido en la negrura, ante un mundo cínico y necio. Sentado cual indio triste al pie de una columna vieja, destruida, empotrada en lo alto de infinidad de escalones y un miedo espantoso lacerando sus carnes, con ojillos asustadizos miraba las sombras del follaje, al moverse con el vaivén de la brisa, negro, oscuro. Su mamá, papá… nadie, temblando sin saber ya nada de él y en ese momento sentir que una bola de fuego, de lumbre, se acercaba lentamente. Un hombre encorvado, flaco, arrastrando los pies, haciendo ruido en la hojarasca seca de los encinos es- parcida a todos lados, alumbrándose el paso con una luz rojiza de lámpara forjada. Se aferraba como si estuviera sembrado en el rincón, apenas visible.
—¡Ey, tú! ¿Que haces aquí? Es de noche.
—Señor… me dejaron. El internado…
No podía más, lloraba de miedo, arrastraba su boca, oprimía su garganta. Cómo quería amor, y cómo dolían los varejonazos con vara de membrillo dados por la prefecta, por haberlos tenido con pendiente.
Mañana, claro, mañana regresaría a casa. Uno, dos, tres, muchas veces inten- tó correr por montañas y ríos, llegar a su destino, pero otras tantas regresaba al internado. Después de caminar por entre los durmientes rumbo a donde se perdía el ferrocarril; estaba muy lejos su casa; mejor desistir, desilusión, triste desilusión, hambre de comida robada por los grandes, hambre de todo…
—Desgraciados internados.
Concluía sus recuerdos, entregándose en manos de los sueños, de las pesa- dillas.
De pie, a la mañana siguiente, camino a la escuela, descubría al único amigo, quizá con los mismos pesares que los suyos. Le gritaba llamando su atención:
—Hola, ¿a dónde vas?
—Caminaba a la escuela igual que tú. Pero qué te parece si vamos a nadar al río.
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—Órale, es mejor que soportar los berrinches de los maestros.
Los dos, con sus cuadernos en mochilas raspadas y amarradas a las espaldas, cruzaban la ciudad rumbo al “palo de Tarzán”, un árbol tumbado por uno de los rayos de los tantos que traían las tormentas, las tempestades o los huracanes; atra- vesado a la mitad del río, seco pero aferrando su gigantesco tronco a la orilla del torrente de agua. Misma agua que, revuelta y espumosa, como con rabia, volaba en su cauce, hasta cientos de metros más adelante, donde llenaba una presa azolvada, para luego continuar y mover con su fuerza engranes, máquinas y perderse a lo lejos, al final en la imaginación.
Desnudos, zambullíanse girando en “clavados”, se dejaban caer de panza ha- ciendo que las aguas explotaran como si guardaran minas enterradas. Cubiertos de arena, cenizos como perros roñosos, reían, gozaban de la naturaleza, se sentían plenamente felices.
De regreso, levantaban piedras o terrones de negruzca tierra, los que lanza- ban a las lagartijas que por desgracia se les ocurría asomar su panza azulosa al sol. Los campesinos los miraban extrañados, cuando se encaramaban para destruir nidos de gorriones.
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Tardaban una eternidad en llegar al final del sendero, a cuyos lados cre- cían los huizaches, confundidos con enredaderas silvestres, entrelazando a las piedras rojizas de cantera de las cercas. Los perros salían de las chozas, ladrando arrebatadamente. Los perseguían, corrían locos, gritándose y dándose valor mu- tuamente. Una vez en la ciudad, cada quien escogía su camino. Cómo les hubiera gustado no regresar, lo ansiaban ardientemente los corazones, pero la debilidad de jovenzuelos los encadenaba.
Callado, caía en retraimiento, mustio característico. Si al menos pudiera salir del círculo vicioso, encarcelado; todos eran enemigos, nadie podía otorgarle y, aunque así fuera, a él, hastiado y harto de sí mismo, le daba igual. Pero algo no ca- minaba bien, desde hacía tiempo había nacido a un despertar rojizo, salpicado de emociones, palpitaciones a tambor batiente que oprimían su pecho, lo ahogaban, inexplicables… pero al fin de todo también gozosas, naturales, normales.
Recorrió los alrededores con su presencia, como jabalí en asecho buscando presas. Necesitaba ayuda muy a su pesar, aunque pensar solo en eso le causaba un profundo desasosiego. Un turbulento golpear de músculos, hartos de las noches solitarias, harto de experiencias gastadas, tontas, pesadas, como si fuera un conde- nado de riquezas, en espantoso círculo de Dante. Y vino el derrumbe de la deses- peración, la negación de su rebeldía, la cobardía de sus actuaciones. Experimentó una avalancha de emociones; cuando encontró, cuando tuvo frente, cuando le dio de lleno la luz, no aquella imaginada en la desesperación, sino de carne y hueso, simpática, hermosa. Había que ser hombre.
Muchos intentos fracasaron, salada y amordazada la lengua, hecha nudo olvi- daba las palabras aprendidas, recurría al odioso medio de pensar lo que no podía digerir su boca acostumbrada a las mentiras; porque ahora creía en las verdades de una juventud dejada en completo abandono. Tuvo conciencia de las transfor- maciones derivadas de un sentimiento que anidaba dentro de él, de manera tan secreta y tan callada que se sorprendía. Se reconoció a sí mismo y como un último recurso tomó asiento sobre ese sentimiento desconocido que lo minaba, pero que no podía dejar de desearlo.
Por fin un día, frente a la iglesia, que más parecía corral que lugar de quejas y gracias, dando traspiés al lado de la mujer, olvidándose de un dios que no com- prendía, entregó los racimos de su amor, a saltos como fiera herida, errante y sin descanso. Experimentó la satisfacción de la conquista, creyendo tocar el cielo con las manos, que se oponía a todo el ajetreo pasado.
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El interior se desdobló, dejó de lado la parte polvorienta que ocupaba el lu- gar más ruin de la querella que tenía con el mundo y dio paso a los ideales, planes y rutas conocidas. Se entregó al mundo amarillo que le complacía tanto. Valoró la vida, llegando a comprender la fortaleza de la creación, imaginándose y repi- tiendo a cada instante el nombre de ella, e idealizándola hasta el paroxismo como una diosa, de cuyas virtudes tenía todas, de cuya belleza resplandecía en confines inconmensurables. Teniéndola a su lado se sentía feliz.
El ejemplo de los avanzados en las lides del amor fueron guías, oráculos que persiguió con voluntad firme. Aferrado, agarrotado por algo que pensaba sería para siempre. Dejó de ir al río y en su lugar pasaba horas enteras en el comedor de su casa, tentaleando las teclas del piano apolillado, que antes fuera objeto de tantas palizas, ante su oposición de aprender a solfear con el maestro Miranda y ser el niño prodigio esperado por la familia, ¡cómo lo detestaba! Y ahora, sin saber, creía componer melodías hermosas rítmicamente, guiado por algo desconocido, dejan- do correr como soldados presurosos los largos dedos en las tablillas de colores tris- tes, opuestos. Que grandeza sentía ante las impertinencias de un amor enfermizo. Fue fugaz y pasajero. Se derrumbó el andamiaje. Todo cayó en estruendoso golpe. En el espacio y en el tiempo la figura no encajaba, así fue que su espíritu, al entender la incomprensión de ese su momento, llamaba una vez más. Sin poder detener sus ideas que como potros desbocados se perdían, se sacrificaban en las
montañas, en las lejanías sin fin.
Volvía a la lucha diaria entre la maldad y la bondad, lucha que dejaba sembra- do en su yo una infinidad de heridas, heridas conjugadas por una suerte pasajera, heridas con la dolorosa sensación de tener dentro una angustia reprimida, que ocasionaba al corazón una explosión sin nombre, una exterminación sin princi- pio. Porque ahora, siendo íntegro en el trato, rodaba nuevamente sin llegar al des- canso, regresando a su existencia el tumor enardecido y la vida corta de los ideales de juventud, que ahora sentía hacerse añicos. Veía, en fin, solamente el principio del fracaso total. Se sobreponía creyéndose fuerte, y por tanto exigente. Tenía que obligar ante algo que de hecho se había perdido. Endiablado, lanzando llamas que le quemaban, rogaba, pedía. Todo en vano.
—No me dejes, Luz. Me mato. ¡Te juro que me mato!
—Me haces reír, Arturo. En casa dicen que eres un vago sin porvenir alguno.
No lo tomes tan a pecho, somos muy jóvenes. Vamos. Quedamos como amigos.
—Pero si me amabas. Tú lo decías, o te burlabas como todas.
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—Sí, pero se acabó. Esto no puede ser, te digo, somos muy jóvenes. Acorralado como aquel que ante el peligro, por instinto de conservación,
se apretuja en la poca seguridad, reconcentrado, tomaba bríos, adquiría fuerzas, enchufado a sus raquíticas posibilidades, continuaba luchando, aunque adivinaba en ello una determinación de una dignidad no comprendida, por jamás verse ven- cido, por no volver a lo mismo. Derrotado, urdía, tejía, tramas, telas. Sueños. Un trágico pensamiento tenido antes le vino de nuevo, le daba poca importancia, tra- tando de sorprender la poca fe de la chica, arropada y cuidada por padres celosos.
—Vete, Arturo. No tarda en llegar papá y solo Dios sabe si te ve.
—Me verá, Luz, pero muerto.
Acompañando las palabras dichas, quizá sin sentirlas, fue a la acción, sustrajo un revólver del escritorio de su padre —sosteniéndolo en manos inexpertas—.
¡Cuánto miedo sentía! Solo quería aparentar una fuerza inexistente; cortó cartu- cho, mas un dedo tembloroso, sin entrenamiento, actúo sin permiso de nadie, sa- lió un disparo ligero, escupido, veloz, y fue a incrustarse al pecho de la muchacha que lanzó un gemido y cayó desplomada sin sentido. La sangre salía de un seno, deslizándose y empapando la ropa sedosa, lamiendo finamente su hermoso cuer- po. ¡Muerta! Cuando apenas abría las puertas a un destino libre. Arturo palideció, amarillo, arrojó lleno de pavor el arma; en la oscuridad abrazó el cuerpo de la que tanto quería, y aterrado, sintiendo el frío de la muerte, desamparado, sudando, gritaba fuera de sí:
—Luz… Luz. ¡No!
Calló. Parándose en seco, no continuó. Como momia, nacida a una vida que no quería, que no había pedido, dio vuelta a su extraviada mente, se acercó a la banqueta, tomando con odioso desdén el arma. Trabajaba su inconsciente, proce- sión de fantasma dispuesto a enterrarlo. No era resignación, sino miedo a todo; el cuerpo contradictorio alcanzó, mientras tuvo fuerzas, a darle salida a dos balazos que se estrellaron en la cabeza dispuesta a estallar de por sí.
Sobre el negro pavimento, encontraron dos cuerpos confundidos, ensan- grentados, con muecas de tristeza, desdén y alegría.
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EL JUGADOR
La amplia comarca se formaba con lomeríos, sierras abiertas con cuchillo, cañadas llevando corrientes impetuosas cubiertas de espuma, superfi- cies lisas, parejas, lustrosas, y abismos invadidos siempre por la neblina.
Con ojo de pájaro todo ello daba figura rectangular a una hondonada profunda, en forma de colchón de alcoba, con las partes cortas dando al este y al oeste, y las partes alargadas al norte y al sur. El clima variaba poco en el transcur- so del año, su constancia como tal era repetitiva, aun en el verano el frío tomaba más horas del día que el calor. En las partes medias y altas hacía todos los pun- tos cardinales, cerraban el valle, como formando cortinas, bosques repletos de troncos de todos los tamaños; de pinos, abetos, encinos, maples, vegetación fría, escondiendo mapaches, jabalíes, panteras, ciervos y, en mayor número, conejos. Superficies cruzadas con caminos arcillosos, brechas amarillas que se perdían al ir ascendiendo a las crestas de las montañas, cubiertas de grandes y gruesas capas de hielo en la temporada invernal, y corrientes trepidantes de los deshielos en época de verano, formando afluentes que descargan en el río principal.
También en esos caminos terregosos se dejaban ver los pesados camiones, bajando con lentitud exasperante y despidiendo ruidos sordos, pesados, como fa- tigados y enfermos, cargados de multitud de trozos de madera de gran diámetro cortados a la medida y ajustados a la plataforma del camión, por cadenas de metal aseguradas con perros. En este lugar perdido, los ruidos de la naturaleza cantaban el himno de la regeneración, el canto de la alegría de la vida. Amanecía en el valle, las nubes en lo alto, blancas, destacaban en un cielo azul intenso. Más abajo, el vapor de agua cubría todos los contornos y dejaba una semioscuridad, hasta que los rayos iban venciendo a la neblina. La atmósfera se teñía de hilos blancuzcos, formados por el correr más rápido y caliente del humo de las chimeneas, de los hornos, fogones y hornillas de las casas y las chozas, cuyas lumbres se agitaban en llamas de fuego, calentando los pucheros, los atoles, las leches, o asaban carnes tiernas. El sol continuaba su trabajo a la salida por el oriente, con un disco gigan- tesco, rojizo. Representaba el nacimiento, formación y término de la vida.
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En este valle y en esta pequeña aldea —que se tomaba como ciudad— había visto la luz de su entorno Francisco, un rapaz que había avanzado seis largos años de vida. Niño inquieto, listo, fuerte. De piel apiñonada, ni negro ni blanco: “cho- colate”, según su tío. De ahí que cuando sus amigos le pusieron el mote del Negro no se inmutó y, al contrario, sentía un secreto orgullo de tener puesta la atención y el cuidado de todos.
Con nerviosismo crecía con rapidez desmedida; las acciones y relaciones que a diario se daban le hacían experimentar. Observaba los actos de los demás en un empeño muy fortalecido por el deseo de ser, con el tiempo, algo más que un conductor del rebaño de cabras y borregos de la familia. Según los comentarios de todos, él era distinto. Él salió diferente, sus molestias y miradas, aun con el silencio, demostraban un hartazgo prematuro. Observaba las acciones de Jesús, su padre, en constante desorden, empujando la vida de su madre al sobresalto, a la incertidumbre, pero también veía en ella un temor enfermizo a su Dios cristiano; con una conciencia poco desarrollada. Aun así, ella renunciaba a su yo, y plegaba sus actos para agradar al macho, justificando sus errores, plena de mansedumbre y conformidad. Al niño con energía de sobra, vital, a flor de piel, no le gustaban los actos del padre, le producían un escozor en las entrañas, una tensión, sin crestas y sin valles, pero tensión al fin. Nadando en la ignorancia, el temor y el abuso de una longitud no pedida, pero sí asignada.
Al empezar el alba vaporosa, todavía oscuro, como si fuera un resorte na- dando en un mar de dinámica, se despertaba poniéndose de pie de inmediato. Comenzaba a vestirse, cuando escuchaba fuera los silbidos de cuatro niños con edades de siete a diez años, pastores como él que le auxiliaban en el cuidado del ganado. Se encaminaban a los establos donde berreaban los animales en un con- cierto de necesidad, tumbaban las trancas de las puertas corredizas, se dejaba ve- nir la avalancha de corderos de todas las edades que comenzaban su caminata. Ba- jaban por la calle empedrada de Vicente Guerrero, llegaban a la orilla del pueblo. A un lado aparecía la laguna de la Concepción. En esa mañana lechosa, sus aguas estaban tranquilas, sin aire, sin brisa, estáticas, despidiendo los reflejos de los úl- timos rayos de luna, a punto de ocultarse. Del otro lado iniciaba la pendiente de mil metros de longitud, de un ancho camino de tierra colorada, que formaba una pasta suave con el agua. Esta tierra, tierna, maleable, era utilizada por algunos para elaborar alfarería vidriada, pintada, en bruto, cocida en grandes hornos, alimen- tados en su hogar por el aserrín y los desperdicios de los aserraderos. El ganado
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y los pastores llegaban al final de la pendiente. A la vista, se extendían grandes extensiones de sinuosos lomeríos, cubiertos de tierno pasto silvestre, donde tem- blaba el rocío adherido a las plantas al ser removido por los pequeños hocicos del borreguío que, gozoso, saltaba hasta encontrar un sitio, y se dedicaba a comer.
Los cinco muchachos poco hacían. Formaban un semicírculo para man- tener la cohesión del rebaño. Además, les ayudaban tres perros borregueros, negros con manchas blancas en patas y hocicos, orejas paradas y colas enroscadas haciendo la figura del cero, muy lanudos, con pelo tipo alambre, musculosos y gordos, ladrando, corriendo o echados mirando con curiosidad al rebaño y cumpliendo con su tarea. Francisco y los demás, llevaban ondas y rellenaban sus bolsillos de piedras pequeñas, duras, macizas, brillantes de río, como parque. Constituía una herramienta para, en caso dado, mantener tranquilo al ganado, ya que ayudaban a regresar a los animales desbalagados o corridos fuera del re- baño. Este cambiaba de tamaño, dependiendo de los negocios de José. Algunas veces no llegaba a doscientos adultos, pero otras veces pasaba de las mil cabezas. Nunca faltaban las borregas y algunas cabras recién paridas, que en su mayo-
ría no se les inquietaba, dejando que amamantaran con toda la leche de sus tetas a las crías. A otras —muy pocas— las más hinchadas de las ubres, se les reducía, procediendo entre dos niños mayores a ordeñarlas. La leche blanca, amarilla, ca- liente, caía en el recipiente haciendo espuma y despidiendo vapores dulces invadi- dos de melancolía y amor. Sin saberlo repetían el ritual de ancestros alejados en el tiempo y el espacio que dejaron de ser errantes, domesticaron a los animales y se volvieron pastores, para hacer más fácil la supervivencia y la caminata del hombre. De los mezquites cortaban ramas secas, hacían una fogata, rodeada de piedras pequeñas y grandes, donde asentaban un medio barril de aluminio que contenía la leche para cocerla. Cuando hervía con violencia y la espuma rebosaba el borde del barril, Francisco corría el cierre de su chamarra acolchada y extraía una barra gruesa de medio kilo de chocolate elaborado en metate y la arrojaba adentro, mo- viéndolo con un palo cilíndrico, torneado. Todo lo anterior daba como resultado una rica bebida color café que devoraban, bebía con devoción toda la muchachada. Siempre pasaban por esos rumbos, a esa hora temprana, con constancia, gru-
pos pequeños de hombres y mujeres con niños, con aspecto de mendigos trashu- mantes, con rostros ajados, tiñosos, miradas perdidas, cenizas, mostrando en sus movimientos un cansancio de siempre, pero hablando su hambre con actitudes de abnegación y descuido.
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Francisco, a su corta edad, ya sabía que en la comarca había mucha gente pobre, había miseria y hambre. Al pensar en ello, y muy a su pesar y a su rebeldía, le venía un frío de miedo, un temor de verse retratado en ellos. Su corazón sin ataduras los atraía, les hacía señales con las manos levantadas o les gritaba para que se arrimaran a la lumbre y compartieran con ellos un jarro de leche pintada. Experimentaba inmenso placer cuando los pobres se despedían, veía sus adema- nes de agradecimiento, que rayaban en una entrega del alma total, como siervos de la Edad Media dispuestos ante todo a proteger a su benefactor. Sentía felicidad. Tomaba su onda y practicaba su puntería, lanzando los tiros, las pequeñas piedras, a los objetos que escogía como fantasmas.
Así transcurría el tiempo y Francisco estaba por cumplir nueve años. Una tarde, venía atrás del rebaño cuando empezó el ocaso y se incendiaron todas las nubes y el espacio amplio de lo que la vista abarca del poniente, lugar donde se guarda el sol.
Caminaba con sus acompañantes, los animales y los perros, lentamente, ba- jando la pendiente de tierras coloradas, sintiendo el vapor calientito que despide la laguna y, observando pleno de gozo a las borregas y cabras con vientres abul- tados, satisfechas, llenas, y con sueño. A los animales se les alimentaba con maíz molido, puesto en artesas pequeñas, y para llenar, pacas de avena acicalada. Los domingos no pastoreaban, ese día ayudaba en el comercio a su padre o jugaba.
Francisco se reunía con sus amigos en el campo deportivo, regalado por un rico del pueblo, donde había dos canchas, en una se jugaba beisbol y en otra fut- bol. El futbol llamado “llanero” era la pasión que lo absorbía, lo consumía. Jugan- do se olvidaba hasta de su existencia. Y además era bueno, pateaba muy bien y, ala izquierda, por lo regular siempre anotaba goles.
Caminaba con sus amigos por la calle de Cuauhtémoc, también empedrada, que lo llevaba a su casa. Hacían bromas con algarabía, con sus trajes de futbol. No se cam- biaron, llevaban puesta la camisola corta, los calzoncillos, los botines y las calcetas arrugadas hasta el tobillo, y sobre su hombro derecho, la chamarra, amarrada a su demás ropa. Rodrigo, un güerejo flaco, señalando a la pendiente pronunciada de la calle a lo lejos dijo:
—Oye, negro, allá va tu padre don Jesús.
En efecto, a lo lejos, a menos de cien metros, su padre iba haciendo setas, cayéndose de borracho. Con abnegación, Francisco pensó que don Jesús jamás cambiaría, seguiría con sus vicios, perdido, fuera de sí, como si estuviera loco. Las mujeres, el vino y el juego de cartas lo tenían crucificado.
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—¡Pobrecito! —musitó Francisco, y quedó en silencio.
—¡Mira! ¡Mira! —volvió a decir el güerejo flaco.
Al concentrar su atención, se percató de que un tipo grueso, fortachón, le arrojaba a su padre dos piedras, de las cuales ninguna atinó, y a continuación lo vio correr rebasando a su padre, señalándolo con las manos y gritándole algo. Im- pactado, sin decir nada a los amigos, corrió veloz, rápidamente como gacela con el objeto de alcanzar al hombre. Como viento se paró frente al tipo y lo encaró, cuando éste abría la puerta de su domicilio. El corazón le estallaba, la cólera ciega le quitaba todo miedo:
—¡Oiga! ¿Por qué le aventó piedras a mi padre? No ve que viene borracho.
Al escuchar el reclamo, el hombre aquel, enorme a la vista del Negro, con los ojos inyectados de ira y el rostro enrojecido por la sangre a punto de salir e inundar su cara, gritó:
—¡Pendejo muchachito! A ti es al que te voy a dar en la madre.
Al instante se lanzó contra el chamaco, el cual con agilidad lo esquivó y co- rrió a la acera de enfrente, tomó la onda de la bolsa grande de parche de la chama- rra, buscó en los bolsillos del pantalón y extrajo dos piedras, aventó el envoltorio de su ropa al suelo. Tomó la onda en su mano derecha, colocó una piedra en sus redes, agitó fuertemente y lanzó el proyectil contra su agresor, el cual fue a parar al pecho abultado del hombre furioso. Sonó hueco como una pared de paja seca, se desplomó. Acto seguido, Francisco colocó la segunda piedra en la honda y, de la misma manera, lanzándola con fuerza, golpeó la espalda del hombre caído, que se retorcía humildemente con el dolor, gimiendo, moviéndose compulsivamente, como si tuviera un ataque, como si estuviera ahogándose, perdió el conocimiento y se mantuvo inmóvil. Solo el arrastrar del aire en su boca daba la seguridad de que seguía con vida.
Asustado, pero no arrepentido, Pancho se fue con rapidez a su casa y se en- cerró sin salir. Mandó a los demás pastores a los potreros y él permaneció intran- quilo, hasta que después de una semana se decidió a salir
Ya no sentía nada. Además él tenía el derecho y la razón y, si había bronca por lo echo, pues ni modo. Él se defendería, pero eso sí, jamás volvería a esconderse, pasara lo que pasara.
Por un tiempo corto, todo se mantuvo igual; no hubo respuesta a los interro- gantes, las tareas se restablecieron para Francisco. Su condición de niño no le daba la cualidad de fijar por mucho tiempo su atención en cosa alguna. Su curiosidad por conocer y aprender nuevas experiencias le daba una movilidad cambiante.
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Jesús, el papá de Francisco, procedía de la tendencia de Chaparro, a 10 kiló- metros de distancia de la ciudad —aldea (poblado)—. De mediana estatura, cabeza pequeña, ojos como canicas, chicos, con gran movilidad, bigote poco poblado y arreglado en una línea, cabello castaño liso, dentadura fuerte, blanca, pareja, se- rio, con gran empatía para todos, agradable. Trabajó en su lugar de origen, en la explotación americana de los bosques de esa región. Primero fue trocero, después cortador, siguió ayudando en el carro del aserradero, luego a afilar sierras, colocar cables, chumaceras, alambres, para terminar como amo de compañía del primer capataz, el señor Smith, un güero flaco, desgarbado, fumador de puro, que a cada instante arrojaba escupitajos y que todas las tardes jugaba a las cartas, tomando innumerables “caballitos” de tequila con sus rebanadas de limón. Cuando empezó a servirle, Jesús era un ignorante. Con él aprendió a ver la vida de otra mane- ra, como negocio nada más; dejando atrás, tantos temores, tradiciones y cuentos mágicos, en fin, sueños. Se volvió práctico, pero también jugador y borracho. Lo aprendió con honores, sin reprobar la práctica. Diez cortos años duró el emporio maderero americano. Los gringos se retiraron; abandonaron la explotación. Smith le había tomado aprecio a Jesús. Le invitó a irse con él a los Estados Unidos, pro- puesta que Jesús no aceptó. En esta época andaba enamorado con una muchacha llena, exuberante como selva e inocente como hormiga. Se moría de la risa, cuan- do Smith, sorprendido, le preguntaba el porqué.
—Un par de tetas, Smith, jalan más que una yunta de bueyes —contestaba Jesús, llenando el cuarto con sus carcajadas.
—Se acabó la “chiche”. Hay que cambiar de aires.
Esa tarde lluviosa de julio, subió a uno de los vagones del ferrocarril y se bajó en la parada del poblado. Frente a la estación del ferrocarril vivía María, la joven por la cual neceaba. No quería separarse de ella, si eso fuera posible. Después, ya casado, entender o caer al juego de volver a ser práctico, y lo práctico es usar a las mujeres, ya que entenderlas no es posible, salvo que quieras terminar loco o esclavo de capri- chos. Esta manera de pensar y actuar estaba totalmente arraigada en su cuerpo, en su espíritu. Hombre de conciencia acortada, limitada.
Jesús se arrimó a un tío, ayudándole a destazar animales, vender cortes en la carnicería, extender chicharrón, cocer carnitas, elaborar tacos. Después de un año se había convertido en tablajero. Un oficio que aunque de matarifes les permitía a todos los que pertenecieran al gremio colocarse dentro de la clase media alta y uno que otro pasar a formar parte de los ricos; con sus mismas costumbres chabacanas,
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vulgares en su mayoría, plagadas de incultura y protagonismos ridículos, pero creando su reino y gozando su momento.
Al año y medio se independizó, una buena ganancia, y un día de juego se lo permitió. Con un cambio: él no trabajaría ni cerdos ni toros, se dedicaría a la carne de cordero cruda y en barbacoa. La práctica y su olfato de hurón así se lo indicaban, así lo intuía. Y le pegó, como se ufanaba más delante. La insistencia y la repetición de los actos se van sumando y con el paso del tiempo forman esce- narios, crean necesidades y especialidades que como tales dominan la excelencia en la calidad de lo que se produce. Ya en su domicilio había mandado levantar tres hornos, construidos con tabiques de arcilla recocida, con puertas al frente de placa de acero, con pasador a presión. Los hogares eran amplios, con capacidad de hasta quince canales por horno. Eran alimentados por madera de encino creando fuegos que dejaban una cama gruesa de brazas incandescentes.
Un día antes se sacrificaba a los animales más gordos. Se dejaban orear toda la noche para que la carne de borrego o cordero se asentara, tomara cuerpo, en fin, madurara, para que adquiriera un sabor pleno, delicioso. Al siguiente día los canales eran troceados en pedazos grandes: piernas, paletas, espinazo, costillas. Se colocaban sobre pencas de maguey recién cortadas; se arropaban totalmente con estas pencas, ajustándolas con alambre delgado de acero, formando una concha que cubría totalmente cada canal. Ya preparados de esta forma se cargaban los hornos, depositándolos sobre las brasas y cerrando las puertas. Después de corto tiempo, que dependía de la consistencia que se quisiera del producto terminado, se cocía la carne en su jugo animal y, en sus pencas, jugo vegetal, para arrojar una suculenta barbacoa que humeaba un vaporcillo que atrae. Se acompaña de torti- llas de maíz calientitas, acabadas de retirar del comal y se le agrega al gusto salsa de jitomates con chiles guajillos. Un manjar para compartir con los dioses, una inmensa sabrosura.
Cada semana, los sábados y los domingos, afuera de su domicilio, sobre una larga mesa, colocaba dos artesas construidas en madera, envueltas en mantas finas y delgadas. Al final había una arpilla de yute, para conservar el calor de las piezas de los borregos, sacrificados y convertidos en barbacoa. Buenas ventas cada ocho días. Pero cuando éstas eran verdaderamente positivas y subían más del cien por ciento era durante la temporada de la feria anual, una semana antes del primero de noviembre y dos semanas después. Se formaba un gentío que festejaba el día de muertos. Bajaban de la sierra y de los llanos: de Agostitlán, San Antonio, Huajúm-
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baro, San Lorenzo, Chaparro, San Bartolo. Como río, la gente se desparramaba desde el panteón hasta al zócalo del jardín, pasando por los puestos de dulces con- fitados, de nieves caseras, de mole con arroz, y muchos a los puestos de barbacoa. El de Jesús era el preferido: movido, nervioso, dicharachero, agradable y coqueto. En un día vendía noventa cabezas de borregos, tres cargas de hornos por la ma- ñana, a medio día y en la tarde. Días pesados de feria, la fatiga rendía los cuerpos, pero las exigencias lo revivían; José, despachando a puños, usando o no la báscula. Por su lado, María, repartiendo tortillas, consomé y salsas, más refrescos caseros, y los hijos con los ayudantes, entrando y saliendo, cargando cajones con carne. El pueblo en esa época, año de 1935, contaba con diez mil habitantes, que se duplica- ban en la temporada de feria, con la población flotante de todas las rancherías y algunos visitantes de otras ciudades de la república.
Como vehículo de cambio circulaban unas monedas de plata, con valores de uno, cinco, diez y veinticinco pesos, más la morralla constituida por las monedas de centavo, dos centavos, cincuenta centavos, todas en la ley 0720, representaba casi plata pura. Había abundancia de metálico pero Jesús le regalaba a María todas las monedas de diez centavos que ingresaban a la caja. Parecía que fuera algo per- dido o molesto por el bulto que hacían. Ella las fue acumulando en una cómoda con tapadera, soportada por cuatro patas torneadas. Las necesidades familiares se cubrían ampliamente. Los excedentes se componían de cantidades importantes, pero ¿para qué? Jesús había tomado su camino y ya se sospechaba el rumbo, se adi- vinaba el lugar. Parecía como los elefantes viejos a los que la naturaleza les llama a sus raíces y el instinto guía al cementerio donde terminan. En el caso de Jesús no podrían considerarse como instintos, más bien, costumbre, rito, vicio, obsesión y pérdida de conciencia.
El manejo de los excedentes los controlaba el amo, el dueño y señor mío, derrochando en francachelas, apuestas y “viejas” que vendían sus caricias, así fi- charan en un lupanar o fueran “decentes”, en domicilio propio. “¿Hasta cuándo duraría?”, pensaba Francisco, rumiaba la inconformidad, su carácter testarudo lo exponía a cada momento, buscando en su corta edad una explicación que no encontraba. Pero su cariño grande hacía que desechara de inmediato sus aprehen- siones, abandonaba los pensamientos pesimistas que aún a su pesar le entraban a su mente. ¿Sabía perfectamente que el vicio, como conducta humana, es una mon- taña rusa, que va subiendo con lentitud, con esfuerzo y hasta con cansancio, hasta apoderarse del espíritu, del cerebro de su víctima, que ve y observa como natural
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el dedicar más tiempo a ese esplendor que ciega, que divierte y da salida a los goces mundanos y pasajeros, pero al llegar al cenit de la montaña, empieza la caída, que precipita con estruendo la destrucción de la vida?
Sonaban las tres de la tarde en la campana del reloj de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, sonidos nítidos, vibrantes. Una campana de bronce fundida en Francia y traída por la orden de los Franciscanos en el verano de 1711, de la cual toda la comarca presumía y se sentía orgullosa. A un lado de la cocina ahumada y con ollas, jarros, cazuelas colgadas a la pared, se ubicaba un pequeño comedor con una mesa y seis sillas, trinchador a la espalda. María servía de comer a Jesús, su marido, a Francisco “el Negro”, y también a Alicia, una niña bonita, blanca — india blanca—, de seis años, muy vivaracha y discutidora, y a Raúl, un muchacho fuerte de doce años, callado, de esos seres que nunca hablan y cuando lo hacen, utilizan más el sí o el no. Estos dos eran hermanos de Francisco, aunque su in- tervención dentro de la discusión era cero. En ese momento se oyeron ruidos de la aldaba de la puerta que daba a la calle, tocando con insistencia. María salió de la cocina, se encaminó por un corredor a cuyos lados se ubicaban dos cuartos, el de ellos y el de los niños. Llegó a la puerta y la abrió. Ahí estaba un desalineado policía de pueblo, muy serio y circunspecto. Le entregó a María un citatorio para don Jesús del juez de paz, para que a la brevedad se presentara con el presidente municipal.
De regreso al comedor, María le extendió el sobre a Jesús diciendo:
—Un policía me entregó este papel para ti, que te presentes con tu amigo el presidente. ¿Qué cosa quieren?
—Lo ignoro, mujer.
Contestaba al mismo tiempo que leía, para agregar luego:
—Alguna idiotez, pierde cuidado. Mañana voy a ver de qué se trata.
El joven Francisco escuchó y presenció la escena. De inmediato, como res- puesta a un estímulo, le asaltó un temblor interno, de nervios que chocan, de corrientes que se atropellan; pero fue un instante. Su calor y su seguridad innata le permitieron recuperarse de inmediato sin que nadie se percatara. Estaba cierto de que ello se debía a lo que solo él sabía y lo pudo comprobar cuando al otro día su padre lo llamó.
—Pancho, prepárate para cuando vuelvan a llamarnos. ¿Qué le hiciste al ve- cino?
Por unos instantes guardó silencio y luego sin dar ninguna contestación a la pregunta, dijo:
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—De una vez vamos, ¿por qué esperar?
—Porque según el presidente, quiere juntarnos a mí, al vecino y a ti. Y por lo pronto Roberto no puede asistir, está en el hospital civil, lo tienen envuelto todo el cuerpo, como si fuera una momia, lleno de vendas. Yo creo que está loco y delira y nos mete en sus danzas, nomás porque sí. Pierde cuidado, lo que vaya a pasar, pasará.
No se volvió hablar del asunto. Corrió el tiempo, casi un mes: 28 días. Cuan- do se iba a presentar a la famosa cita, la duda y la preocupación hacen presa a toda criatura. El desconocimiento y la conciencia, cooperan en ese estado de resorte.
¿Y si el daño al vecino ponía en peligro la vida?
La ansiedad se incrustaba en el pecho de Francisco y lo hacía presa de senti- mientos, ora bondadoso, ora despóticos, ora de remordimientos, ora de soberbia, de todas formas y fuera cualquier tipo de manifestación, él estaba seguro de haber actuado bien y con justicia. El resultado no importaba; la defensa de su padre valía más que todo; valía hasta el derrumbe de una estrella. Le asustaba que este último sentimiento prevaleciera, luego lo desechaba; como niño, condicionaba sus actos al amor que sentía.
La necedad es una forma de justificar los actos, para la conveniencia y solu- ción de uno, la mejor forma es buscar explicaciones, aunque éstas no sean lógicas. Lo importante y fundamental es encontrar razones que de manera tramposa nos den el gane. Ahí empiezan a formarse las personalidades llenas de costumbres y de vericuetos. Francisco, que sabía de ello, usaba su entorno y se adaptaba a las exi- gencias de ese medio. El desconocimiento es el mejor medio para fracasar. Pasaron dos pesados y tediosos meses, no 28 días. Frente a don Melquíades —que así se llamaba el presidente municipal— estaban Francisco, Jesús y Roberto, el hombre fortachón con la cara roja de sangre, que para ese instante había perdido la fuerza y la sangre, convirtiéndose en una lagartija esmirriada, flaca y asustada.
—Vamos a ver. Aquí se queja este señor de que tu hijo le pegó.
—¿Mi hijo? Ja ja ja, a este grandulón. ¡Miente!
—Pues él fue aunque te burles —dijo acalorado Roberto.
—Vamos, vamos… sin discusión. Panchito: ¿Tú le pegaste a este señor?
—¡Sí!
—¿Y por qué, nos puedes decir?
—Él lo sabe, que lo diga.
—Yo no tengo nada que decir. Él fue.
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Jesús explotó:
—¡Mira, desgraciado! Yo contigo me voy a entender.
—Ya ve, señor Presidente, ¡me amenaza!
—Vamos… aquí no va a crecer el lío. ¿Qué te parece, Jesús, si le das cinco pe- sos por las curaciones y se acaba esto? Más una colaboración que tú quieras para la Presidencia.
Cuando escuchó la propuesta del presidente, Francisco recobró la tranqui- lidad. Había estado pensando en la separación de la familia, creía que lo iban a mandar a la correccional en la capital del estado, donde se corregía a los menores de edad que podrían con el tiempo convertirse en criminales. Aunque estaba se- guro de que la tal correccional era un centro burocrático, cubierto de martirios, de dolor y de abusos de homosexuales, que vivían en la “chilla” sin presupuesto adecuado. Miró a su padre con benevolencia, cuando se dirigía a don Melquíades:
—Para acabar con esto estoy de acuerdo, aquí tiene cinco pesos… ¡No! Diez pesos, vamos: veinte pesos y veinte pesos más para la Presidencia. ¿Estamos? ¡Ah! Tú y yo, Roberto, nos vamos a entender, te lo aseguro.
Una sonrisa amplia de Don Melquíades, que descubría su dentadura, parte de la cual era de oro rojizo, como indio de Huetamo. Traído para gobernar como presidente por órdenes del cacique de la región, sellaba el trato. Sopesando que en esa época, cinco pesos plata como multa representaba una muy buena cantidad, cuanto más veinte pesos.
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—Vamos… no se hable más. ¡Ah! y no quiero —por tu última amenaza, Je- sús—, no quiero que esto se complique allá afuera. Si no, los encierro a los dos. Y no me mires así, Jesús, también a ti, aunque seas amigo. ¿Entendido?
Iban bajando las amplias y espinadas escaleras del palacio municipal, que llegaban al pie del gran portón de entrada, padre e hijo. Éste esperaba el regaño, el castigo; pero nada de ello se dio. Los dos iban en silencio. Al cabo de un minuto y llegando al patio, Jesús le dijo:
—Ora pues, ¡lárgate a jugar con tus amigos!
Las hojas del calendario se agolparon, en un racimo grande, avanzando el tiempo como cosa sutil que no se siente, solamente se intuye: una formación cam- biante de hechos, sucedidos en longitudes de onda diferentes. Pero los hombres con la conciencia sellada, en donde los valores y voluntades no tienen cabida —y no por culpa de ellos, sino por sus vivencias inconclusas, vividas sin pasión y sin reconocimiento—, no cambian, repiten sus pasos en un círculo, como canes mor- diéndose la cola en espacios cerrados y, como tal, con un final previsible. Jesús mantuvo invariable su vida, igual en calidad, aumentada en cantidad, con los mis- mos vicios, las mismas pasiones, las mismas inclinaciones, y todo ello socavando los núcleos originales, que deberían traer firmeza a las personas, las familias y a las naciones.
El resultado derivó en falta de efectivo para pagar las deudas y los compro- misos con los proveedores. Se fue reduciendo el rebaño, las ventas se cayeron por falta de capacidad para cubrir la demanda, las necesidades insatisfechas empeza- ron a llamar la atención. La abundancia se terminaba y comenzaba la precariedad y la pobreza. Por otro lado, Jesús no relacionaba estos hechos con sus acciones. Cuando la mente se enajena, pierde el sentido de las proporciones. Se evade y pre- tende encontrar en las ensoñaciones las explicaciones de un presente, dejando que otras manos y otros actos definan el destino de uno, para casi derrotado exclamar, con más angustia que afirmación:
—No tarda en cambiar la suerte y toda va a ser mucho mejor.
Se espera, y esa actitud no cambia. Es un acto sin trascendencia, toda vez que es pasivo, dejar que por sí solos los aires cambien de dirección, es la forma más segura de terminar sentado solo en un inmenso desierto, abandonado de uno mismo.
Hacia ya cuatro años que había dejado de pastorear los rebaños. Su inquietud por ser más lo había empujado a elevarse en la trama de la sociedad. Este lapso de
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tiempo fue el que duró la construcción del tramo que atravesaba la población, de la carretera México-Morelia, tramo Tuxpan-Morelia, ordenada por el presidente de la República y construida por una compañía de alemanes. Desde el inicio, el negro se acercó a un ingeniero alemán, rubio, blanco, fuerte y agradable que se llamaba Kuns Von Rosen, pero que todos para no complicarse le llamaban ing. Kuns. Francisco primero fue su mandadero; después pasó a ser peón de pico y pala. Pero el ingeniero rubio, pelos lacios, al observar la inteligencia natural del muchacho, lo efectivo, su gran capacidad de aprendizaje y su insistencia para cre- cer, lo testarudo y el empeño que ponía en todo, le fue enseñando a conocer y manejar las máquinas poco a poco, hasta que se encaramó en ellas, como operador. Doce años, parecía charal, perdido en gigantescas máquinas. Apenas alcanzaba los pedales; los trascabos, las escavadoras, los tractores, aprendió y las hizo suyas, el orden y la disciplina del alemán, la voluntad a prueba de derrotas, la confianza en sí mismo de un pueblo que sobre las desgracias no se deprime, se levanta sobre los escombros y construye y supera la adversidad, sin miedo y con seguridad en el futuro. Un bagaje preciado en la formación de Francisco, aun con la inconsciencia de don Jesús, que cerraba su puño sin consideración, aplazando el tiempo venido, por ratos, preñado de deseos de dejar caer en un espantoso abismo el abandono total.
Un 4 de diciembre de 1938, en la mesa del comedor del hogar de Francis- co, cenando la familia con insuficiencia, pero soñando todos en mejores tiempos, aunque fuera sueño falso, se recogieron a dormir. El frío marcaba 2 °C y el aire furioso y gélido azotaba todos los objetos, chillando como fantasma en pena.
La luna resplandecía en un cielo tormentoso y agitado, formando olas de nubes, chocando unas con otras. Cielo cargado de electricidad, haciendo contacto con la tierra, y lanzando fuegos, tronando en las alturas los destellos, en seco, sin ninguna gota de agua. Los murmullos de todos los seres vivientes habían cesado, como si el temor abrazara a ese espacio, a ese contorno, y lo estrujara para renacer- lo o dejarlo en las tinieblas. Pasaba de la media noche cuando fueron despertados por un estruendo en la sala de la casa, María prendió una vela en un candelabro, la mayor parte del pueblo no contaba con corriente eléctrica, la planta chica privada apenas daba servicio a un tercio de la población y por zonas. Jesús jaló el cajón de su buró y sacó una pistola calibre 45 del caballito, y fue a la sala a defender la seguridad de la familia, pensando que se había introducido un ladrón. Francisco tras él con otra vela prendida en las manos, lo seguía con cautela, conteniendo la
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respiración, como pantera dispuesta a dar el salto sobre la presa, tendones tensio- nados, corazón batiente.
—¡No hay ladrones!
Gritó su padre para enseguida agregar:
—Es la cómoda de las monedas de tu madre.
Francisco observó la cómoda despanzurrada, la base una tabla de 45 centíme- tros de ancho por un metro de largo, yacía rota y sola a un lado de la mesa de centro, más allá, cerca de la salida al patio de la casa, el cuerpo de cincuenta centímetros volcado a un lado de la puerta y a unos metros las patas torneadas, dos quebradas y dos enteras como con sorpresa por su insuficiencia; miró con asombro, levantando las cejas y abriendo los ojos al ver como las monedas de diez centavos plata hacían ruido y se deslizaban como corrientes de río y desaparecían por las junturas abier- tas en el piso de madera y las más, como soldados formados, iban a desaparecer en las coladeras del drenaje, como chorros de agua incontenibles, de una cascada con fuerza y energía propias.
Vino a su mente, la imagen de su madre, cuando la miró hacía días moviendo la cómoda con pequeños golpes, para que se cerniera y tomaran su lugar las mo- neditas, cuando la cómoda rebozaba, totalmente llena y no les daba acomodo a las de la superficie.
Concluyó que el peso, siendo demasiado, había vencido el esfuerzo de las pa- tas y se había venido abajo. Las pocas monedas que quedaron en el piso brillando de manera burlona fueron recogidas; la cosecha fue muy raquítica, la mayoría se había perdido. Ahí, en ese momento, pensó que los actos de uno daban lugar a que otras fuerzas, quizá el espíritu de las cosas, manejado por otros entes, marcaban el final de la riqueza y el inicio de la desgarradora miseria. Como un resultado más allá de la razón que todo lo analiza y sintetiza, que define los destinos de los que no quisieron ser prudentes, los que no quisieron sentir seguridad, de los viciosos que no les importa el futuro; se los imponían, se los asignaban.
No tuvieron que esperar mucho, en pocas semanas, se agravaron los proble- mas. Sin resistencia para hacer frente, una noche cualquiera la familia abandonaba el pueblo de Tajimaroa, en el estado de Michoacán, y tomaba otro rumbo, el hilo que anudaba la raíz, era roto, en otros parajes había que formar un nuevo hilo, sin asideras y sin finales, continuo, que pudiera amarrar los efectos y afectos de una nueva siembra. En un viejo camión rabón, Studebaker, cargaron sus pertenencias y salieron rumbo al oriente, usando la carretera nueva que Francisco había ayu-
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dado a construir, buscando otro destino más armónico, más dulce, cargado de la ansiedad que postra al ser humano, a imaginar otros parajes, que su fe raquítica y enferma los hace aparecer en la mente como paraísos terrenales. Si había una rea- lidad, es que iniciaban una aventura sin seguridad alguna y con muy poco dinero. Al fin, cuando el pobre sueña, mitiga los ardores de la necesidad. El ingeniero Kuns le había informado que a un lado de Río Hondo, en el estado de México, se localizaba el campamento de una compañía constructora francesa, la Kobe, y estaba montado los ramales y las plantas de bombeo para la obra hidráulica que aumentaría el volumen de agua para el Distrito Federal.
Llegaron por la mañana y de inmediato concurrieron a la oficina de contra- tación de la compañía. Tuvieron suerte relativa, fueron contratados como peones con un salario de 12 pesos a la semana.
Con Jesús no había problema, su oficio de tablajero, sin capital, estaba fuera. Con su hermano Raúl de dieciséis años, de oficio panadero, dejaría de elaborar su pan rico de dulce, las conchas, las chilindrinas, los hojaldres, o sus teleras o bolillos, llamado pan blanco, esperaría hasta ver. Pero el más perjudicado era el de trece años; no le creyeron que manejara máquinas y se la dieron de peón. No im- portaba, con el tiempo se daría a conocer para que lo reconocieran y lo cambiaran. Comenzó una vida gris. Montaron una choza con desperdicios de madera, zacatón y láminas de cartón enchapopotadas como techo. Humedecieron y apiso- naron el piso de tierra. Con ese salario no tenía para rentar ni un cuarto en Río Hondo, por lo que escogieron una superficie en forma de V que hacían dos ríos, uno colocado al oriente y otro al occidente, cruzándose a quinientos o más metros adelante. Los terrenos que tomaron como precaristas eran invadidos también por otros, parece que el dueño no aparecía. Aquí había como 25 chozas desparramadas, de los rechazados al convite de una sociedad altanera y egoísta. La primera semana se la pasaron casi como camaleones, ayunando a fuerza y comiendo aire, pero con
el primer sueldo empezaron a llenar sus intestinos chupados.
A la semana siguiente, festejaron con alegría y respeto religioso la Navidad. Alumbrados por tres gruesas y grandes velas, además de una veladora que nunca se apagaba y alumbraba, daba su luz a una imagen de la Virgen de Guadalupe: icono que su madre había colgado en una pared, sobre una pequeña repisa, con una servi- lleta blanca encima, bordada por ella misma. Dios era grande y aun con los errores de los humanos nunca abandona a sus criaturas perdidas, sin orientación. Más bien, siempre provee, aunque sea poco, sirve para restablecer los esfuerzos físicos, ade-
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más de que renueva en poder la fatiga del alma. Aquí y siempre se cumplía el dicho: “Dios aprieta pero no mata”. Fueron felices esa noche, su catarsis emocional con el creador, con el profeta crucificado por los judíos y los romanos, el pobre de riquezas, pero rico en sentimientos y amor, les traía vitalidad para enfrentar con resignación o con gozo, su porvenir.
Jesús en poco tiempo se hizo de amigos, con sus mismas inclinaciones. Esto es muy natural, mapaches hay en cualquier conjunto humano, el olor que despiden los hace que empaten unos y otros. Se aceptan de principio, se cuidan, se buscan, se necesitan. Y se repiten en compañía los mismos ritos, los mismos oficios. Veces sí, veces no, pero por regla siempre la zozobra y la necesidad, veces deslumbrada por días, pocos, llenos de abundancia.
Jesús les cobraba su salario a los hijos, siempre había sido así, en Tajimaroa, en la panadería y en la compañía con el ingeniero Alemán, y ahora en la compañía francesa; no podía ser de otra manera, el pivote y el drive eran su responsabilidad como padre y ni por equivocación se pensaba otra cosa. Pasaron dos años con esa ambivalencia insoportable. Una piedra que cae de la montaña y por la pendiente adquiere a medida que avanza una aceleración que aumenta su velocidad, hasta que termina de caer y pierde su energía, dinámica, manteniéndose al final en re- poso sin agraviar a nadie, pero sin desarrollar trabajo alguno. La ansiedad de Jesús lo asechaba y se lo comía a diario. Poco faltaba para que reencarnara en la piedra que cae por la pendiente, sin saber porque, sin quien la detenga.
Él seguía siendo peón, cumplidor pero peón, no le interesaban más compli- caciones. Raúl había sido ascendido a jefe de cuadrilla, macizo en plena juventud, con 18 años, buscando donde encontrar compañera para una libido necesitada, y Francisco, con quince años, abriéndose de la pubertad a la adolescencia, al cambio definitivo de su organismo, pero siempre seguro, despierto, sin temor ni miedos a nada. Con responsabilidad, lo habían puesto como ayudante de almacenista; sa- lidas y entradas de almacén, etiquetando herramientas, listas que les llamaban in- ventarios de lo que existía a tal fecha. Ahí conoció más técnicas, como él presumía. Sabía de bombas, mangueras, caballos de fuerza, alambres, válvulas de todos tipos, tuberías, espesores, diámetros, lijas, palas, picos, carretillas, equipos de gas, clavos, maderas, arrancadores, transformadores, listones, pinturas, aceites, com- bustibles. Estaba feliz, ya se creía un técnico, aunque seguía preguntando a su jefe cualquier cosa que desconocía. Cumplía, la enseñanza de los alemanes daba resul- tado. Un viernes de julio por la tarde —acababa de llover—, los obreros formaban
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cola ante las oficinas de pago de la compañía. En sus manos mantenían cogida la boleta, donde la administración marcaba el salario alcanzado por cada uno; Jesús llamó y les ordenó a sus hijos:
—Firmen sus boletas y váyanse a la casa, díganle a su mamá que después yo voy. De inmediato se fueron los dos muchachos, alegres, despreocupados; co- rrían persiguiéndose, paraban, se lanzaban pequeñas piedras, iban riendo, sal- tando los durmientes de la vía del ferrocarril, integrados en su alegría a la na- turaleza. A ambos lados de los rieles, dos metros hacia fuera, se plantaban en extensiones de muchas hectáreas, dos milpas de maíz, compuestas por miles de cañas en formación arriba de los surcos, plantas de 2 metros y más de altura, cañas acolchadas, con hojas anchas saliendo de su tallo y haciendo una curva a mitad de su camino para caer suspendidas con elegancia. Encima de este cortejo de hojas, bailaban gotas de agua, sobrantes de la lluvia que había mojado toda la plantación, gotas redondas manteniendo su cohesión, por fuerzas tensas de su- perficie. Como perlas despidiendo destellos, al reflejar los rayos rojos que como una gran fuente despedía el ocaso, ver en los tallos emerger de uno a dos cuer- pos de elote y al final en el cono una cauda de cabellos, vivos, tiernos, vibrando en espera de la fecundación, y en la punta de la caña, abierta a los cuatro vientos, la espiga, y, en sus brazos como estrella, abriendo las pepitas y, dejando caer un polvo suave, amarillo intenso, el polen que junto a cabellos de elote, cumplirían el código de la fertilización, para juntar los cromosomas formadores de nuevas vidas, de grandes mazorcas, corridas de granos gordos, listos a repetir el miste- rio de la vida, a cooperar en la armonía del universo donde la tierra es un punto más en el infinito. Abajo, entre planta y planta, las flores de campana, abiertas, empezaban a formar el cuerpo de la calabaza; pero unas ya estaban adelantadas, formadas, descansando su cuerpo rugoso sobre el surco, en el contacto con la tierra, blancas, y el demás cuerpo con colores jaspeados de blanco y amarillo. Todo el conjunto era una selva verde oscura, despidiendo vapores de existencia. Más lejos allá arriba, las montañas cubiertas de vegetación fría, y más allá las puntas de las mismas, escondidas por conglomerados de nubes en remolino. Solo el que entiende la belleza es capaz de acercarse al cielo. Ambos muchachos se sen- tían pertenecer, estar esparcidos en ese ambiente maravilloso. Hasta que llegaron
a su choza dando gritos de contento.
Corrían las horas; Jesús no aparecía. Cayó la noche. Como vivían al día, no había ni un mendrugo para comer. María les hizo un té de canela en agua caliente
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endulzada, para el frío del estómago, según decía. La niña lloraba por un dolor que sentía en la boca del estómago, los demás se miraban extrañados con una an- gustia silenciosa.
A Francisco el Negro le nacía una furia en su pecho que amenazaba con des- bocarse. Le parecía imposible que a su padre le importara tan poco y los dejara, así nomás, sin comer. Sentía aparecer un rencor espeso, negro, pesado, que laceraba sus emociones, pero aun con todo, se amainaba y no sentía odio ni renuncia a su padre, sencillamente se quedaba en la duda, queriendo buscar justificaciones, aunque, por otro lado, sabía que no las había. Lo que pretendía en su interior era salvar la imagen de Jesús en su corazón. A la mañana, muy temprano, le dijo a su madre:
—Ma, ahorita regreso, si no lo encuentro paso a ver al Checo. Pero esto hoy se resuelve. Su madre bajó la cabeza en señal afirmativa. Él, lleno de dinamita, musculoso y limpio, salió y encaminó sus pasos por la vía del ferrocarril; en un santiamén sus pies se comieron 3 kilómetros que separaban su choza de donde intuía podía estar Jesús. Al sur de la vía, a mano derecha, iniciaba una cuesta em- pinada de unos seiscientos metros, con matorrales de pasto verde por la estación y con un crecimiento abusivo; al llegar a la cuesta rumbo al occidente corría una vereda larga que se perdía a lo lejos, en el inicio de un pequeño bosque, el gran espacio que se abría a sus ojos, además de los matorrales verdes, plantados a dis- tancias largas, aparecían pinos altos de tronco grande, donde se oía el gorjeo tem- pranero de los pájaros, de los gorriones. Seguía Francisco a paso veloz, y cubrió en menos de 15 minutos una extensión de kilómetro y medio de distancia. Entró al bosquecillo, camino 50 pasos y salió a un claro arenoso con poca vegetación, con el terreno cubierto de gravilla pequeña negra y café. Torció a la izquierda y volvió a ascender rumbo a una de las montañas cubiertas de pinos. En una de ellas, tirando a la derecha, se divisaba el boquete de una cueva. A medida que se acercaba, se convertía en terreno entre farallones de piedra volcánica, resbaladiza y con poco pasto, creciendo en las hendiduras. Eran mil metros máximo a la entrada de la cueva, allá se dirigió el muchacho.
Al trasponer la entrada de la cueva, se topó con un espacio oscuro, con una bóveda, de piedra renegrida por el hollín de las velas y los ocotes. Se sentía un olor penetrante a cerveza y a orines, algo que no supo por qué pero le parecía deprimente. El espacio era amplio y al final seguía como túnel, reduciendo su ta- maño y filtrando en algún lugar pocos rayos de luz, en una como claraboya peque- ña. Al centro y de lado derecho, casi pegado a la pared, descubrió a un conjunto
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de jugadores a los que ya conocía, sentados en pequeños bancos y con las cartas extendidas sobre unos cajones de madera. Ahí estaban los hermanos Sámano, el güero Quintero; también estaban Montaño y Arnulfo. Miró a su padre sentado atrás de Montaño. Nada más observaba, ya no jugaba. A un lado de las cartas es- pañolas gastadas y mugrosas, había cajetillas de cigarros, en el suelo estaban tiradas dos botellas vacías de tequila y arriba sobre la mesa estaba otra llena hasta la mitad. Arnulfo tenía extendido un gabán cenizo sobre sus piernas y sobre él un montón de dinero, mucho dinero, le pareció a Francisco. Arnulfo estaba jubiloso, iba ganando. Ahí se acordó que Arnulfo le debía cinco pesos.
—¡Papá!
Jesús levantó la cabeza y miró a su hijo en blanco, como ido, fuera de este plano; de manera instintiva, pero sin ubicar el foco, desorientado, en estado de es- tupidez. No dijo nada, regresó la cabeza a su posición original y volvió a observar el juego, mascullando ruidos inentendibles.
Arnulfo, uno de los tantos inspectores de la compañía, al ver a Francisco, mientras Mantaño barajaba, le dijo:
—Acércate, muchacho, toma por ahí asiento.
En ese momento Arnulfo recibía sus cartas, jugaban póker cubierto. De ma- nera insospechada o quizá empujando por corrientes misteriosas, volvió a mirar al Negro y le dijo:
—Mira, ahorita que gano te voy a pagar. ¿Cuánto era la deuda? Ah sí, ¿cinco pesos, no? Metió la mano al montón de dinero, tomó una moneda de veinte pesos y se la extendió al chamaco, al ver la cara de sorprendido lo calmó diciéndole:
—No, importa, tómala. Ni se nota que salieron del montón, ja, ja, ja.
Francisco recibió la moneda, dio media vuelta y tomó la salida. A punto de llegar, lo alcanzó su padre que hasta ahí lo había reconocido, lo tomó del antebrazo y le dijo:
—Dile a tu madre….
No prosiguió, se le acabaron las ideas. Francisco, eufórico, como hablando consigo mismo, ya fuera de la cueva daba razón del uso del dinero.
—Con estos veinte pesos voy al mercado, compro dos arcias y las lleno con mucha, mucha comida, y cómo van a pesar, me las cargo en una maroma.
Dio unos saltos, dejando a su padre fuera de la cueva con la cara de tonto, el cabello despeinado y la ropa estrujada. No había recorrido ni 10 metros cuando intempestivamente se paró y agitado regresó a donde estaba su padre.
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—Mejor te doy los veinte pesos. Ten…
—No, no, llévatelos.
—Que los recibas pues…
El padre se mantenía estático, tieso, sin ningún movimiento, rechazaba, pero por otro lado inconsciente, los deseaba como un clavo de salvación, Francisco lo sabía, hasta ahí estaba seguro; arrojó al suelo la moneda diciendo:
—Tómala o entiérrala; después vengo.
Y salió corriendo hacia el occidente rumbo al pueblo a ver al comerciante al que le decían el Checo.
—¿Que haces aquí, muchacho? ¿No deberías estar descansando?
—No, Checo. Quería que me prestes unos pesos.
—Cómo no. ¿Cuánto quieres?
—Con diez pesos tengo.
—¿De veras? Si quieres más.
—No. Así está bien.
Se fue al mercado, compró leche, carne, frutas, verdura, aceite; casi gastó los diez pesos. Corrió, seguía agitado, con su madre, que de inmediato prendió el fogón y se puso a prepararles comida.
Las contradicciones de su pecho turbado, en demasía sensible, fueron cal- mándose, liberar la paz y la tranquilidad, pero sin abandonar el rencor que ahí se mantenía contra los vicios y más con las cartas. Al observar a su madre y her- mana de apenas doce años, tomando leche, mordiéndole al pan, y a su hermano comiendo tacos repletos de carne asada y cortada en pedacitos, sintió un éxtasis profundo, una felicidad seductora. Todo unido le traía la alegría libre, llena, plena sin abstinencia. El dar a los demás y a la familia era un acto esencial que ya no lo abandonaría. Más cuando la suavidad de lo que experimentaba le daba una sensa- ción de poder. Cuanta ingenuidad en un pecho joven.
El enigma del futuro tiene los riesgos del lado oscuro: la desesperación, la in- famia, la traición, las fuerzas fuera de sí, las furias, lo infernal y todo lo maligno que algunos seres tienen que aceptar con resignación o con injurias, para convertirse en fugitivos de sus propias vidas. Los actos mal realizados conducen al enigma oscuro de la existencia. Las contradicciones no resueltas a tiempo terminan con fatales finales.
El domingo a las diez de la mañana, no había llegado Jesús. Su hijo, con fir- meza, regresó a la cueva con la intención de traer a casa a su padre frágil y deses- perado por esa maldita obstinación de jugar y apostar.
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Al llegar la sorpresa fue mayúscula. Sólo su padre y Quintero jugaban, ob- servados por Juan Montaño.
Jesús ganaba. Sobre la chamarra que cubría sus piernas, se alzaba un montón de billetes y monedas. Al percatarse de la presencia de su hijo, con soberbia y desfachatez, le dijo:
—¿Quieres dinero? Toma lo que quieras de aquí.
Francisco metió ambas manos al montón, pero consciente —no tenía un pelo de tonto— se fue hacia los billetes de más alta denominación, tomó dos puños rebosantes de billetes y monedas, y se los introdujo en ambas bolsas delanteras del pantalón, repi- tió en silencio la operación y acto seguido tomó asiento a un lado de su padre.
Quintero, un flaco desteñido, tratante de ganado, que con regularidad pasa- ba por esos contornos puebleando y vendiendo becerros gordos traídos de tierra caliente, era un bravucón que, contaban las lenguas, también era matón infame en otras tierras.
Quintero, arrogante, habló con violencia:
—¿Qué pasa? A poco te vas a rajar.
No podía disimular su exaltación y el rencor que lo perdía. A su pesar jadea- ba. Al verlo, Jesús ni se turbó, muy al contrario contestó a su desafío.
—Yo no me rajo, Quintero, y para que veas ¿cuánto te queda? Quintero contó su dinero y con enfado contestó:
—Mil pesos, ¿de qué se trata?
Jesús, con parsimonia tomó el mazo de las cartas, en silencio, las barajó, se las arrimó para que cortara. Tomó dos cartas, las arrojó abiertas sobre las tablas y espetó a Quintero:
—¿Cuál escoges? Siete de copas o as de oros. Con el índice, Quintero señaló el as de oros.
—De acuerdo —dijo Jesús—. Todo tu dinero al as de oros. ¡Estamos!
Tomando el mazo con la mano izquierda, empezó a descartar, arrojando carta tras carta sobre el banco, descubiertas, hacia arriba.
—¡Espera!
Casi gritó Quintero, agregando después, murmurando:
—Mira, vale, ¿me permites hacerlo? ¡Yo lo juego! Aunque no vale.
—Como quieras. Para mí es igual.
Excitado, Quintero se hizo del mazo y descartó; a la tercera carta, apareció el siete de copas. Marcado en su rostro el enojo, con furia y rabia dijo:
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—Qué tal, lo presentía. Me ibas a joder.
Nadie contestó. Silencio. Pero él continuó, arrogante, en son de pleito.
—Cabrón, ahora sí te hinchaste, ¿qué vas hacer con tanto dinero?
Montaño miró a los ojos a Francisco y le hizo apenas una señal. Acto seguido se paró encaminándose a la salida. Francisco lo siguió. Ya fuera, Montaño le dijo:
—Mira, Pancho —casi le susurraba al oído—, ese Quintero es un granuja hijo de puta y se está poniendo muy chingón. Toma. Es una 38 súper; ya trae cortado el cartucho; dásela a tu padre, porque ese bato —dicen— mata a la mala. Yo me voy, no quiero pedos.
El Negro regresó a donde estaba Jesús. Quintero seguía quejándose, querien- do crear problemas.
—No te muevas, Jesús. Déjame miar y espérame; tengo algo para ti.
Caminó diez pasos al fondo de la cueva y se puso a orinar, dándoles las espal- das. Francisco aprovechó el momento y sacando la pistola se la entregó a su padre, diciéndole:
—Ya esta cortado el cartucho.
El muchacho hasta ese momento, no sabía de armas. Jamás había tenido una en sus manos, la tensión en su cuerpo salía por todos los poros de la piel.
—¡Y esto! de…
En ese momento regresaba el bravucón, tomó asiento, y con aparente tran- quilidad, le dijo a Jesús:
—¿Qué tanto le dices a este mocoso? Que nos deje solos.
—Ya me cansaste, ganadero. ¿Qué chinga’os quieres?
—Yo nada. Ese dinero te va a perder. Que nos deje solos.
—¡Solos ni qué madres! Si quieres que nos matemos órale, sácala. Que ya traigo con que. Hablando y haciendo, Jesús se puso de pie y sacó la pistola, apun- tando con ella a Quintero, el cual, en cambio, actuó como todos los cobardes, maleros e hipócritas; se derrumbó, diciendo con dulzura y modestia:
—¿Cómo crees, hermanito? No se trata de eso. A ver más, somos amigos.
Mejor vámonos, aquí espantan.
Salió de la cueva, apresuradamente, como rata: asustada y temblando. Lo seguían Jesús y Francisco; este último conteniéndose, con ganas de arrojarse con- tra Quintero y con sus propias manos convertirlo en pedazos, empujado por un grosero sentimiento de odio. Padre e hijo se encaminaron rumbo al pueblo, to- mando una vereda descubierta. Quintero tomó rumbo a la izquierda y empezó a
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subir una pequeña cuesta, Francisco no lo perdía de vista, lo asechaba en todos sus movimientos, Jesús de reojo lo cuidaba, hasta que desapareció tras la arboleda. Sonaban las tres de la tarde en el pequeño reloj de la iglesia desnuda del pueblo. Había un ir y venir de mucha gente, por ser día de compras, de ir al mandado; día de descanso en la plazuela.
Los dos entraban al comercio abarrotero de don César, a echarse —como decían— unas sardinas con bolillos y chiles en vinagre.
—¿Qué santo los trae por aquí, Jesús?
—Prepáranos unas tortas, César.
Después de comer, Jesús le preguntó al dueño del negocio.
—¿Ya te compraron la casa que vendías?
—No. ¿Por qué la pregunta?
—¿Cuánto vale? A ver si hacemos trato.
—Es una casa grande, muy calientita, te cuesta a ti 325 pesos.
—De acuerdo. La ocupo hoy mismo. Después me la escrituras.
—¡Sale! Venga el dinero.
Jesús le contó el dinero, haciendo un recibo, con letra latina muy bonita. Ahí constaba, se decía todo el trato. Volviéndose a su hijo le ordenó:
—Vete a comprar unos colchones. Te espero en la casa.
Francisco, con diligencia —después de pedir un diablo prestado a don Cé- sar—, fue al mercado donde compró los colchones, que amarró con lazos de cáña- mo delgado al diablo. Regresó rozando paredes y gentes con su voluminosa carga en el trayecto a la casa comprada, donde lo esperaba su padre. A su llegada, este se tiró sobre un colchón, con la chamarra a un lado, que ya para ese momento se ha- bía convertido en morral conteniendo el dinero. Jesús vio a su hijo con cansancio y le indicó:
—Vete por tu madre y tus hermanos y…
No terminó la frase, quedó totalmente dormido, comenzando de inmediato a roncar. No era para menos, la fatiga acumulada no perdonaba y exigía la recu- peración del cuerpo cansado. Más de cuarenta horas jugando de manera continua, olvidándose del mundo, enajenado y desesperado por perder, triste por no jugar, eufórico al ganar, exasperado, sin voluntad por ser, con el vicio abriendo surcos en su mente nebulosa y repitiendo el rito, una y otra vez. Devorándose junto con los otros como hiena salvaje. Bestias furiosas con hambre o hartas, que para el caso daba lo mismo.
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La importancia del abandono no les afecta a seres nacidos para sufrir, en un juego que se adueña de ellos, cerrando todas las compuertas, dejándolos sin sali- das. Se parecen a los mulos, amarrados a un palo cilíndrico, de madera, largo, fijo en un extremo, al centro de una rueda de molino. Trotan dando vueltas, jalando la gran piedra que va apisonando, moliendo el trigo, constante, sin principio ni fin, movimiento siempre igual, que se repite en todos los límites del tiempo, acción ignorada por los brutos que se rinden sudando al trabajo, en una circular eterna, que no lleva a las bestias a la libertad, si no a la esclavitud, el deterioro, la vejez, el estertor y al final la muerte.
La dependencia a un juego convertido en vicio, que acaba con la vida a pau- sas, extermina la belleza; dejando la existencia de por sí pasajera, sin asideras.
El Negro salió a la calle, comenzaba a oscurecer, las lámparas se encendían. Caminó hasta la siguiente esquina. Ahí se encontraba un sitio de taxis. Dirigién- dose a un chofer que conocía le dijo:
—Gabriel, necesito ir al cruce de los ríos.
—Mira, Paco: a ese lugar no voy por nada del mundo. Pero si me das dos pesos, vamos.
—Está bien, pero le picas.
Lo negro de la noche empezaba a invadir los contornos, a cubrir las imáge- nes, con esporádicos brillos lechosos; sin luz, sin luna, pintaba todo de oscuro. Un coche Mercury con más de seis años de vida deslizaba su caparazón por la carretera nacional, bordeando la sierra del sur, dejando libre al oriente los campos cultivados y el lomerío cubierto de matorrales.
Después de media hora, el movimiento del Mercury había cesado. Se man- tenía estacionado al borde del camino, alto, encaramado; desde ese punto se divi- saba, hacia abajo, a una distancia lejana de 200 o más metros, una cuesta empinada pero plana, donde una choza casi en ruinas despedía por las rendijas la centellean- te luz que arrojaban desde el interior el fuego y las velas.
Cuatro personas cargaban las pertenencias de ese sitio: petates, cobijas, ropa, cazuelas, cucharas, ollas y, en forma muy especial, a la Virgen de Guadalupe. Ga- briel ayudaba con diligencia, contento, aunque no lo decía, esperaba ganarse una buena propina.
Habían terminado, estaba totalmente oscuro, solo los ruidos de la noche se escuchaban: el manso correr del aire en el lejano bosque y el suave traqueteo de las corrientes de las aguas de los ríos cruzándose, mezclándose en la distancia apar-
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tada, hasta formar un torrente impetuoso, bronco, salvaje, con fuerza de trans- formar y cambiar, pleno, lleno todo de espíritus elementales, cantando su coro al universo, soltando su concurso al nacimiento y transformación de la pequeña morada del hombre.
Francisco tomó un leño del fogón y arrimó la braza, prendió fuego al jacal construido con desperdicios y paja; se incendió al instante, dando forma a un foco grande, que les alumbró el camino de regreso, hacia la carretera, al tiempo que re- flejaba su luz en las superficies del agua del cruce de los ríos; láminas densas, como muy viscosas, casi parecían mantenerse en reposo, así se veían, superficiales sin burbujas, refractando claridad, hacia el espacio que la contenía, un espectáculo de reflexión, que no tenía acomodo en la mente de humanos hechos en la necesidad primaria de la supervivencia. Ya en la casa comprada, Jesús tomó el dinero ganado, lo extendió en la superficie de un colchón y con actitud de orgullo, pleno, ancho, triunfante ordenó:
—¡Cuéntenlo! A ver cuánto hay.
Todos se arrojaron a los bordes a contar, hacer montoncitos de monedas y bille- tes, con los ojos brillantes de gozo, de risa feliz.
Quizá de manera inconsciente o tal vez consciente, tener la ilusión de ver en el dinero, vida propia, un fin, incapaces de ver en él sólo un medio, necesario pero no indispensable, si de otra forma se organizara la humanidad. Miles de años habían enraizado en la mente del hombre la imagen del dinero como un ídolo, un becerro de oro, al cual se debían sacrificar todos los valores trascen- dentes, de los que estaba dotada la mente, por la chispa divina. Renunciando a la paz, generando las guerras, verdaderas hecatombes donde se descuartizan a miles, millones de seres, en tempestades de horrores y sangre, ejerciendo bes- tiales instintos de avaricia, envidias, odios; creyendo que la abundancia y la acu- mulación de poder y dinero resuelven todos los problemas y los interrogantes del hombre, cuando poco es lo que se requiere para ser verdaderos hijos de Dios. Pero afelpada el alma, se acarrea sufrimientos que la esclavizan y retardan por eras su liberación.
—¿Cuánto es? —preguntó Jesús.
—¿Veinte mil pesos? —dijo Roberto sorprendido.
—Pensaba que era más, por lo que dijeron que perdieron los otros.
—Francisco, mañana me acompañas, quiero ir al mercado. María, guarda ese dinero, después me lo das.
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Sonaron las 11 de la noche, nítidamente en las campanas del pequeño reloj del palacio municipal. Todos dormían, el ajetreo físico y espiritual los había derrota- do. Esas vivencias les traían sueños y alegrías no comprendidas pero sí esperadas. El mercado bullía en colorido, el ruido se alzaba y se apagaba, los gritos de la multitud en las ofertas, pregones y tratadas, exponían la energía desatada por ríos de enjambres, en un constante ir y venir. En la esquina terminal poniente del mercado, se encontraba una carnicería. A su puerta se plantaron Francisco y José; al frente en un caso renegrido con grasa de cerdo, blanca, solidificada, el dueño del negocio, prendía una fogat de leños y preparaba los cueros salados y semisecos, para alimen-
tar a la grasa derretida y preparar los chicharrones del día.
—Buenos días.
—Buenos —contestó el dueño—. Ahorita los atiendo. ¿Qué van a llevar?
—Nada, quería ver, como dicen, si vendes la carnicería.
El dueño dejó sus tareas. Extrañado se les acercó y como reponiéndose les
dijo:
—Pues fíjese que sí la vendo. Yo soy de Sinaloa, allá está mi familia y quiero
volver a ella. Esto ya me cansó.
—¿Cuánto cuesta?
—Se la voy a poner en 130 pesos.
—¿Y la carne cuánto vale?
—Voy empezando, casi está toda la res. ¿Le parece 40 pesos?
—Me parece. Aquí tiene 170 pesos.
Firmaron papeles. El antiguo dueño tomó su gabán, se lo echó al hombro; dijo adiós y salió del negocio, contento. Pronto vería a su familia.
Francisco traía el dinero de los puños que sacó del regazo de su padre. Miró las ropas deslavadas, los harapos, los zapatos agujerados que toda su familia traía puestos. No preguntó ni comentó con nadie sus intenciones. Una mañana muy temprano se fue a la capital de la República. Ahí tenía una tía que vendía pescado en el mercado de la Lagunilla. Ella que sabía, podía acompañarlo a donde pudiera comprar ropa y zapatos. A la tía Alicia, que así se llamaba, le dio gusto ver a su sobrino, tan crecido. Lo cubría de besos y abrazos, muchos; lo asediaba con sus muestras de cariño.
—¿Te mandó Jesús?
—No, tía. Esto es una sorpresa. Necesito comprar.
—¿Qué quieres comprar?
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—Vestidos de lo más caros para mamá. ¿Cuánto cuestan? ¡Ah! y zapatos y ropa y…
—¿Traes mucho dinero?
—¡Mucho tía! Mucho. Ja, ja, ja.
—Vamos pues, muchacho. Pero cálmate, estás muy agitado.
Le compró a su madre diez vestidos, de los de mayor precio, cada uno costó siete pesos. Zapatos para todos que llenaron un costal de tela, pantalones y camisas para su hermano; chamarras aborregadas para su padre; ropa de todo tipo para su hermana. Envolvieron toda la mercancía en una sábana, haciendo un montón, luego contrataron un taxi hasta Río Hondo, no importaba lo que costara. Había que llevar cuanto antes las compras.
La tía Alicia, intrigada, decidió acompañarlo. Él no se opuso; al contrario. La animó para que no se arrepintiera. Se deslizaba el libre sobre el asfalto llevando arriba, sobre la canastilla, una maleta hecha de sábana tan grande como el taxi.
—¡Alicia, hermana! ¿A qué se debe el milagro?
—A este muchacho loco. Va como potentado a quererse traer los almacenes.
—¿Con qué dinero, Pancho? —preguntó Jesús.
—Con el que me dijiste que tomara.
—¿Pues cuánto fue?
—Cinco mil pesos.
—¡Ah! con eso me salen las cuentas, de lo que dijeron que perdieron. Cundió la algarabía, se lanzaron sobre los regalos, a medirse pantalones, cha-
marras, calzarse los zapatos. La única serena y parca, su madre, lo tomaba con calma, acostumbrada al constante cambio de fortuna del hombre que le tocó.
Después de agotarse el gusto y verse todos estrenados con ropa y zapatos nuevos, su padre extrañado le dijo al Negro:
—¿Y tú qué te compraste?
—¿Yo?.. Nada, no pensé.
Jesús se estremeció, empezaron a humedecérsele los ojos y como si tuviera apuración, sin decir nada, salió a la calle.
Comenzó una nueva vida. Eso creía Francisco, no tenía idea de la fortuna ganada por Jesús, pero sí intuía que con cuidado se acabarían para siempre las necesidades principales. Él siguió trabajando en la compañía; aunque los sábados y los domingos ayudaba a su hermano y a su papá a sacrificar las reses, los cerdos; pelarlos, eviscerarlos, cortarlos en canales, en piezas pequeñas, listas para el mos- trador del negocio.
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Las ilusiones son pompas de jabón que estallan y se frustran, cuando se transforman en sueños sin estructura que sustenten los vaivenes cambiantes y necios de los actos repetitivos del vicio.
No duró mucho; antes del mes cumplido, Jesús volvía a las andadas, aunque engañándose a sí mismo. Decía que sería más medido y sólo retiraría pequeñas cantidades del gran capital. Gran falsedad; la obsesión acompañada por la ansie- dad justifica cualquier cambio de actitud y los actos vuelven al mismo carril enve- nenado de abandono, soledad e insatisfacción.
Los fines de semana ya no asistía a su casa, se había hecho de otros amigos, que lo elevaban de clase social; éstos eran los pudientes del pueblo.
Volvió de pleno al movimiento acompasado, ceñido al mismo recorrido; como un péndulo, subiendo y bajando y, aunque medido, se desgasta y llega al reposo, a terminar su movimiento, se acaba dejando de sonar. Es el demonio que sustituye a las almas de los condenados y con ese acto se las apropia para fugarse con ellas a la regresión, a volver a comenzar, a ser tiempo, péndulo, nada…
El ciclo terminó por contabilizar cinco años. En principio eran los sábados y los domingos. Después los días de la semana, unos pocos, o todos. La ausencia de Jesús se convirtió en normalidad. Largo tiempo de fatigas y esfuerzos aportados a un negocio, pero perdidos, evaporados; por la necedad de jugar, jugar, tomar, tomar, buscar diversión y paz a los nervios destrozados; acalorar su cuerpo con queridas, sabiendo que esperan dinero y regalos por sus caricias. Vicio caro, mu- jeres fáciles y atormentadas que dicen querer; traficando su vista, con ojos provo- cadores y sus cuerpos contoneándose en el baile, para atraer y dar recibiendo, en cuartos y alcobas; abriendo lentamente o con furia los muslos y llamando con des- esperación al macho dentro de sí. La gota con la constancia y el tiempo perfora la piedra. La piedra durmiendo, con el tiempo se convierte en diamante, acrecentan- do su valor y energía; jamás despilfarrando la esencia, que ocasiona reacomodos y genera la vida. Así el uso que tienen las cosas les permite cambiar, reproducirse, o ser letanía y consumirse, evaporarse sin dejar marca de creación.
Así ocurrió: volvieron las exigencias de las deudas, el desprenderse de pro- piedades para pagar; el tapar un agujero para abrir un gran hoyo y el proceso que el hombre le da a lo que le rodea produce los efectos de permanencia o la extinción.
Hacía dos años que la compañía terminó la obra y por lo cual Francisco se integró a trabajar en común para la casa.
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Hacía un año que su hermano Roberto se había casado y emigrado con su esposa a San Luis Potosí, a trabajar en una armadora de motores. Y ahora él, cumplidos los veinte años, enfrentaba un panorama que le presentaba a un padre quebrado, abandonado ya sin voluntad a una vida de locura y perdición, con extravíos y luchas tristes. Con lloros y culpas no pagadas y a una economía nuevamente raquítica y una familia anhelante.
Otra vez, recorrería los caminos como judío errante, en busca de la reden- ción de una culpa que no era de él, debida a órdenes de otras potestades, sino fatal: otra vez como nómada del desierto, cargando sus chivas, emprendía la aventura: repetida, fastidiosa, pero ineludible y necesaria; buscando plenitud a sus esfuerzos y descanso a sus desvelos, junto con la madre callada, hermética.
Iban rumbo al Fuerte, Sinaloa, donde el gobierno federal construía una obra hidráulica monstruosa: presas y canales para irrigar los valles planos, de tierra sedientas, con vitalidad para producir abundantes cosechas.
El Negro, hecho hombre a base de esfuerzos y aprendizaje, sabía que con conocimientos de operador de máquinas pesadas no tendría problemas. Pero… ¿su padre? Estaba envejeciendo, aunque para ese tiempo, ya representaba un bulto inservible.
Él, en su plenitud, sentía con mayor insistencia los llamados de la selva, ne- cesitaba buscarse una compañera que le diera hijos y cariño.
En cuanto a su hermana, ya estaba, como decían los vecinos, en edad de merecer. En cuanto a su madre, una mujer silenciosa, abnegada, no se inquietaba, sabía que tenía toda la fuerza interior para superar a todos. Con insistencia se re- petía la pregunta: ¿Y su padre?
No pasaría por mucho que se interrogara, más allá de la pregunta, porque en su ánimo jamás dudó del cariño que le profesaba, pero tal vez su bondad, la ausencia de vicios en su corta vida, lo desarmaban. Por momentos, por pequeños instantes, se apoderaba la melancolía de su pecho y sus afectos respondían airada- mente, con rebeldía, queriendo zafarse de las cadenas impuestas a su espíritu por los vicios de Jesús.
Ya no le cabía la menor duda: su padre había nacido para ser una causa perdi- da. ¿Pero que más podía ser? Si al final, su destino le imponía ser como era.
Se acordaba de lo que le escuchó decir hacia tiempo al ingeniero Bonilla, cuando todavía trabajaba en la empresa: “Según los actos es el resultado, cada quien labra su porvenir”. Por más vueltas que le daba no encontraba el proceso
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que sintetizara en su cerebro la comprensión de lo dicho; se abandonaba a sus pen- samientos, como un tesoro incapaz de disfrutar. Los medios, conceptos, agolpados en su mente, hervían queriendo encontrar un acomodo al final, así como el cami- no que recorrían tenía un lugar donde terminaba. Así la vida terminaría algún día para todos, terminaría en espacios abiertos o en círculos cerrados, como el de su padre, pero ¿qué importa? ¿Cuál sería la diferencia? Si la consumación de la eter- nidad no es asunto humano, habría que dejar de quejarse, azotar a la intolerancia y pensar que los seres con vicios, en lugar de golpes y reproches, malquerencias y abandono; requieren comprensión, ternura, ayuda. Mucho cariño que es el arma principal para derrotar a los demonios y encontrar la luz.
Después de tres días de viaje, llegaban a la Ciudad del Fuerte, a vivir la mis- ma experiencia, a caminar los mismos pasos. O a cambiar la página del drama y encontrar nuevos senderos: nadie lo sabía; sólo los dioses, y ellos no nos cuentan nada a los que habitamos la Tierra: ellos saben por qué.
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AGONÍA… AL FIN SOLO
En la sierra de Guerrero, tupida e intransitable, escondido al final del cruce de las montañas boscosas, el clima benigno y la caza fácil y abun- dante acogían la choza de barro, donde pasaba el tiempo sin noticias la familia de Josefina. En las mañanas se confundía el humo de la chime-
nea con la niebla que se desprendía del suelo, la humedad continua rodeaba todo objeto y la claridad del medio día reflejaba los colores en el rocío de las plantas y animales.
Hacia mucho tiempo que recordaba la niñez miserable que pase en esos hermosos parajes, tanto tiempo hacia que no veía a los míos, que me salieron las ganas de regresar y ahora con mayor razón, pues mi padrastro había muerto. Suspiraba por ver a mi madre y sospechaba un recibimiento gozoso, los días y los años habían pasado y por eso pensaba dentro de mí, que tal vez allá, se hubiera olvidado mi rebeldía. Seguía creyendo que yo tenía la razón.
—¡Si mi padrastro la hubiera tratado mejor!
“Hacia un día caluroso y sofocante, reverberaban los campos que se calcina- ban de sed; yo husmeaba en el fogón, siempre con hambre y en busca de tortillas. La tarea a la que me entregaba con el estómago vacío se interrumpió al oír los gritos de mi madre. Sin saberlo, corrí a la entrada del jacal, mi padrastro borra- cho y furioso la golpeaba, ella se arrastraba entre el polvo, asustada y suplicando compasión; pero él colérico le lanzaba mentadas y continuaba golpeándola, como si nunca fuera a terminar. Me interpuse entre los dos, y un manotazo lanzó a mi pobre humanidad al suelo. Sentí una rabia infinita, un odio destructor contra el desgraciado. Llegó a mi mente una atrevida idea y, antes de que tomara forma, en- tré al jacal, me limpie la sangre que fluía de la boca y tomé el rifle que él guardaba debajo del camastro —pesaba mucho—, la debilidad de mis siete años se suplía con la efervescencia del alma en ese momento revolcada y odiosa. Regresé y opri- mí el gatillo apuntando a bocajarro a mi padrastro, quien al sentir el balazo entrar en sus carnes cayó a plomo, retorciéndose como culebra venenosa y bramando con la intensidad del dolor. Lancé asustado el rifle y corrí a levantar a mi madre,
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pero ya lo había hecho, fui presa de ella que, como animal salvaje, la emprendió conmigo a cuartazos hasta que descargó todo su coraje. Huí desesperado, corrí y caí mil veces entre los surcos; la última vez que volví la vista, la vi al lado de mi segundo padre que seguía tendido. Caminé mucho, demasiado tiempo, me perdí en los caminos hasta llegar a la civilización. A fuerza de luchas y de insistencias, abrí una puerta a una vida, un algo mejor.”
“Muerto el perro, se acabó la rabia”. Muerto mi padrastro, después de sopor- tar sus días tullido del balazo que le solté, estaba libre el paso para acercarme a los míos. Regresé pues y encontré a mi madre más vieja de lo que hubiera imaginado y a mis hermanos más fuertes que troncones. En todos miraba un odio secreto hacia mí, que no se manifestaba, pero ahí estaba, tal vez pensaban que llegaba por lo mío como mayor de la familia; pero sinceramente solo quería recogerme y tra- bajar para tomar estado, para así apaciguar todas las loqueras de grandeza nacidas cuando estuve en la capital. Los tres se mantenían hoscos, callados, rumiando su coraje por mi vuelta. No dijeron nada esa noche, más hubieran valido las aclara- ciones y quizá sopesándolas me hubiera regresado. Tan luego amaneció Ambrosio, el menor, me despertó:
—Órale Benito, amos a desmontar, tu necesitas tierra. Pedro, José y yo tene- mos que ayudarte tú sabes, la mamá lo ordena. Estaba claro, no me juntarían con ellos en las tierras de labor, me apartaban. Estaba bueno.
Mis tres hermanos y yo nos encaminamos a la ladera que estaba frente al jacal. Pensaba en los trabajos para sembrar en una tierra como esa, pero, no ha- biendo más, me conformaba.
Conseguimos gente de la redonda pa’ que nos ayudara al desmonte, la única condición, darles la comida. El grupo creció, tantos esfuerzos tendrían sus frutos, iba dichoso.
A machetazo limpio rapábamos la tierra, las palmeras crujían al caer, los ma- torrales desaparecían y los animales huían, el trabajo al medio día era agotador, sudábamos a chorros pero queríamos avanzar más, como condenados sucios y ara- ñados no dejábamos en paz el brazo.
Pedro era el único que se hacía pato. Retirado del grupo miraba el panorama más allá de la loma, a pesar mío, no pude contenerme y le dije a José:
—Mira “el ingenierito” haciéndose, está echando cuentas para el camino que va pasar por aquel lado, el gobierno ya lo prometió hace tiempo.
—Y qué te importa, él no tiene por qué hacerte capital y menos nosotros.
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—Ya para tu carro, si quieren hacerse pendejos allá ustedes, yo no los nece- sito, puedo hacerlo solo.
Ello bastó para que los tres me rodearan en un círculo, dispuestos a sablear- me o quizá matarme a machetazos. Sabía que la gente estaba conmigo aunque nadie intervino para nada. No sentí miedo, al contrario mucha rabia y les grite a la cara:
—Montoneros, de uno por uno.
Agarraba con fuerza el machete y sentía que los músculos se tensaban apre- tando el mango. Ambrosio brincó y apartó con las manos a José y a Pedro.
—Déjemelo a mí, pa’ enseñarle a respetarnos… ¡tú aparecido tócala…!
Uniendo la acción a las palabras lanzó un machetazo que si no me agacho me despescueza como pollo. Caí al suelo, miré que venía con el machete en alto, entonces comprendí sus verdaderas intenciones, quería matarme. La chispa de sus ojos criminales no decían otra cosa, esquive el golpe y su machete se clavó en el tronco de un árbol, lo tenía a mi merced, estaba por asestarle uno del cual no se levantaría jamás, cuando sentí el acero frío del machete de Pedro, abriendo mi hombro; al ver que la sangre me escurría a chorros, en lugar de correr me enfrenté contra los dos, chocaba mi machete con los de ellos sacando chispas, desarmé a Pe- dro el cual salió corriendo como gallina escondiéndose entre la gente que formaba círculo, entonces seguí a Ambrosio sin importarme ninguna consecuencia, le dejé ir el machete y claro sentí como chocaba con sus carnes blandas, cayó su machete y él, herido de rodillas, me imploraba. Para ello, sin darme cuenta, venía José a mi espalda, el grito de uno me salvó:
—¡Aguas, Benito, a la espalda!
—Maldito cobarde —le grité a José.
—¡Cobarde y maldito tú! mal hijo, lárgate lejos y nunca vuelvas…
Acababa de llegar mi madre con la comida de los peones, al ver el pleito había tomado un leño, la emprendió conmigo, como pude bajé la ladera pero no en la forma en que la había subido, sino resbalando cansado y muy desilusionado. Esta- ba claro que ni ella me había perdonado que le dejara a su viejo tullido.
Emprendí de nuevo el regreso, al pasar por el rancho “La Joya” miré a su dueño, Don Constanzo, que estaba herrando unas mulas. Al verme gritó:
—¿A dónde vas Benito?
—No sé Don Constanzo. Acabo de tener problemas con la familia, allá en la cañada.
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—No me cuentes ya conozco esa clase de buitres. Pero por qué no te quedas aquí conmigo, necesito un gañan, te doy seis pesos diarios y la comida ¿qué dices?, cosa que te curas ese madrazo que traes en el hombro.
No tenía nada, terminé por aceptar y me quedé en su casa a trabajar. Tem- pranito, cuando los grillos todavía chillaban y el ambiente lechoso lo bañaba a uno con el alba, empezaba a trabajar. El arado abría la tierra húmeda, los bueyes en días nublados ni sentían el trabajo, diario tomábamos un descanso a la hora de la comida.
Leonor, la hija de Don Constanzo, nos traía que comer, así día a día. Barbeché, sembré, le di la primera y la segunda al maíz; se esperaba una buena cosecha, había demostrado que sabía trabajar. Cuando hacía frío me dolía la cicatriz en el hombro y el brazo se soltaba negándose a mover, pero no importaba, estaba contento.
Algo empezaba a desvelarme, a preocuparme; era Leonor, ya le había echado el ojo, pero no quería traicionar la confianza de Don Constanzo, a todo esto ella no se hacía la desentendida. Don Constanzo, un viejo zorro, se las olía, un día víspera de la cosecha después de la comida, sin rodeos me dijo:
—Oye, Benito, que trais con Leonor.
Pensé que estaba disgustado y que si le mentía sería para mi mal, así que le con-
testé:
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—Con respeto de usted me gusta la niña, pero no hay nada… no quiero trai- cionar su confianza.
—No tengas cuidado Benito, veo que se entienden, además que andas rodan- do de un lado a otro como judío, me cuadras pa’ nuero, eres cumplido y trabajador.
—Siendo así pues a ver qué pasa.
—No tengas cuidado. Tomen su tiempo.
Se vino la cosecha abundante como hacía mucho tiempo no se veía. Ese día hubo fiesta, adornaron los bueyes con papel de china y gusanos de pino, a mí me pusieron collares de flores y vistieron de blanco, hasta guaraches nuevos estrené, era el gañán que mejor había trabajado. La fiesta en La Joya estaba en grande. Leo- nor se movía de un lado a otro atendiendo a los invitados, mientras yo esperaba la oportunidad de hablarle; no sin temor pa’ qué lo niego.
Por fin pude estar a solas con ella, a veces reía o miraba haciéndose la desen- tendida, yo me moría por decirle, no quería separarme de ella, no sé por qué creía que era ya todo, la luz, el canto de los pájaros la vida misma. Callado oía el lío que traían los animales en el gallinero. Como pude abrí la boca.
—Leonor…, yo, bueno, quiero que nos entendamos, digo… pa’ matrimoniar- nos más delante. Si tú quieres.
—Pos… yo sí quiero.
Terminó de decirlo como si quisiera a fuerza y me dejó allí de a sonso y entró corriendo a la casa. Pasaron más días y más noches, nos veíamos pa’ platicar cuan- do podíamos. Y estábamos contentos, le gustaba que le pasara mis manos por sus piernas o que le hiciera cosquillas en los brazos. A veces se enojaba porque yo no tenía ganas de platicar.
Ya teníamos fecha pa’ matrimoniarnos, nomás que pasara la semana santa, faltaban dos meses. Lo que no me dejaba tranquilo y me daba preocupación a cada rato era Constantino, un novio que había tenido y que la rondaba, tanto que una vez los descubrí detrás de un matorral muy animados, pero ella me decía que él la molestaba que nada tenía que temer. Yo me conformaba, faltaba tan poco.
Llegó el domingo. Después de misa regresaba del pueblo de Tenosique acom- pañado de Romualdo, uno de los muchos amigos que tenía. Descubrí a Constanti- no camino a La Joya, espueleamos los caballos y a la altura de la ganadería de Don Lucas lo alcanzamos, emparejados le dije:
—Constantino qué te pica, por qué tantos viajecitos a La Joya, tus terrenos quedan lejos.
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—Creo que no tengo que darte cuentas, ¿o sí?
—Yo creo que sí a no ser que te hagas.
Ya no me contestó, bajó del caballo pinto que traía y sacó el machete de la mon- tura. Antes de lo que se imaginaba yo estaba dispuesto, pero mi amigo intervino:
—Matarse por una vieja, mejor desquiten su coraje de otra forma. Tiramos las armas y la emprendimos a golpes, con tantas ganas le daba que lo tenía hecho un Cristo, viéndose perdido se arrastró y tomó su arma, yo busqué la mía pero no la encontré; tratando de encontrar algo lo vi, junto a un arado un gorguz, corrí por él y cuando se venía encima se lo dejé ir como a los bueyes, pero en el estómago, se fue doblando poco a poco. De la cerca contigua quedaba el rancho de Don Lucas, ante los gritos de dolor de Constantino se soltó un toro salvajen que nos buscaba bufando con los ojos rojos, tomé el machete de Constantino, estábamos desespe- rados y con mucho miedo, cuando sentí que me ensartaba, le di un machetazo con todas mis fuerzas en la frente, rajándole hasta la nariz, observe como a borbotones saltaba la sangre, como cayó temblando y parpadeando los ojos, ya no rojos sino plomos de próxima muerte. Dejamos tirada a la bestia y a Constantino. Apretamos los ijares de las bestias para llegar a todo galope a La Joya.
Parece que ese día se escribió mi desgracia. Leonor había cambiado, casi no hablaba, parecía que nada le importaba. Don Constanzo me miraba con tristeza y cosa rara empezó a salir del rancho diario, como si estuviera acorralando, buscando presa.
La tarde empezó a caer, oí a los lejos unos disparos, pero no le di importan- cia, serían cazadores. Vi atravesar a Don Constanzo por el patio de la casa y, como al principio, me gritó:
—Benito ven, quiero hablar contigo.
Cerca de él, con voz calmada, moviendo sus grandes bigotes y tratando de engañar su nerviosismo me dijo:
—¿Siempre te casas con Leonor?
—¿A qué viene esa pregunta? Usted sabe que sí.
—No te lo aconsejo Benito, ella ya comió perro, el difunto Constantino le hizo su chistecito.
Comprendí todo, los disparos, el matorral. Ya no tenía caso nada, esa misma noche prepare el caballo, recogí mis chivas y salí de La Joya.
Al frente del camino se extendían las fogatas, no tenía rumbo fijo y dejé que el caballo me sacara de las montañas. Pensaba que solo en Guerrero podía suceder
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lo que me había pasado, los pensamientos llenaban todo, iba triste y hasta ganas de llorar tenía, pero las lágrimas no salían. No sé cuánto tiempo llevaba cabal- gando, el caso es que atravesaba la cañada. En la oscuridad divisé un chispazo y sentí un dolor profundo en el pecho, caí del caballo, que asustado a toda carrera desapareció entre los pinos. Sentía que me aplastaban, aprisionaban mi pecho. ¡Me habían cazado! Don Lucas por su toro, mis hermanos que me odiaban, o el padre de Constantino, aunque yo no había matado a su hijo, sino el padre de Leonor en los disparos que no les di importancia y quien se expresó de él como difunto, era igual, qué importaba, no me querían y eso bastaba.
Tendido en el pasto húmedo, no podía más con el dolor, el pañuelo anegado de sangre no detenía la inundación, la herida respiraba; nunca había visto tan grande la luna, corría en el cielo, no pude más. Todo se puso nublado y quedé perdido boca arriba, entre las montañas de la sierra de Guerrero, tupida e intran- sitable. Abandonado para siempre.
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POSESIÓN
En una gran extensión se alza la ciudad de los Ángeles, en el paradisiaco estado de California. Ciudad poderosa dentro del imperio y con capa- cidad, por sí sola, de formar una nación independiente, y con una so- ciedad pluricultural, mezcla de todas las etnias del mundo, crea nuevos
patrones culturales, con vestigios de otros orígenes, revoltura impredecible de futuros extensos y temperados. Ciudad bella, limpia y hermosa, ciudad de las es- trellas, cubierta de grandes hoteles elegantes para todos los gustos: el Queen Mary, Hyatt Wilshire, Marriott, Sheraton, Registry, mucho más en el centro, al sur, en la playa, cubriendo toda la superficie. Al norte, Hollywood, con la NBC, Warner Brothers, Columbia y los estudios Walt Disney, con sus zonas residenciales, sem- bradas de mansiones, habitadas por los afortunados del siglo veinte, cruzadas por paseos arbolados y en cuyos márgenes se destacan pastos brillantes de un verdor que hieren a la vista, que a la vez descubren setos cubiertos de flores de múltiples colores. Lugar donde los ahítos de la vida calman sus miedos y temores, creando caparazones de seguridad que les traen tranquilidad. Sistemas de vigilancia com- puestos por circuitos cerrados de televisión; donde sus operadores observan para descubrir el paso de intrusos, desconocidos que, por ese solo hecho, encaran las altas posibilidades de violencias y robos. Al poner en funcionamiento las alarmas, se produce el movimiento de policías que patrullan la zona, o entran en acción co- mandos especializados, que irrumpen para preservar la seguridad personal de los residentes de esos barrios, donde el dinero y la comodidad son selectivas, aburridas, pero únicas. La tecnología al servicio de los que pueden pagar.
Economía boyante, autosuficiente, transacciones financieras, todo un com- plejo de mercado, desarrollándose en sus altos edificios de oficinas, con diseños arquitectónicos estilizados, construidos con acero y cristal. Grandes avenidas, circuitos rápidos para el aforo veloz de los vehículos, largos puentes donde la in- geniería reta con éxito a las placas tectónicas de San Andrés, subterráneas y en constante movimiento.
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Por otros rumbos, pero integrados, los mercados bulliciosos y coloridos, donde se congregan las multitudes dedicadas con obsesión a la tarea de comprar, consumir como un rito sin satisfacción, llevar a casa, muchas cosas inservibles: las bolsas repletas de víveres en las que parte de ellos se echarán a perder sin haber sido utilizados; e irán a sumarse a los miles de toneladas de desechos y desperdi- cios, recogidos por el servicio de limpia. Más allá, gigantes tiendas de autoservi- cio, restoranes lujosos, joyerías, teatros, estadios, y todos ellos, también, invadidos por miles de humanos, pegados como abejas al panal. Pujantes compañías produ- ciendo artículos en serie para todas las funciones, o creando nuevos, aparejándoles una nueva necesidad inventada.
Como manchones, distribuidos en la gran ciudad, zonas de exclusión, parajes habitados por los pobres de la fortuna, donde se apiñan emigrantes legales y sin papeles; desarraigados de todo punto, viviendo en casas mugrosas olvidándose de sus pueblos de origen, o queriendo afianzar tradiciones ya trastocadas, creando cárceles de su entorno. Unos queriendo en sus sueños, integrarse a la sociedad flo- reciente y cosmopolita, y otros, también con ilusiones, cuidándose como animales nerviosos, escondiéndose cual ratas en constante huida, evitando ser descubiertos por los servicios migratorios, porque eso representa la deportación, y con ello la cancelación momentánea de la supervivencia.
Al término, en los bordes, se extienden las grandes extensiones fértiles del valle de San Fernando. En algunas se observan las formaciones armónicas y per- fectas de hileras de árboles que constituyen las huertas de naranjales amarillean- do en sus frutos, o por otro lado, Inmensos trigales brillando a la luz del sol y recibiendo a grandes maquinas cosechadoras, las que tronchan los tallos secos y amarillentos; lanzando al aire remolinos de paja triturada y descargando ríos de oro compuestos de granos de trigo, despidiendo
brillos.. Más allá, extensiones sin fin, sembradas de la nerviosa vid; reven- tando las uvas, almacenando sus mieles agridulces en molinos; moviéndose, mez- clándose, transformándose en espejos de sangre, para reposar en grandes tanques, hasta adquirir el color violeta, filtrarse y dar lugar a la presencia del vino, que dará gozo y olvido a las angustias del ser humano.
En este mundo de ajetreo y compulsiva acción, donde se cruzan miles de cami- nos en las relaciones de un población enajenada, entre la ociosidad y el vicio, desta- cando el esfuerzo puritano y el trabajo, se manifiestan todas las virtudes y las mal- dades que tienen postrada a la Sodoma del siglo veinte en una irracional actividad.
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El crimen y la droga han permeado a la sociedad, han plantado sus reales y oscuros secretos. Muchos seres pierden el espíritu y viven con la carne y su ins- tinto desatados, salvajes. Bajo su influencia inventan realidades virtuales, viajes fantásticos que proporcionan felicidades pasajeras; pero poco a poco, van carco- miendo el templo del cuerpo, minando sus vitalidades, comiendo, devorando las ideas y dejando despojos desesperados, finalmente perdidos para la tierra y el cie- lo. Es la luz mezclada, paseándose entre espíritus deshechos, olvidados en túneles hediondos de inconsciencia.
Dos almas distintas, contrastantes, pero unidas por la necesidad de evadir la soledad y el vacío, productos al fin de esa sociedad. Entramados por lo espec- tacular o por la dependencia que se extraña para bien o para mal. Deseosas de compartir la incertidumbre, ante un devenir plagado de sucesos desconocidos y de interrogantes sin respuesta.
El drama o la parodia se inicia en una mole que representa la corte de los Ángeles, a donde son remitidas a proceso estas dos almas inconstantes, cínicas, rebeldes o conformistas. Para nuestro caso da lo mismo, todo depende del acto analizado y el tiempo de exposición; variaciones al fin de las pasiones humanas.
Este recinto es donde se dictan sentencias que castigan a los seres que, por accidente o premeditación, representan —eso se cree— a la escoria que hay que eliminar o, en su caso, apartar de la sociedad, para que ésta quede a salvo de la contaminación que ejercen.
Todos son juzgados por leyes justas o injustas, que se mezclan de manera sor- prendente. Antes y siempre en esta modernidad cuenta la habilidad de los abogados y los manejos escandalosos de la prensa, que convierten estos actos en espectáculo que, como azúcar, atraen con avidez de insecto a todos los observadores que toman partido en las discusiones que generan, en las cantinas, restoranes, en los clubes, en los mercados, en el hogar, cubriendo el entorno en todos sus lugares y rincones. En el palacio de justicia está por concluir el juicio a William Liton y su amigo Aarón Keller. Después de agotadas las probanzas y el veredicto de culpables dicta-
do por el jurado se escucha la voz potente del juez:
—Sírvanse ponerse de pie los acusados William Liton y Aarón Keller. Esta corte los condena a diez años de prisión, que purgaran en la penitenciaría del es- tado. Se levanta la sesión.
Al decir esto, el juez da un golpe con el mazo, se desprende un sonoro chas- quido y desaparece de la corte. Los asistentes empiezan a salir de la sala. En su
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lado norte, por una lateral, son conducidos por los guardias dos reos esposados. William y Aarón condenados van cabizbajos, con el mentón pegado al pecho, mi- rando al piso de madera limpio; ensimismados, tristes o quizá conformes con su destino, o tal vez con la mente en blanco, o revelada de pensar en esos momentos, como respuesta a un impacto, que desarma a la razón.
Liton va delante, de cuerpo fornido, casi atlético, de estatura media, cabello lacio negro, partido a la mitad, bien peinado, ojos grandes azules, dejando salir en sus reflejos, una claridad invadida de inquietud, como una ardilla nerviosa. Cejas pobladas, barba fina con un ligero corte al centro, labios delgados, que siempre daban la impresión de estar apretados. Sus amigos le decían Dante por su gran parecido con el creador de la Divina comedia.
Tras él lo seguía Aarón: alto, flaco, nervudo, con una abundante cabellera rubia, ensortijada, cayéndose hasta la altura de los hombros; ojos hundidos en dos cuencas oscuras —un fantasma etéreo—, color verde con brillos dorados, listados como las rayas de un felino; de piel sumamente blanca, frente amplia donde des- tacan dos líneas que marcan el principio de arrugas a todo lo ancho.
Los dos mostraban vigor en sus movimientos, tonicidad en sus músculos descubiertos por camisas de manga corta.
Podríamos asegurar que su edad no pasaba de los cuarenta años. Aun con toda su energía contenida, parecía que querían ocultar un estado de postración, de tensión en la rigidez de sus músculos. Desaparecen por una puerta pequeña, quedando la corte vacía, sola en silencio.
Crujen las puertas de barrotes de fierro con lentitud, deslizándose sobre sus guías y rodajas, abriendo o cerrando automáticamente las celdas; manipuladas por sistemas a control remoto, compuestos por sistemas de respuesta fotoeléctrica, a partir de ordenadores y computadoras instalados en un centro de control dentro de la prisión del estado.
Los pisos relucientes repiten las pisadas de los internos, uniformados y lim- pios. A vuelo de pájaro se tiene la impresión de que la organización despide orden y trabajo, disciplina y sumisión; pero sumiéndose, como un actor incrustado, den- tro de las relaciones personales, se conoce la pirámide de mandos y se llega a tener la certeza de una percepción más objetiva de ese mundo.
Carceleros soberbios pagados de sí mismos, participando del último retazo de poder, con autoridad afianzada por las armas, viendo y tratando a los presos como bazofia, con desprecio, con aburrimiento y prepotencia; con condescen-
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dencia hacia los jefes de las mafias, de acuerdo con ellos en el establecimiento de los mandos de autoridad, cuotas y trabajos de los débiles haciendo mayoría; de acuerdo con vendettas y ajusticiamientos, para romper la rebeldía de los pocos. El trasiego y mercado de las drogas, para beneficiarse económicamente todos, de abajo hacia arriba, y al final el secreto, el silencio, la negación a delatar a los po- derosos que controlan todos los actos y acciones hacia adentro. Sutileza y quietud emboscada para pasar la dosis necesaria a los viciosos, que la necesitan como el alimento, para calmar los nervios y la desesperación angustiante que padecen al hacerles falta. Perder la libertad de espacio, el movimiento acotado, el abandono del mundo; es un estado concreto, un círculo profundo del infierno en la Tierra, como una realidad viviente y como tal sentida. Dos lozas de granito, frías, pesa- das, apretando, aplastando el pecho de los condenados, devorando la esencia del ser humano, hasta convertirlos en cínicos o payasos, burlándose a carcajadas de sus futuro cancelado; justificando los actos como grandes conquistas o proezas heroicas, pero en el fondo está una conciencia que al paso del tiempo se aniquila, desaparece como periódico ya leído e inservible, son pantanos de desesperación, angustia y tristeza, que por instantes les quita la razón y los convierte en locos, inventándose y recordándose pasajes de vidas perdidas en el recuerdo, coloreadas con acciones que nunca existieron; la única y presente realidad es que son espí- ritus subsistiendo, mancos, en el estercolero inmundo de prisiones desesperadas. William y Aarón pasean en el patio extenso de la prisión con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, es medio día y el Sol está en el cenit, quema de manera agradable; se asolean como lagartijas con sueño, sin propósito, moviéndose con lentitud, cargando un extravío que todavía pesa en sus corazones.
El Dante, alzando las manos y apoyándolas a la altura de la cintura, con las palmas vueltas al suelo, impreca a Keller:
—¡Cabrón! Hacerme esto… ¿Por qué a mí?, me desgraciaste.
Aarón, nervioso, moviendo sus ojos de musaraña, como apurado por tirar un bulto pesado, le replica:
—Yo no te delaté ¡lo juro! Los perros husmearon lo del préstamo y de ahí fá- cil te relacionaron. Por más que les grité que tú no tenías que ver nada; los perros no me lo creyeron.
—Imbécil de mí. ¿Por qué me diste más de lo que te pedí? Te creía un comer- ciante de coches de lujo, honorable, y me resultas un capo de pacotilla.
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—Eres mi amigo, ¿no? Y estabas necesitado de efectivo. El favor era comple- to, para que con más billetes salieras de jodido y terminaras con esa vida oscura y pendeja que llevabas.
Qué caso tenía que supieras la realidad, de donde venía mi fortuna. Tú crees que debía andar chachareando y poniendo anuncios, o haciendo ruido como pato asustado.
—¡Desvergonzado! El caso es que ya nos cargó. El préstamo te lo metes por el culo. Pero eso sí, Keller, te lo digo, tal vez con el tiempo me crezca el rencor y al rato hasta te odie y te mande hacia afuera con las patas por delante.
— Párale, no vayas tan rápido. ¿Quién te dice que nos vamos a quedar aquí?
¿Y diez años? ¿Estás loco o deliras?
—¿Ah no? El orate eres tú. Ya veo venir a los ángeles a salvarnos con sus poderes mágicos.
—Espera William. Yo pertenezco a una organización grande, bien aceitada, donde hay peces muy gordos. Con contactos fuertes y comprometidos con altos niveles del gobierno. No soy distribuidor callejero. Cuidado con confundirme. Mi organización da para corromper y callar.
—¡Espera! ¿Qué dices? ¿Ahora qué cuento traes?
—Ningún cuento, amigo. El movimiento empezó a caminar. Desde fuera se darán los amarres, para que nos saquen de esta pocilga.
—Ja, ja, ja, sí como no. Soy tu estúpido.
—Si quieres, no lo creas. Allá tú, pero te aseguro: es un hecho y lo vas a com- probar, no tengo por qué engañarte. ¿Qué me ganaría?
—Ya lo hiciste una vez, Aarón, y…
—¡No!, ¡no! Yo no te engañé, salieron mal las cosas y ya. Pero te lo repito, ten la seguridad de que nos sacarán de este chiquero.
—Sueña si quieres, Aarón, por lo que a mí respecta ya no me importa.
—Bueno, allá tú. Pero, insisto: lo vas a ver. Ya no me comentes nada, ahí viene el tal Gary, es el consentido del director, es su perro de oreja.
Los dos amigos guardaron silencio ante la llegada del preso Gary. Éste, ce- remonioso, condescendiente hasta el hartazgo, queriendo siempre quedar bien, esforzándose por ganar la confianza y estar en posición de llevar chismes a su jefe. Aunque sabía que todos lo odiaban por soplón, ya estaba en ese camino, se había acostumbrado, no viviría si no fuera servil, aunque peligrara, una fuerza lo empu- jaba a ser esclavo del poder. William y Aarón se retiraron dejándolo solo.
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—Con éstos parece que no la hago —dijo Gary, y también se introdujo al edificio. William, como defensa a su molestia, le había dicho a su amigo que ya no le importaba, pero mentía. La esperanza de cambiar su situación bullía en su con- ciencia. Algo innato en el hombre, cuando la inquietud por un porvenir mejor
—al actual— lo lanza a imaginar a construir mundos diferentes, aunque éstos no tengan equilibrio ni sean producto de la reflexión, sino del sueño, algo etéreo, que nace y desaparece en segundos, para volver a emerger, con otras formas pero con una vida breve, flotando y rompiéndose como pompas multicolores de jabón. La imaginación arrancada de la concreción es una nebulosa que reduce la capacidad de ver, de oír; adormece los sentidos, entrampa el cerebro, troza las raíces y en- cuentra en el abandono, sin asideras, la fuerza para mantenerse vigente y propor- cionar la esencia que tiene al ser humano en la expectativa, casi seguro de alcanzar otro mundo más cálido donde entregar y manifestar su presencia. Esperar el tiem- po que viene involucra el sentido del espacio. Tiempo compuesto por la sucesión de instantes, uno a uno, acortando o alargando, formando cúmulos de existencias repetidas en periodos iguales, con el mismo o diferente sentido. El tiempo no es absoluto, si acaso es función de la velocidad que conjuga distancias conmensura- bles en las existencias en este planeta. Sentimos que es continuo y le damos una valoración, una presencia que está con nosotros, con cualidades de cambio, poder de afectarnos y transformar la existencia, como un acompañante que nunca nos deja; ni después de la muerte. Pero cuando el concepto del tiempo se tiene como meta, como aspiración de un instante en el futuro para que cambien nuestras acciones, se convierte en obsesión y ya no importa cómo se desarrolle nuestro hábitat, nos tiene sin cuidado, nos invade la ansiedad que implica esperar: ¿pero cuánto? Y nacen los interrogantes sin respuesta, todo se vuelve aleatorio, todo es relativo, nada tiene interés, solo remover a diario una verdad o mentira que se ajuste a nuestros deseos y aspiraciones, hasta troquelarla, dejando una huella que nunca se borrará e invadirá el alma y la existencia. Nos convertimos en condena- dos, llenando y vaciando sin lugar alguno un pozo, que vacío o lleno no nos dice nada. Es una eternidad acotada que fuerza a que los afectos cambien, el carácter se agrie y la personalidad se convierta en un fantasma, sin contexto, vagando, arrojada de una realidad que ya no se ajusta a nuestro sentido del ser. Adueñada la obsesión de William lo impulsaba a adoptar una conducta extraña. Sentarse, acostarse, cerrar los ojos y repetirse su marco imaginado, salir de este mundo y anhelar cada día con más fuerza su sueño, desconectarse de su espacio-tiempo y olvidarse de sus relacio-
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nes con los demás. Miraba a su amigo Aarón sin expresar palabras, abriendo más las ventanas de sus ojos, en espera, podríamos decir en trance, y escuchaba como repetición en un rito especial aquello de:
—Ya mero, Liton. Todo va bien, no desesperes, hermano.
Aarón sentía compasión y tristeza por su amigo, y se sentía culpable de ver la condición a la que había caído Liton, que como autómata renacía con lo dicho, aun- que le asaltaba la duda; al final servían estas palabras como bálsamo que reforzaba y mantenía viva su esperanza, convertida en enfermedad. Nacido y creado en medio del arte, la sensibilidad de William había alcanzado un estadio superior, aunque él por lo general la enmascarara, como un mecanismo de supervivencia, que le permi- tiría ser normal cuando estuviera fuera de la prisión. Ahora ya nada importaba, solo esperar en su necedad de ser libre.
Al paso del tiempo la borrasca del tormento crecía en intensidad. Hay quien está cierto de que desear algo con toda la energía del humano pone en movimien- to a otros entes desconocidos que actúan en otras longitudes de ondas, en otros estados sin tiempo, sin corporeidad, pero cuya influencia en los mecanismos de respuesta son definitivos, cambiando, orientando, realizando el acomodo necesa- rio para que se realice lo apasionadamente deseado. Esto parece no tener que ver con los conceptos de dios ni con estados de éxtasis originados por la fe, sino que son fundamentos de la acción por el intercambio de energías magnéticas que unen o rechazan los planos inferiores y superiores para llegar al resultado que la inten- sidad de la fuerza origina. Sea verdad o no esta concepción, fuera de la metafísica o, por otro lado, razonamiento concreto en asignar valor a los intereses, el caso es que pasaron dos años y dos meses. Aarón salió de la lavandería donde trabajaba y fue a buscar a William, que se había hecho cargo, con otros, de la biblioteca. Dis- cretamente lo llamó y le espetó:
—¡Prepárate, Liton! Prepárate, hoy es el día. Por la noche vienen por nosotros. Se alejó Aarón, tan rápido como había venido, dejando a William impactado, sorprendido. Éste regresó a los estantes de libros y expresó una sonrisa, la primera en el tiempo que llevaba preso, y comenzó a sentir un gozo en su corazón, una alegría que contenía, pero que para sí mismo lo delataba; la presión sanguínea que como torrente amenazaba con desbordarse de sus conductos, respiró profunda-
mente, exhaló el aliento y expresó:
—¡Al fin, eso era todo!
El reloj de la prisión daba las siete de la noche, los reos formados en línea y guiados por los guardias iban ocupando sus respectivas celdas. William quedó
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solo en la suya, se tiró en el camastro. La impresión que le había ocasionado la noticia de su amigo empezó a desfogarse, como una respuesta quizá para mante- ner el equilibrio en el remolino de su mente que, de golpe, dejaba todo el pasado y se esforzaba por poner en orden sus respuestas ante la nueva situación. Estaba seguro, no dudaba en nada, pero la tensión continuaba haciéndolo presa. Y la libe- ración consistió en sudar todo su cuerpo a chorros, como si estuviera en un baño turco y el vapor abriera todos sus poros y dejara fuera los venenos, las toxinas que lo habían invadido, mental y físicamente. Su ropa mojada se pegaba a su cuerpo, no le molestaba, sentíase en un remanso de paz de tranquilidad, sentía tomar en sus manos la libertad.
La ciudad en vista aérea mostraba un enjambre de luciérnagas, despidiendo destellos de luz, millones de focos, pantallas, anuncios, titilando, cuidando con su resplandor la vida nocturna del descanso de los más. A tres kilómetros del bulli- cio, por una carretera sin importancia, totalmente solitaria, solo acompañada por una enorme Luna llena que contrastaba con las luces de la ciudad, mezclándose como un compuesto de espejos fulgurantes, despidiendo una máxima claridad, la cual, arropaba a una limusina que se deslizaba sobre la cinta asfáltica negra, resaltando al centro una línea blanca, que daba la seguridad de no tener fin en esa noche. Marcaba en ese instante el reloj del elegante vehículo las tres de la mañana. Al volante iba Aarón, fumando con ansiedad, a su lado Liton recostado, con los ojos cerrados, parecía que estaba durmiendo, pero no, las imágenes mentales en sucesión describían historias jamás olvidadas, regresaban —siempre regresaban los fantasmas del pasado—. Se veía en Florencia, pequeño al lado de sus padres, tocando aquí y allá, en la galería que tenían en la zona comercial y populosa de la ciudad. Ciudad antigua de la corte de los Médici, creadora del melodrama de la ópera, con sus intermedios florentinos. De momento sintió angustia y desespe- ranza cuando, llorando, miraba a su madre sobre el lecho, muerta, joven, cubierta de flores, pero inerte, sin vida, sin su sonrisa, sus alegrías, sus abrazos fuertes que le daba con ternura y cariño. El pequeño jardín de la casa, donde los domingos le ayudaba llevándole tierra para sus siembras de rosales, o sus indicaciones fir- mes para formar su conducta, como cuando cumplía ocho años, apenas hacía tres meses, y en la fiesta, en la sala, con tíos, abuelos, familia, invitados, escuchaban la música de guitarras cadenciosas, exaltantes; bailando los mayores, discutiendo de política los viejos y un gran pastel al centro en una mesa cubierta por un mantel blanco, almidonado, con grecas y fresas pintadas. Se acercaba a un lado del tío
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querido, sentado en un sofá. Descansando en la repisa de al lado su pipa obscura de roble, que siempre le había causado curiosidad por el humo que despedía cuan- do su tío fumaba. Tomar la pipa y ver la sonrisa indulgente del hermano de su madre, la cual con energía pero sin olvidarse de su cariño le ordenaba:
—¡Nunca, hijo! Nunca tomes lo de otro. No te pertenece.
Experimentar el cambio de su padre, de tierno y juguetón, en amargado y hosco; de caminante incansable por veredas de bosques, en holgazán tirado en cualquier lado de la casa.
Cuatro años más tarde subían su padre y él en un barco rumbo a Nueva York. Lo veía demacrado, asustado; llegar cada noche al camarote, ahogado de borracho, temiendo perderlo en sus ronquidos, recios, apretados, jalando con desesperación el aire. Muy temprano, fatigado pero recio, lo interrogaba:
—¿Qué pasa muchacho, por qué tan callado?
Este interrogatorio parecía por momentos, por el módulo de la voz, guiado por el remordimiento. William, fuera dicho como fuera, no contestaba, había aprendido a guardar silencio. Él sabía que ya no congeniaba con Antonio, que así se llamaba su padre. Algunas veces estaba seguro, o creía que lo odiaba, dándose a las malayas por no tener la fuerza para cambiarlo. Inconscientemente era otra manera de cuidar su seguridad, más cuando le constaba, que se había vuelto iras- cible, colérico y que de subírsele la sangre, le pegaría con cualquier instrumento a la mano gritándole:
—¡Vamos, baboso, retírate de aquí!
La muerte de la madre había dejado en abandono a su padre, y él de tiempo en tiempo era dominado por la pasión de la cólera, de hecho lo corrompió. A veces en temporadas cortas, pulcro, limpio, atento; trabajaba como enajenado, vendien- do y comprando pinturas, obras de arte y atendiendo con cordialidad como en los viejos tiempos la galería. Pero otros mucho más largos no hacía nada de provecho, nada. Entre las crudas y pasarla jugando o echado, dilapidaba el capital que le ha- bía pertenecido a la madre. La laboriosidad y la moderación que lo caracterizaron cuando ella vivía habían desaparecido, convirtiéndolo en un ser nervioso, con temor a la vida, invadido por la soledad. Nunca se repuso. William se convirtió en un huérfano total, con hambre y con frío, añorando el amor.
Estaban llegando a Nueva York, cerca se extendía la bahía de Manhattan y más allá, como un vigía, la monumental estatua de la libertad. Estaba atardecien- do, era una tarde sin sol, nublada; la humedad mojaba todo los objetos, las ropas,
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los postes, edificios, calles. Revisados sus pasaportes por un oficial, tomaron sus maletas, subieron a un taxi que los llevó a la amplia estación de ferrocarriles. Tomaron un vagón de primera y a las ocho de la noche lo abordaron con destino a Los Ángeles, California. Ahí llegarían con lo poco que embarcaron en Italia, las obras con que empezarían en el nuevo mundo. De inmediato, a buscar a los parientes e instalarse, ya más delante se ocuparían de poner una tienda de arte, que llenarían de pinturas y esculturas que se habían quedado en el mediterráneo, además de las compras que hicieran en la comunidad de artistas de Los Ángeles. A su edad —12 años— Liton tenía mucha seguridad del negocio.
El comercio del arte siempre deja abundantes ganancias, por estar destina- do al regocijo de la sensibilidad o al fortalecimiento del ego, según sea el origen de los compradores, que pueden ser, por un lado, esnobistas, sin conocimientos, lerdos en la estética, en la proyección, en la vida retenida en pinturas y escultura y, por otro lado, los que conocen el negocio y la técnica, explicando cada uno a su manera las sensaciones que experimentan al ser heridos en su sentido de la vista y luego sus afectos, por la imagen que refleja el arte.
Todos los clientes tienen algo en común: les sobra el dinero, lo han atesorado con avidez insaciable, como un ejercicio natural del hombre. Avaricia y ambición por los lujos, codicia por llenar sus salas y sus búnkers con obras de arte. Acción que los hace experimentar el sentimiento de estar llenos, satisfechos, seguros de vivir la vida intensamente a toda plenitud.
Antonio siguió descomponiéndose, cayendo en un abismo del que no hay regreso, como un depravado e inválido del alma. Afianzándose en sus vicios, se enfermó con la carrera de caballos; su casa fue el hipódromo y las apuestas el úni- co sentido de su existencia. El acto de rodar por una pendiente, bajo la influencia de la gravedad, no tiene retorno, el efecto se conoce por un golpe seco en el fondo, en el suelo. Todos los caminos de perdición llegan a un final fatal. Antonio entregó su rencor y libertinaje a los que le rodearon, cometió injurias con los mismos y por siempre querer abonar la tierra. ¡Todos llegamos!, al final de la carrera, pero unos se desesperan y apuran el paso.
William Liton, solo, a los pies de la tumba de su padre, con resignación y tranquilidad, aceptaba los hechos. Por momentos la sorpresa de sentir paz lo asus- taba, para de inmediato cambiar el semblante al oír el llamado de su interior, que le hacía sentir el gran amor que tenía a su viejo. Se alejo de la tumba, con sus pen- samientos de gratitud para Antonio.
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Había que proceder a pagar las deudas de las apuestas no cubiertas. Pero eso no lo arreglaba. Sentíase feliz, al fin solo, sin presión, sin ninguna mordaza ni freno. El viejo había resistido dieciocho largos años desde su llegada a América y el plantado en una ciudad hermosa con treinta años a cuestas y con la puerta libre para formar su vida y su destino.
La limusina, como gusano pegado a tierra, llevaba 150 millas recorridas, es- taba amaneciendo, eran las cinco y media de la mañana y empezaba la aurora a despuntar por arriba del lomerío y los sembradíos, los pájaros sobre los alambres, entre poste y poste, se desentumecían de la noche que les fatigaba. Estaban en- trando a una pequeña ciudad de paso. Aarón dio un codazo a William al tiempo que le decía:
—Ya, Liton, despierta.
—No he dormido —contestó William—, solo descansaba.
—Pues bien que sabes disfrazar. Mira ahí esta abierto, vamos a tomarnos un café y cosa que voy a los sanitarios, ya me meo.
Giró la limusina a la izquierda y entro al aparcamiento de un pequeño res- taurante. Se apearon los amigos y entraron.
Como si hubiera un acuerdo previo, ninguno de los amigos habló, comieron en silencio. Ese día se quedaron encerrados en el hotel; preferían viajar de noche, hasta que pasaran el límite del estado de California.
La ansiedad los asaltaba por momentos, sabían que no todo era compromi- so y corrupción. Intuían que existían posibilidades de ser reaprendidos por los oficiales que sí cumplen con la ley. Muy a su pesar, la intranquilidad les ahogaba, les movía las entrañas, apareciendo el miedo, descarnando sus emociones y acele- rando los latidos de sus corazones. La turbación de verse perdidos los aferraba a la ilusión de que dejarían tarde o temprano de ser fugitivos, para alcanzar la liber- tad, perdidos entre las multitudes, perdidos como un número más para el mundo. Dando las siete de la noche continuaron su camino, ahora manejaba Liton y,
a su lado, durmiendo sin ningún asalto, sin remordimientos, Aarón, al cual Liton se dirigía llamándole “granuja”.
El programa de su viaje contemplaba una duración de quince a veinte días. De forma paralela subirían hacia el norte, pegados a la costa del Pacífico, girarían al oriente, atravesarían el territorio norte de Estados Unidos, para llegar a su des- tino: Liton a Boston y Aarón a Nueva York.
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Los días y las noches cansaban, fatigaban; su acompasado transcurso, sobre espíritus sobresaltados, desesperaba, pero su imperativo consistía en terminar su viaje. Después de algunas jornadas pasaban de largo por Oakland, para pernoctar en el pueblo minero de Beaty, seguirían a Las Vegas, doblarían rumbo al Par- que Nacional Ogden, en Utah. Más delante alcanzarían Ranlins, en Wyoming, para llegar a Rissin City, en Nebraska; pasarían a Griswold, en Iowa, y llegarían a Lowa City, en Ilinois. Ahí estaba programado, por la necedad de Aarón, desviarse rumbo a Chicago, regresar a aparcar en Toledo y Cleveland, en Indiana; seguir a Hubbara en Ohio, subir al estado de Nueva Inglaterra y tomar a Boston, Liton, y continuar Aarón a Brookville, Pennsylvania, para llegar a Nueva York.
Un camino tortuoso y cansado de más de 500 kilómetros. Pero así decidido, lo que menos querían era acelerar sus movimientos y llamar la atención. Atravesa- rían los Estados Unidos con obstinación, desafiando a la suerte, fingiendo seguri- dad, que no era otra cosa que tensión.
La luz alta de los faros tomaba posición, invadiendo grandes tramos de as- falto de la carretera que iba comiendo el vehículo, como insatisfecho, paso a paso, constante. Parecía que la desesperación de Liton por llegar se trasmitía a las cuatro ruedas que perdían su contorno al girar rápidamente y sin descanso.
Siempre había admirado y deseado a la ciudad de Boston, capital de Massa- chusetts, por única, hermosa y culta. Primera ciudad fundada en Estados Unidos, donde nació la libertad. Liton imaginaba a 67 hombres tirando tabaco en tiempos idos, rebeldes contra Inglaterra en busca de un destino propio. Ciudad pionera en todo. Ahí nació por primera vez un bar, una iglesia, salón de belleza, restaurante. Famosa por el maratón más importante del mundo y la primera serie mundial de béisbol. Con más de 50 universidades, entre ellas, Harvard la de alta excelen- cia académica. Ciudad considerada como tradicional con la pequeña cantidad de medio millón de habitantes. Liton se tranquilizaba, pensando que antes sus habi- tantes en su mayoría eran estadounidenses, pero que ahora eran italianos. Pasaría desapercibido.
Esbozó una sonrisa al acordarse de una noticia que había leído cuando vivía en Los Ángeles, que se refería al robo en el Museo Garden, del cual se habían lle- vado 13 pinturas con una valor de 12 millones de dólares. ¡Hasta los ladrones eran cultos! Tenían clase. Él montaría una galería en esa ciudad. Solo con el número de visitantes anuales —10 millones— se aseguraría su posición. Añoraba ya que su estancia en Boston fuera cuanto antes una realidad.
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Giró el cuello y miró a Liton durmiendo y silbando al exhalar el aliento, como un chillido de puerco. Sintió lástima por él y dijo:
—Pobre granuja, él va a Nueva York.
Se acordó de su última visita a Nueva York, cuando asistía despreocupado a las galerías a tomar bebidas, comer canapés y buscar con quien hacer negocio. En esas estancias tuvo plena conciencia de una ciudad ruidosa y revolucionada, en muchas ocasiones con cielos plomizos y manchados, otros dejando correr una pertinaz llovizna que al cesar traía, dejaba días nublados, húmedos y calurosos.
Convivir con razas híbridas, en una Torre de Babel en descomposición, des- integrándose en el tiempo, como un soplo de viento, caminando apurada hacia la decadencia sin retorno.
Invadida por gentes de color, blancas, amarillas, de todos los tonos y con todas las actividades y las diferencias: heterosexuales, asexuados, artistas, nego- ciantes voraces, vagabundos, bufones, divas, mendigos, borrachos, desarrapados, financieros, menesterosos, marginados, miserables mendigando su existencia y todos formando una multitud desbordada por sus calles numeradas, atravesando distritos, barrios; unos en el Bronx, o en Long Island, o Queens o Brooklyn, cu- briendo todo espacio.
Pobladores arraigados, trabajando con una actividad en ascenso, desesperada, haciendo contraste con su ejército de holgazanes. Esporádicos grupos de psicó- patas disparando enloquecidos sus armas, neonazis tatuados y gritando su cólera e insatisfacción, satánicos en oscuras reuniones, perdida la razón y entregados al demonio, terroristas destruyendo edificios con artefactos explosivos, sin ningún nivel de reflexión con el odio trasmutando sus cuerpos; francotiradores matando semejantes en escuelas y restaurantes. Nueva York, ciudad escandalosa, sinfonolas a todo volumen, radios brincando por las calles con su música estruendosa, un cóctel totalizador invadiendo el espacio. La rabia reflejada en los rostros por vivir rápido y acumular, tener; ciudad poseedora del Puente de Brooklyn, a su izquier- da la monstruosa estatua de la Libertad y a su derecha conjuntos de rascacielos, compuestos por edificios de acero y cristal, dando cabida a oficinas donde trans- curre el mundo de los negocios, distrito financiero plantado en su tercera avenida.
Dos grandezas: Manhattan y Nueva York invadidas por millones de gentes de todo el mundo, con los mismos sueños, éxitos y fracasos; algunos con sus fábri- cas, produciendo armas para los arsenales y componentes para sus bases de misiles. Conglomerado pintado con lo bueno y lo malo, mezclados en una danza macabra y
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luminosa, jadeando en calumnias e insultos, en una carrera insensata, hacia la per- dición de sociedades viciosas extinguiéndose, rumbo al final, llevando por delante y sin renunciar a la ambición y el orgullo, que violentan y cancelan todo futuro. Salvo el de los ricos que tendrán que construir y reforzar sus búnkers para sobre- vivir y estar a salvo de la mayoría que se desgarrara y devora como perros salvajes, cual guardianes del infierno.
—¡Pobre granuja! Vas camino a tu muerte.
Concluyó con esta frase sus pensamientos y continuó manejando en silencio. Había que alejar todo espejismo y para ello evitar desiertos, buscando no res- tringir el alma, evitando todo lo macabro, porque éste origina diluvios sociales y finaliza con la muerte. Para bien o para mal, había que conservar las esperanzas y la alegría.
Continuaron con el viaje, intercambiándose al volante, observando una va- riedad de paisajes; grandes montañas cubiertas de nieve, inmensos valles, donde pastaban una veces vacas, otras ovejas o manadas de caballos salvajes. También miraron colinas desnudas y sembradas de altos pastos, moviéndose en ondas por la fuerza de las corrientes de aire, en otros territorios, cegando y empacando los rastrojos verdes. Asnos crecidos de Wyoming, trenes cargados de carbón o de pa- sajeros, corriendo a alta velocidad; aviones surcando el aire, dejando estelas blan- cas a su paso, extensiones lejanas cubiertas de milpas de maíz, figuras de tornados a lo lejos, ríos y arroyuelos abriendo cada día más sus cauces, sus cuencas.
No le cabía duda a Liton de que este país era hermoso, inconmensurable, cuya belleza natural ojalá no desapareciera nunca y fuera eterna, para regocijo de la vista y gusto del cuerpo, para sentir la grandeza en el corazón.
Ante la insistencia de Aarón, se desviaron de la carretera 1-80 por la que cir- culaban, para hacer una escala en Chicago.
—Estás loco, granuja. Es una idiotez —decía Liton, mostrando en su rostro señales de disgusto.
—Yo voy manejando. Además no soy un santón y ya te lo dije, necesito una mujer.
—Lo que pasa es que eres un psicópata neurótico y te gusta envilecerte con el sexo.
—Deja tus comentarios para otro. Todo porque vamos a los burdeles de Chicago.
—Yo no tengo el vicio de la abstinencia. Y supongo que tú sí.
—Tu estado es patológico. Te gusta abusar hasta la alucinación, te conozco.
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—Mira, mira, nomás porque quiero tirarme una puta de Chicago. A caso no sabes que tienen fama.
—Haz lo que se te antoje, hártate de tus aberraciones.
—Ja, ja, ja, ahora resulta que el señorito es un afamado psicólogo.
—¡Vete al diablo!
Aarón, en la casa de citas, cumplió cabalmente con su rito. Exaltado, alegre, se embriagó, bailó, usoó a dos mujeres, fatigó su cuerpo hasta lo indecible, y en la ma- drugada quedó como muerto, inconsciente en el motel. Por la mañana, muy tarde, despertó. De regreso durmió todo el camino, hasta que volvieron a tomar la ruta original. Al despertar nuevamente con desparpajo y desvergüenza le dijo a Liton:
—¡Apenas vamos aquí! Qué lento eres.
Furioso, Liton no contestó nada, apretó el acelerador aumentando rápida- mente la velocidad. Estaba desquitándose con la máquina. El vehículo acortaba instante a instante la longitud que se extendía a su frente, haciéndola más pequeña cada día, había un límite final, como toda vida, todo acto, había un punto de repo- so al cual llegar y enderezar o seguir igual, con los actos y acciones diarias.
Los días habían pasado; en su mayoría, poco faltaba, la ansiedad había desa- parecido y la esperanza se afianzaba, la seguridad empezaba a tomar posesión de su mente, la cual se preñaba una vez más de sueños imaginados, de éxitos esperados, de alternativas felices que vinieran a protegerlos de todo peligro, de toda influencia negativa y de una vez por todas, la libertad.
Una limusina azul, del mismo modelo en la que viajaban Liton y Aarón, em- pezando a cerrar la tarde con el crepúsculo, iba de Nueva York rumbo a Boston; adelante manejaba un servicial chofer. Atrás iba un hombre vistiendo una camisa blanca, elegante; un saco de lana reposaba a su lado sobre el sillón, venía del sector de Manhattan. Estaba absorto, leía un periódico en la sección de análisis de ins- trumentos de inversión, con detalle y detenimiento. Su cuerpo era fornido, de es- tatura media, cabello lacio, negro, partido a la mitad, bien peinado, ojos grandes, azules, cejas pobladas, barba fina con un ligero corte al centro, labios delgados, respondía al nombre de Paul Tarden, fabricante de armas.
Pero, aquí había algo increíble: ¡era físicamente el doble de William Liton! No había explicación, sencillamente ahí estaba el hecho objetivo y real. Parecía como si el origen del nacimiento y la conformación física hubiera sido realizado por los mismos genes, por misteriosos caminos, por complejos órdenes de los dio- ses, sin ningún plan, ¿o acaso sí?
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Al final nos podríamos quedar con alucinaciones, con elucubraciones que no nos explicarían con certeza este fenómeno de igualdad. Paul Tarden dejó de leer el periódico.
Se frotó con ambas manos el rostro, descansó su cabeza sobre el respaldo del asiento y cerró sus ojos azules. Estaba fastidiado. Los atrasos en los embarques de armas y componentes de sistemas mantenían un problema que no podía con- tinuar, la amenaza de penalizaciones del Departamento de Estado podían cum- plirse, esperaba preocupado que el Sr. Michel Anty, administrador de su fábrica, cuanto antes resolviera esta situación, de acuerdo con sus indicaciones, y estar en posición de, ahora sí, cumplir con la última fecha de entrega con la que se había comprometido.
Le molestaban las fiestas que su esposa con regularidad organizaba en su mansión, que se localizaba a 5 millas, al sur de Boston. Contra sus deseos estaba encaminándose a una de ellas. Sarah Hart, muy sociable, creía con devoción que esas reuniones daban oportunidad de afianzar amistades, de cerrar compromisos con políticos, financieros y negociantes de toda laya. Quizá tenía razón, pero para él era un martirio y además siempre muy cansado. Su realización, y tal vez su feli- cidad, estaba en sus oficinas de cristal ubicadas en Manhattan.
Se imaginaba a su esposa, con sus vestidos de una sola pieza, escotados con discreción, calzando zapatos elegantes de tacón alto, desplazándose y dando ór- denes a la servidumbre, mostrando a los invitados una sonrisa alegre y franca, acompañada por su hija, la pequeña Cristine, presumiéndola a todos, y la niña con el pudor mostrado en sus mejillas que se encendían.
Sentíase fatigado como siempre, como si fuera el estado natural de su cuerpo. Se le fueron los pensamientos, huyeron y en un minuto quedó dormido. La limu- sina seguía su camino. Empezó a oscurecer y se hizo de noche. El silencio fue el dueño de todo su entorno.
Aarón, que manejaba, tomó una carretera secundaria para según él llegar más rápido a Boston. Y además había menos tráfico. Liton, observándolo con insisten- cia, le dijo:
—¡Párate ahí!
—¿Para qué? —contestó Aarón.
—¡Tú párate!
—Está bien, está bien. ¿Y ahora?
—Córrete, ahora manejo yo.
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—¿Qué te pasa?, deja de fastidiar. Yo te llevo.
Al decir esto Aarón, puso nuevamente en movimiento el vehículo y arrancó.
Liton se arrellanó en su asiento y dijo:
—¡Necio!, haz lo que se te antoje.
Transcurrieron algunos minutos, cuando Liton levantó los brazos y posó sus manos, apretando el borde del frente del gabinete de la limusina, al tiempo que gritaba con espanto:
—¡Cuidado, Aarón!
Aarón iba cabeceando, despertó y solo alcanzó a decir:
—¡Ah!
El frente del vehículo fue a incrustarse con estrépito con la limusina azul donde viajaba Paul. Golpeó del lado derecho a la mitad, cerca del poste de la puer- ta trasera, cuando ésta acababa de salir de un entronque situado al este y que co- nectaba con la carretera por donde circulaba Aarón. Rechinaron las llantas giran- do alocadas, el crujido de los fierros golpeaba al espacio, en un momento quedaron inmóviles, humeando los motores.
La limusina de Aarón, que venía de sur a norte, quedó en posición suroeste con el motor prendido, a unos pasos, la limusina de Paul quedó al noroeste, pisan- do sus ruedas delanteras al acotamiento de la carretera.
Liton, al impacto del choque, ya no supo nada. Su cuerpo fue arrojado fuera del vehículo, quedando tirado sobre la mitad del asfalto, del lado izquierdo; el impulso fue al primero que sembró.
Aarón, al golpe, quedó sobre el volante con el cuello fracturado y sangrando en abundancia por la nariz. El chofer de Paul descansaba inmóvil sobre el lado derecho de la portezuela. Paul, en el suelo cerca del césped, entre el frente de las dos limusinas que hacían una figura en V. Explotó el motor de una limusina, des- pués el de la otra, un ruido seco y sordo se escuchó y las llamas se dejaron venir, aparecieron lamiendo los frentes y luego todo el cuerpo de ambos vehículos. En la noche destacaban dos bólidos incandescentes, en reposo; chirriaban consumiendo todo, alumbrando con penetrantes destellos a la oscuridad, haciendo la claridad en un contorno grande como si fuera de día. Había que preguntarse: ¿por qué? sin tener ninguna respuesta. Actos humanos que respondían ¡fue un accidente!, pero esto no daba claridad a los actos inescrutables de los dioses. O era una forma dife- rente de la esencia que compone todas las cosas, que tienen como en este caso un fin y un límite, que es lo que hace la diferenciación de las formas y de las sustan-
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cias; para al fin adoptar otras manifestaciones. Como observadores no lo creemos ni sabemos explicar la objetividad de los sucesos inesperados y como tal secretos.
Caminó la noche, mucho o poco, ya no importaba la duración, el resultado era un hecho comprobado por el sentido de la vista en un lugar abandonado y desierto. Se acercaban ululando las sirenas abiertas de las patrullas y las ambulan- cias. El trabajo de los apagafuegos fue insignificante, alcanzaron unas pequeñas llamas en proceso de extinción. Los oficiales acordonaron el área, alumbrando con reflectores de luz potente, el lugar. Los paramédicos se distribuyeron y pro- cedieron a recoger los cuerpos. Encontraron dos carbonizados y deshechos en los volantes de la limusinas. Otro en las mismas condiciones irreconocibles lo reco- gieron del suelo frente a lo que fueran las partes delanteras de los vehículos, todos eran despojos encogidos y desconocidos.
Un paramédico que descubrió un cuerpo tendido sobre la mitad de la carre- tera, grito:
—¡Oficial! Éste está vivo.
El oficial, al escuchar, se acercó con paso rápido, cuando colocaban a Liton sobre una camilla. Movió la cabeza a los lados, como perdiendo toda esperanza, al ver un cuerpo inconsciente con una herida de consideración, una fractura al inicio del cabello, al final de la parte superior de la frente; el rostro cubierto de sangre y en la abertura, apelmazados, cordones secos de la hemorragia. Cuando pasaron frente al oficial para subir la camilla a la ambulancia, a éste le llegó de golpe un pensamiento, vibró al reconocer al herido y apuró con nerviosismo:
—¡Rápido! ¡Rápido! Es el Sr. Paul Tarden.
Se le quedaron mirando como estúpidos y el oficial agregó:
—¡Sí! Es una persona muy importante. Fabricante de armas, el Sr. Tarden.
Arrancó la ambulancia y frente a ella la patrulla, volvieron a chillar, como un grito macabro en la noche, que ponía la piel de gallina. Se alejaron con rapidez como cornejas, hasta perderse de vista y dejar en ese lugar una vez más el mandato de la oscuridad profunda.
El falso Paul Tarden al segundo día tuvo conciencia de sí mismo, su cuerpo lo sentía azotado por todos los dolores, inmóvil yacía sobre el lecho, apuntalado su cerebro con pinzas metálicas, perforados sus brazos en cruz con agujas y tubos llevando sueros y plasmas. Una venda le cubría todo su cráneo, parte de la frente y parte de los ojos, lo cual no le permitía ver.
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La oscuridad que le vino al perder el conocimiento seguía ahí pero con la seguridad de ser. Abozalado, atado, extendiendo su intranquilidad más allá, como si existiera en otra galaxia. Percibió unos suaves pasos, se mantuvo al asecho, sor- prendido, en tensión, espero sin mover un músculo, cuando sintió el peso ligero de una mano sobre su pecho, al mismo tiempo escucho una voz femenina, acari- ciante.
—¡Calma! Estuvimos a punto de perderlo, pero ya ve, está listo para la recu- peración. Esperamos que no haya complicaciones con recaídas que nadie quiere. Su esposa y su hija ya fueron informadas. No lo podrán ver por lo pronto. Tuvo un accidente terrible, su chofer y los dos que viajaban en el otro vehículo por desgra- cia murieron quemados, quedaron irreconocibles, se fueron a la fosa común, salvo el chofer. Es el destino, qué le vamos hacer, tomarlo con resignación.
—¡No! Espere, yo… —dijo con violencia Liton, cortando de pronto la ora-
ción.
—Dígame, ¿qué pasa? —dijo la enfermera intrigada.
—No. Nada, olvídelo.
Contestó Liton, con su mente desorientada y lenta en ese momento para pro-
cesar con rapidez los hechos. Actuó con actos reflejos de supervivencia. El miedo le evitó identificarse, pero allá en lo profundo del subconsciente había una voz que le indicaba un claro rechazo a su acción de encubrimiento.
La tristeza lo invadió al acordarse de su amigo, sus ojos se humedecieron, exhaló un profundo suspiro y dijo a su mente:
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—Pobre Aarón. Imbécil granuja.
Creía que al nombrarlo lo regresaba a la vida. Todos somos mortales, pero su alma sería inmortal, en algún lado y al verlo postrado, estaría muerto de la risa, el muy burletón.
Liton se preguntó: “¿Por qué estoy aquí?, ¿qué voy hacer?”. No sé contestó. Su tarea parecía la de un explorador que, ante el misterio de lo que investiga, se apodera de él una aprensión, donde se revuelcan juntos el temor, el valor, el cuida- do; pero aun así es empujado por una voluntad insistente por descorrer los velos de lo desconocido, con el cuerpo tenso, la circulación acelerada y los sentidos al más alto grado de percepción, para preparar la respuesta instantánea a los estímu- los del medio exterior.
Un domingo después de haber transcurrido dos semanas, el médico respon- sable dio la autorización para que su esposa e hija lo visitaran por unos momentos. Fue afeitado, limpiado con esponja, peinado su cabello brilloso de cabello casi azul, fue vestido con una pijama fina de color gris.
William, recostado, descansaba su espalda sobre la cabecera de la cama, ha- ciendo ángulo. Esperó, impactado en sus afectos y con curiosidad. Vio entrar a dos mujeres: una como de treinta y seis años y otra más joven, representando máximo como dieciséis años. La mujer mayor vestía un conjunto de una sola pieza verde turquesa, de una textura que parecía lana peinada, escotado, que marcaba claramente las sinuosidades de un cuerpo, vigoroso, lleno, sin abuso pero sin limi- tación, con busto firme y basto, un abdomen plano, piernas largas, gruesas hacia arriba, estilizadas, sobre las que se pegaban unas medias que se confundían con el color de su piel, calzaba zapatos de tacón alto de gamuza. Traía prendido a su es- belto cuello un collar de perlas. Su cabello largo despedía un color rubio castaño, con ondulaciones que le caían a los hombros, enmarcando un delicado rostro, con frente chica, mentón fino un poco recogido, dando un toque natural de coquete- ría. Las mejillas limpias sin ninguna arruga, cejas delgadas, ojos grandes rayados de felino, con mirada acogedora y amorosa, nariz recta casi perfecta, si acaso con los pómulos ligeramente ensanchados; para terminar, una boca de muñeca que formaba, al cerrarla, un corazón pintado con un color rojo violeta, que esparcía llamados de deseos y sexualidad. La mujer menor vestía unos jeans en tela de ter- ciopelo ajustado a su delgado cuerpo, también una jersey que dejaba parte de su vientre descubierto. Traía una chamarra floja del mismo material, que le caía casi hasta las rodillas, todo en ella era nuevo. Su cara joven tenía la boca de su madre,
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con unos ojos color miel, cejas pobladas como el padre, pestañas cerradas, con un peso abundante que traía peinado hacia arriba, haciendo un molote color canela muy claro, donde brillaban algunos rayos artificiales color crema. Aarón pensó como Paul, ésta es Sarah Hart, mi esposa, y Cristina Tarden, mi hija. Se asustó de este pensamiento que entró fácil, pero era falso, apócrifo, aunque su consciente parecía aceptarlo sin ninguna impugnación, porque le proporcionaba seguridad a su sensibilidad exacerbada, vibrando en un constante caos.
Se acercó a él Sarah, plena, y dijo:
—Chico —así le decía—, nos tuviste en un tris.
Al tiempo le daba un beso en la boca y presionaba una de sus finas manos sobre la muñeca izquierda de Liton. Acto seguido, Cristine se acercó, besó en las mejillas a su padre al tiempo que le decía:
—Papito. Me preocupé mucho.
Liton quiso gritar en rebeldía y decirles: “Yo no soy Paul. Él murió en el acci- dente, por favor déjenme”. Pero no pudo, él intentó de soltar palabras, se le paralizó, se le hizo un nudo en la garganta. Sintió mucha compasión por ambas mujeres y calló. La entrevista duró diez minutos, que le parecieron eternos. Oyó las explica- ciones de sus inquietudes y crisis nerviosa cuando les avisaron del accidente, es- cuchó sus declaraciones de afecto y cariño y los planes para un futuro de cambios
y alegría.
Liton, temeroso y evasivo, “sí, no, bueno”, o con oraciones cortas “como uste- des quieran, así lo haremos, mucho mejor”. A ellas esta actitud no les sorprendió. Era como si él hubiera tenido conocimiento de que el difunto así se comportaba: hombre introvertido, frío, casi gélido y hasta desinteresado, se hubiera sentido mejor, después que se despidieron. Cuando se quedó solo impugnaba su actuación. Sintió nauseas, asco y vómito.
No había salida ni retorno, estaba hecho y ya nadie cambiaría eso. ¿Por qué a él?, ¿qué había hecho? No importaba, había intercambiado su ser, de manera libre y tan infalible que ellas no vieron, no percibieron ningún cambio —y no tenían por qué—, retirándose gozosas y llenas de planes.
Liton sabía que tenía que adivinar, en los actos de los demás, su actuación, adelantándose a hechos para normar la conducta. En suma estar vigilante y en constante observación. Apenas logró conciliar el sueño, su tormento no tenía para cuando acabar. Al día siguiente recibiría a su administrador y a su secretaria. Al Sr. Michael Anty y la señora Nora Martin.
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El tiempo se emparejó a un suspiro, ahí tenía frente a él a los dos personajes. Michael, un hombre alto de estatura, flaco, color oscuro como indio reluciente. Después se enteraría de que era descendiente en tercera generación de emigrantes de la India. Con pasos cortos se paseaba al lado de la cama, dándole explicaciones, moviendo sus flacas manos y de igual manera, dos ojillos pequeños corriéndose a ambos lados en sus cuencas, como un zorrillo en estampida; su rostro no lo movía, mantenía un rictus fino, casi cadavérico, pero posesionado con mucha energía y calor. Decía:
—Los embarques se regularizaron en alto porcentaje, estamos cumpliendo. El concurso con el Gobierno de Holanda nos ha sido asignado. En cuanto a los prototipos X, el área de investigación reporta que en cuatro semanas estarán lis- tos, para que sean evaluados por el Pentágono. En otro orden de ideas, se invirtió de acuerdo con sus instrucciones, las acciones escogidas han subido, vamos tres puntos arriba. Volteó a ver a la secretaria de Liton diciéndole:
—Me permite, señora.
Ésta, de manera diligente, le entregó un expediente argollado. Él se lo pasó a Liton y prosiguió:
—Ahí encontrará una relación de pólizas especiales que solo usted puede autorizar, los pagos que indica cada uno son urgentes, la mayoría en otro listado puede esperar.
También encontrará algunos cheques cancelados que se ajustaron en el mon- to y que están sustituidos por nuevos. Si usted así lo considera, estos últimos de una vez me los llevo.
Calló, y Liton, dirigiéndose a su secretaria, le dijo de manera displicente, aguantando la respiración.
—¿Qué hay, Nora?
La señora Martin, de aproximadamente cuarenta y cinco años, pintando una que otra cana, rechoncha de cuerpo, pero sin abuso, muy elegante, limpia y pulcra, después de desearle lo mejor, le informó:
—Cancelé por obvias razones los compromisos de su agenda. Lo único pen- diente es la insistencia del senador John Muller, sobre el informe que le urge presentar a la Comisión de Seguridad del Congreso.
Guardó silencio, ambos se mantuvieron expectantes. Liton, sin concentrar- se, como mirando al vacío dijo:
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—Déjenme esto. Cuando lo tenga listo les aviso, para que pasen a recogerlo.
¡Ah! también hágase del informe, Nora, y encárguese usted, Michael, de entre- garlo personalmente al senador. Mantengan todo como está, auxiliándose mutua- mente.
Contestaron al unísono.
—Sí, señor. Lo que usted ordene.
Se retiraron tranquilos como si les hubieran despojado de un gran peso. Solo Liton, de inmediato, soltó un suspiro profundo dejándose escurrir en la cama y apoyando su cabeza en la almohada, la tensión cesó y su cuerpo se desparramó, flácido, frío, pero en paz.
El instinto de conservación es un don maravilloso otorgado por la naturale- za, que de manera automática, sin mediar reflexión alguna, nos proporciona res- puestas guiadas por la intuición, con ellos nos protegemos y nos sentimos a salvo. William pensó: está hecho, habrá que afrontarlo.
Pasaron seis semanas y fue dado de alta. Lentamente iba descendiendo, acompañado por Sarah y Cristine, y a distancia discreta su cuerpo de seguridad, al cual él siempre se oponía y cuando podía se les perdía.
Su esposa e hija, colocadas a sus flancos, lo tomaban con delicadeza del dor- so, los diez escalones del frente del hospital metodista, totalmente construido en mármol, fueron descendiendo. Abajo lo esperaba una limusina blanca, al frente del volante un chofer, que al verlos se apeó y les abrió con atención una de las puertas traseras, por la que se introdujeron al vehículo que arrancó tomando el camino a su casa. Adentro, unos a otros se lanzaban sonrisas de satisfacción. A ambos lados del camino se extendían valles planos con pequeños montículos, cu- biertos de un césped rasurado, verde intenso, levantando sus cortos tallos al cie- lo. Esparcidos aquí y allá, crecían maples con sus hojas doradas, acompañados de sauces que dejaban caer su follaje como cabelleras sueltas de diosas desconocidas; también aparecían uno que otro roble con copas tupidas verde oscuro. De todos los árboles salía un concierto de cientos de trinos de petirrojos, cantando al hom- bre, con sus gorjeos apurados. Se veía más allá el aleteo nervioso y rápido de los colibríes, apurando el néctar, sobre setos de margaritas.
A Liton le nacían los deseos de zambullirse, rodar sobre el pasto, confundirse con esas vidas y tomar hasta la última gota de la ternura que despedían, para forta- lecerse y ser uno con toda la creación. El artista que existía en su alma iba absorto.
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Regresó de su ensoñación, al mirar cómo una gran reja de fierro forjado, con figuras de rosas de bronce repujado, se abría automáticamente al frente de una mansión de dos pisos, le pareció inmensa. Estaba rodeada de jardines y pastos cuidados como los que había observado hacía unos instantes.
Bajaron y comenzaron a caminar, al frente destacaban dos columnas de már- mol, tipo dóricas, que sostenía el friso del techo, cuyo frente hacía la figura de un triángulo, con el vértice hacía arriba y en su centro destacaban mascarones que mostraban dos infantes desnudos con velos en las manos.
Bajo las columnas había dos pequeñas esculturas de ciervos en piedra negra. Subieron cuatro escalones y llegaron al descanso, sobre ése estaba una cúpula con figura de media naranja, pintada de verde con cintas en su base de un blanco clarí- simo. Se llegaron a la puerta de entrada construida en caoba con gruesos cristales tatuados de enredaderas. Sarah dio vuelta a la empuñadura de latón brillante y entraron a una gran estancia. De inmediato a los lados destacaban dos jarrones chinos de alabastro. El piso estaba construido por mosaicos rosas, arriba el techo estaba sostenido con grandes vigas negras, soportando tiras delgadas sobrepuestas, como abanico de metal de aluminio. La estancia contaba con cuatro candiles dora- dos, con esferas que mostraban las bujías, a través de su cristal trasparente. A la iz- quierda, en línea, a lo largo se alzaban enormes ventanales de vidrio grueso de un color tenue naranja; algunas con cortinas corridas de muselina encerada. Al fon- do, pegados a la pared aparecían pequeñas estatuas sobre chapas de oro, hechas de calcedonia, cornalina, plata. En una esquina final destacaba una copia en mármol de la piedad de Miguel Ángel. Todas estas realizaciones contaban con una placa de nácar grabado. Había muebles finos enchapados en oro. Sobre las paredes de la derecha, fijas, decorando, había venablos, carcaj, pizarras negras y unas pequeñas palomas hechas con arcilla. Pasaron a una sala con sillones recubiertos con piel de cebra, descansando sobre un piso de parquet que formaba figuras geométricas. Atravesaron por un arco a lo que era el comedor, con abundantes vajillas de plata y pequeñas máscaras de oro repujado. Al frente, un mural mostraba tallos, vegetación, frutas, flores, espejos de agua. Atrás se localizaban salas de juego, estu- dios, la biblioteca, la sala de música, decorados con marfil, cobre, piedra, maderas. Al sureste de la entrada, a escasos veinte pasos iniciaba una gran escalera de roble, incrustada en su pasamanos una tira de plata. En el segundo piso se bifurcaban dos corredores con pequeñas gacelas y cabras de metal verde oscuro y a los lados
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amplias habitaciones también decoradas con suma exquisitez y pleno conocimien- to, con pisos cubiertos con alfombras persas, las puertas cubiertas de un barniz opaco, que hacía una película sobre la madera también de caoba. La recámara principal, amplia y mullida, cubierta de popelinas y cedas, estuches de lapislázuli, desbordaba elegancia y buen gusto.
Liton aparentaba sensatez, como si lo que estuviera viendo fuera algo común, pero en su interior estaba desorientado. Aunque acostumbrado a las piezas de arte de las galerías, nunca había visto juntas tanta riqueza y magnificencia, era una inva- sión de opulencia, de altura en la belleza. Le parecía otro mundo donde tendría que vivir y amoldarse a otras condiciones de un espacio lleno de objetos, que existirían a diario junto con él.
Esa noche, al retirarse junto con Sarah a descansar, avanzó al borde de la cama y se sentó, empezaba aflojarse las agujetas, levantó la vista y vio cuando Sa- rah se desnudaba totalmente, dejando al descubierto un cuerpo rosa apiñonado, despidiendo un perfume atrayente. Con descuido Sarah soltó la cinta que con- tenía su pelo, lo miró coquetamente acercándose y besándolo con provocación, suavemente, para luego meterse bajo las brazadas de la cama, diciéndole:
—Apúrate, chico.
Él se acercó a un guardarropa y se vistió una pijama, regresó a donde estaba Sarah, se colocó a su lado y la abrazó. Ella subió una de sus piernas sobre él y co- menzó a frotarlo. Liton estaba poseído de espanto, casi pánico, que lo paralizaba, manteniéndose inerte. Ella, al comprobar la no respuesta, lo besó en la mejilla y con cariño le dijo:
—¿Te sientes fatigado? Quieres que esperemos hasta que te restablezcas. El ausente, muy a su pesar, sin energía respondió:
—Sería lo mejor.
—No te preocupes, esta larga abstinencia me dará mayor placercuando lo hagamos.
—Dame tiempo, Sarah.
—El que necesites, chico.
Liton siempre fue un hombre reprimido, que para hacer el amor necesitaba conocer a la mujer e involucrarse con sus sentimientos. En todas las ocasiones ha- bía rechazado las relaciones puramente físicas, antes requería que hubiera empatía entre él y la mujer con la que fuera a copular. Jamás había usado a una puta por hermosa que fuera. Creía que la mujer y el hombre, al copular, estaban haciendo
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uso de un don divino, que tenía que realizarse con ternura, delicadeza, con arro- bamiento y entrega mental. Dándole a la mujer el respeto y la admiración que se debe, a quien representa la suavidad y la permanencia de la especie; hacerla gozar y gozar uno mismo, tendría que entrar lo mejor de la mente, del corazón, de los sentimientos.
Por su parte, Sarah se conformaba; conocía muy bien a Paul, sabía que era un hombre difícil en los juegos del amor. Alguna vez, en los primeros años de casados pensó que era frígido, impotente, se sorprendió cuando dio cabida a la idea de satisfacerse fuera de casa, la cual arrojó molesta. Ella era una irlandesa que tenía como norma la fidelidad y la perseverancia. La traición y los cambios de veleta no eran para su persona. Poco después comprobó que su esposo actua- ba con lentitud por temporadas largas, que esperaría como otras veces, pero que le cumplía quizá de manera impersonal, cuando su celo femenino ya no podía contenerlo, quizá habría en otras parejas mejores uniones; no le importaba, se había acostumbrado a él y lo quería. Se calmaría con razón ahora que estuvo a punto de perderlo y más en el estado débil en que se encontraba su Paul.
A la mañana siguiente, Liton hizo todo lo posible para repetir las rutinas de Paul. Abordar temprano la limusina, atravesar la ciudad de Boston, seguir hasta Manhattan, entrar a sus oficinas y responder dirigiendo el emporio de armas.
Lo primero que hizo, apenas llegando, fue llamar a su secretaria y decirle:
—A partir de ahora, a cualquiera que atienda aquí, por teléfono o en otro lado, requiero que antes me proporcione sus antecedentes más completos. A quién representan, qué asuntos los trae, de qué tiempo los conozco y cualquier detalle que sirva. Informe de esta orden a todos los ejecutivos de la empresa, que hagan lo mismo cuando tengan que tratar algún asunto conmigo, o ponerme en contacto con otros ejecutivos fuera de la empresa. Aquí entran todos, amigos, proveedores, compradores, etc. Tengo que recuperar mi memoria y poner orden en mis ideas.
¿Está claro?
—Si, señor, pierda cuidado, se hará como usted lo ordena.
Gobernar el imperio de Paul Tarden fue dominar, ejercer la autoridad que nadie discutía. Con esta acción se dio cuenta de que el acto de mandar lleva im- plícito cometer arbitrariedades, para las cuales no hay retorno y que se generan de manera fortuita, en toda la línea de mando, hacia arriba o hacia abajo.
Entró de lleno a un movimiento acelerado, sin reposo, en forma continua, sin pausas, y a medida que avanzaba experimentaba mayor inquietud. En sus po-
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cos momentos de soledad, quedó claro su papel de agente de la muerte, o si se quiere, de ayudante preferido de los halcones de la guerra, los cuales con disfraza- do cinismo se regocijaban con la destrucción, creando conflictos a su convenien- cia, donde experimentaban el funcionamiento de nuevas armas y con ello afianzar su hegemonía mundial.
Acciones humanas que contenían una reproducción acelerada que les daba la seguridad de continuar con su influencia y mantener sin trastornos sus miedos ancestrales de poner a salvo la seguridad nacional.
Desde el inicio, siendo un impostor, robando un destino que no le pertene- cía, su vida estaba cambiando con suma rapidez. Discutía, negociaba con tratantes de armas de todo tipo: institucionales, fundamentalistas, movimientos guerrille- ros, amigos o enemigos, pero siempre, buscando al final el equilibrio que trajera el beneficio a su país de emigrantes. Actuaba a nombre de otro, adoptando una personalidad distinta a la de él, cambiándola de acuerdo con las circunstancias pero siguiendo una misma línea. Algunas veces adoptaba actitudes subjetivas, pero siempre guiado por el imperativo del robo de alma, que de principio había aceptado, hablaba, actuaba, hacia todos los demás, como si ya hubiera encarnado por completo a Paul Tarden.
Intuía en todo ese complejo accionar que lo rodeaban amigos interesados muy poderosos y enemigos también, con tanto o más poder. Todos ellos, incluido él, formaban parte de una cúspide de relaciones de mando, empeñados en abonar con sus trabajos al mundo desconocido de la muerte. Por momentos sentía que perdía poco a poco su ser, como una corriente de agua que desparece bajo la tierra hasta dejar un seco desierto, convirtiéndose en un instrumento insensible. La luz interior de su alma estaba extinguiéndose.
Presentaba una contradicción esa fuente de luz, porque en sus tratos con Sarah y su hija Cristy se avivaba, cada vez más, al grado que amenazaba con convertirse en fuego. Ese trato estaba regido por cariño, delicadeza, calidez, que ya las consideraba suyas, en sus sentimientos; que caminaban con rapidez para desembocar en amor. Sus colaboradores más cercanos y su familia estaban gratamente sorprendidos, por- que el personaje seco y taciturno de antes pasó a ser alegre y jovial, con palabras de aliento y consejos llenos de profundidad y armonía.
Pasaron dos meses desde su salida del hospital, tiempo que le parecieron años, por el cúmulo de tensiones emocionales a las que estaba expuesto. En la convivencia diaria con Sarah, aprendió a quererla, aprendió a admirarla por su
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pundonor, por ser una mujer que tenía muy claro su papel en la vida. Siempre con una actitud discreta y tersa para tratar los asuntos. La veía accionar dentro del hogar como raíz y centro, leal, cariñosa y muy perseverante, con disciplina y recato, esperando con paciencia; no había reproches ni intolerancias, toda ella era una mujer, manteniendo la unión y creando sueños hermosos. La actitud que desplegaba al frente de la Fundación Humanitaria de la compañía, a beneficio de los que menos tenían, era reconocida por todos. Actuaba sin prepotencia, con hu- mildad, siempre preocupada por servir y aligerar el dolor ajeno. Liton sentía una afinidad interior con ella.
Esa noche, aniversario de su estancia en la mansión, al retirarse a descansar juntos rumbo a su alcoba, Liton iba con el corazón conmocionado y frenando el aliento. Quiso en un arranque declararle su amor, decirle cuánto la necesitaba, pero le puso de inmediato un alto a su impulso y pensó con temor que si lo hacía ella se extrañaría porque ya lo sabía. No era su novia ni su prometida, era su esposa y necesitaba otros actos.
Debía entregarle su energía vital ya sin ninguna restricción. Al posar sus ojos sobre su rostro creyó ver una turbación sospechosa, ahí se manifestaba una fuer- za compulsiva. Parecía que ella esperaba este momento con soberana seguridad. Como en otras ocasiones comenzó a desvestirse. Liton casi ahogado le dijo:
—Espera, Sarah…
Se acercó a ella y en silencio, con ternura, terminó de desnudarla, la tomó en sus brazos y la depositó sobre la cama. Con deleite contempló su cuerpo exu- berante en sus formas. Arrogantes caderas, senos palpitando levantados, una boca temblorosa. Creyó sentir una exaltada vibración en el corazón de ese espléndido cuerpo, producto de sus deseos reprimidos y de una vigilia demasiado larga. Ella aparecía encantadora, casi desfallecida a punto del desmayo, como si fuera un fru- to tierno, débil, precoz a punto de ser comido. Era una cierva con ojos en llamas, temerosa, en espera del golpe final.
Él derramó exquisitas caricias en todo el cuerpo, suavemente, con intensi- dad, y también con vigor, aplicando un refinado erotismo guiado por una inti- midad secreta. Repetía sus idas y venidas, con lo que la excitación de ambos se extremaba más y más. En un pequeño tiempo, ella, frenética, se agitó, y en un impulso generoso, encendida ya de pasión, se brindó abriendo tiernamente sus piernas y, al sentirlo, empujó con violencia hacia arriba, en eso no era nada dócil; al contrario, se mostró al revuelto Paul como una hembra, con temperamento
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impetuoso, consumiéndose en su amor, con gemidos salvajes, enloqueciendo toda ella, con su boca abierta esperando la de él. Juntos en tensión redimieron su ins- tinto y sus sentimientos; cómo hubieran deseado detener el tiempo, pero éste es inasible, cuando es solo un instante. Terminaron mirándose con gratitud. Ella jamás había gozado tanto como ahora, nunca pensó que existieran otros escenarios llenos de torrentes de intensidad. Hasta ese momento fue completamente colmada como mujer, había tocado el cielo, al que agradecía en silencio que Paul tuviera el accidente que le cambiara su forma anterior, fría, de hacer el amor. Él se sintió satisfecho de encontrar a su irlandesa fogosa, que lo hacía plenamente feliz. Con ese acto fue consumada totalmente la posesión y tomaba en propiedad una here- dad que no era de él, pero que pensó que ya nadie se la quitaría. No pronunciaron ninguna palabra. Quizá ésa sea la actitud más congruente, después de entregarse dos seres que se aman con intensidad.
Una mañana como siempre se preparó para viajar a Nueva York, pero ese día había algo diferente, cambiaba la rutina, algo especial se presentaba; su hija Cristy viajaría con él, iba a una fiesta a la que le invitaba una amiga. Una reunión de jó- venes. El chofer le abrió la puerta izquierda trasera de la limusina a Liton, el cual descubrió a Cristy sentada al fondo. Extrañado le ordenó:
—Cristy, córrete, ése es mi lugar. Su hija sonriente le contesto:
—Ya, papi. Súbete, es igual, ¿o no?
—Bueno, si tú lo dices. Vámonos.
Tomó asiento a un lado de su hija, posando su brazo izquierdo sobre los hom- bros de ella y la atrajo con cariño a su pecho, al tiempo que le decía adoptando una falsa autoridad:
—Siempre rebelde, mi Cris.
—Ay, cómo crees. Sabes que eso no es cierto.
—Tienes razón. Además tú puedes hacer lo que quieras.
—¡Ah, sí! Mentiroso.
Fueron durante todo el camino bromeando y haciendo planes para el futuro. Estaban ya circulando por la tercera avenida, la cual presentaba mucho tráfico, por lo que avanzaban con lentitud.
Su hija, con una actitud reflexiva, le dijo:
—Sabías que hoy lunes se cumple un año de que te accidentaste.
—No llevaba la cuenta. ¿Y eso a que viene, mocosa?
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—A que no debemos olvidarlo, para dar gracias diario al Señor por haberte salvado.
—Tienes razón, hija. Eso fue un milagro.
Cristy, haciendo un mohín de cariño y entornando sus ojos, le dijo:
—Además te quiero mucho, papito, perderte hubiera sido mi fin.
—Yo también te quiero, y más. Pero vamos a borrar por un tiempo ese recuer- do. A ver dime, ¿qué vas hacer en tu fiesta?
—Bailar mucho y conocer muchachos guapos.
Se oyó un ruido intenso, fuerte, invadiendo el espacio, por segundos au- mentaba, haciéndose más agudo e hiriendo los oídos. Se escuchaba del lado donde iba Cristy; voltearon ambos su rostro a la ventanilla y en ese pequeño lapso, se escuchó una descarga seguida, automática, de una arma potente que llevaba en las manos un tipo greñudo, que iba sentado atrás de una moto que manejaba otro igual, que desesperado la conducía a alta velocidad. Se escucharon otros disparos de arma y la moto fue a estrellarse contra la acera, dejando en su camino dos cuer- pos que rodaron al pavimento. Se escuchó un grito de Cristy:
—¡Ay!, ¡pa..!
—¡Cris, hija, no!
La niña se desparramó en los brazos de Liton, sangrando en abundancia de su pecho, y perdió el conocimiento.
—¡Apúrate! Rápido, como sea. ¡Vamos a un hospital, vuela! Rápido por favor.
—Tendió a la niña en el asiento, sacó un pañuelo y trató de detener la hemo- rragia, de inmediato se empapó y Liton lo arrojó al piso. Su rostro estaba blanco, tomó las mejillas de su hija y comenzó a darle respiración de boca, pero el cuerpo estaba inerte, inmóvil; insistía con fuerza y empeño. Cesó, se dio cuenta con pesar de que Cristy ya no respondería. Liton bajó su barbilla cortada apoyándola en su pecho y dijo invadido de tristeza:
—Ya no. Ya no importa. ¡Está muerta!
Y soltó en llanto abundante; sus gemidos y ayes desgarraban su corazón, las lágrimas mojaban, anegaban sus manos ensangrentadas, que mantenía sobre sus piernas. Cesaron sus quejas, pero continuó llorando como un diluvio.
El impacto en Sarah fue devastador. En su mansión abrazaba con fuerza a Paul, llorando, aullando como una fiera, sin aliento, estremeciéndose su cuerpo con temblores que amenazaban con consumirla, quería morir en ese instante, ya nada importaba. El amor a los hijos es tan profundo e inexplicable que el dolor
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cuando se pierden es intenso, originando la desesperación infinita que clama con- tra el universo. El abandono a sí mismo se posesiona del alma y en eso minutos se pide, se prefiere desaparecer, si esto fuera posible.
Los servicios funerarios se llevaron dentro de la mansión. Paul no se separó de una caja de metal dorado que contenía los restos de su hija. La sala estaba inva- dida por miles de flores. William miraba el rostro tierno, rosado, de su chiquilla de apenas diecisiete años de edad. Sus ojos y boca cerrados mostraban la imagen de la tranquilidad, tersa, sin ninguna señal, como si todavía tuviera vida.
Se acercaba sin hacer el menor ruido a donde estaba Liton su administrador, y al oído le decía:
—Señor, acaba de llegar el presidente.
Éste asintió con una señal afirmativa. Fuera del mundo, siguió impertérrito, mirando a la joven. Fue hacia donde estaba Liton el presidente de los Estados Unidos, seguido de su esposa. Al verlos, Liton dio dos pasos a su encuentro y se dejó abrazar por él y su esposa. El presidente, colocado a un lado de Liton, hizo guardia, puso su mano izquierda sobre el hombro derecho del acongojado padre, presionándolo, tratando de transmitirle sus deseos de consuelo. Comenzaron de nuevo a caer las lágrimas de los ojos azules de Liton, su corazón estrujado brincaba dentro de su pecho. Nunca pensó querer tanto a Cristy como ahora lo sentía.
El Sol siguió saliendo y ocultándose a pesar de las tristezas humanas. Algo muy hondo, muy profundo, sin nombre, se había roto y hecho añicos en Liton, apoderándose de él como una tormenta que lo balanceaba, como árbol débil y deshojado, que lo hacía sentir solo y desamparado, para, al final, al paso de los días, apoderarse de todo su yo, como una ansiedad y un remordimiento que amenaza- ban con postrarlo en una debilidad total.
Él estaba consciente de que la muerte de Cristy era para él; si se hubiera co- rrido del asiento, los sicarios contratados para conseguir su muerte por traficantes de armas del Medio Oriente, en guerra con Estados Unidos, habrían fallado, co- brando otra vida. Y aunque fueron abatidos por su guardia personal —cosa que no le importaba— le dejaban el abandono y la soledad en su corazón.
Ya no tuvo paz, se culpaba de los hechos y empezaba a creer que era un casti- go por su audacia y desvergüenza de posesionarse de la personalidad y atribucio- nes de otro cuerpo. Perdió la tranquilidad y el remordimiento empezó a comér- selo. Comenzó a tener pesadillas donde siempre aparecían destrozos: unas veces era perseguido por manadas de perros salvajes que destrozaban sus carnes, otras
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aparecía su conciencia sin ningún vehículo físico, vagando en espacios desconoci- dos, sintiendo un frío que lo laceraba y una pena que no encontraba acomodo ni disminución.
Vagando en lo oscuro, sin luz, sin colores, sin sonidos. Solo, con la soledad que amenazaba en convertirse en una duración eterna de una existencia extravia- da. Despertaba bañado en sudor, para seguir intranquilo sufriendo y culpándo- se, otra y otra vez. Su trabajo decreció en eficiencia, muy seguido despertaba, se ausentaba de la realidad y seguía escarbando en sus entrañas. Por más consuelo y cariño que le daba Sarah, no surtía ningún efecto bienhechor en sus sentimientos, parecía una sombra, un sonámbulo a punto de enloquecer; un ente vegetando y sintiéndose muy dentro, maldito. Llegó el momento que nada le importaba, que- ría sufrir más para pagar su crimen. Una de tantas noches vio con espanto a su madre, pero no como la recordaba, con su cariño y protección para él, sino poseí- da por la furia y lanzando chispas por los ojos, y ahí, en esa aparición, le gritaba:
—¡Nunca, hijo! Nunca tomes lo de otro. No te pertenece.
Se apoderó de él la angustia, que iba creciendo, que lo atosigaba, convirtién- dose en un guiñapo. Pero en ese grito violento, en esa orden de su madre, estaba la solución a su sufrimiento. Tenía que cesar con una horrible suplantación y ganarse con el tiempo el perdón.
La razón le volvió y empezó a trabajar en su mente. Llamó a su despacho al Sr. Michael Anty y le dijo:
—Acompáñeme, vamos a ver al notario, quiero que usted sea testigo.
—Sí, señor —contesto su administrador y lo siguió cuando Liton salía de su oficina.
Cuando hubieron llegado con el notario y éste de inmediato los recibió, Li- ton, sin asomo de nervios, habló:
—Quiero que cancele el testamento anterior y tome nota de cómo quiero que quede el nuevo: La totalidad de mis bienes e inversiones se las dejo, sin ningún condicionamiento a mi esposa, la señora Sarah Hart. A la Fundación para los niños con daño cerebral, a partir del próximo mes, le dobla la aportación de la empresa. Nombro en mi lugar, con todas mis atribuciones, al Sr. Michael Anty, aquí pre- sente; queda como presidente del Consejo de Administración. Si en la próxima junta de este Consejo los demás socios que son minoritarios se oponen —que no lo creo—, que se les liquiden de inmediato sus acciones al precio que corra en la bolsa de valores. Por otro lado, en lo que se refiere a nuevas inversiones, aumen-
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tos de capital, asignación de utilidades, ventas —de la misma empresa si fuera el caso—, contratos nuevos de suministro con el Gobierno, deberá de autorizarlos mi esposa para que tengan validez. Del 70% de acciones de mi propiedad, disponga que le sean asignadas de inmediato el diez por ciento al Sr. Michael Anty. Final- mente, si en quince días no aparezco, no me busquen por ningún motivo, es una orden para todos. Al cumplirse este término de tiempo, abra el nuevo testamento, en presencia de mi esposa y de mi administrador. Eso es todo, espero se cumpla mi voluntad.
—Usted sabe que así se hará Sr. Tarden, dijo el notario, y agregó:
—Pero qué barbaridad piensa hacer.
—Ninguna, esté tranquilo.
El Sr. Anty, con sorpresa y espanto, dijo:
—Pero, señor, quince días, con perdón ¿en qué locura piensa?, por favor… Paul Tarden lo interrumpió.
—Pare. Lo único que puedo decirles es que estén seguros de que no voy atentar contra mi vida. Al contrario necesito mucho para pagar. Quince días es un tiempo corto o largo. En fin, eso es todo.
—Le recomiendo que se tome unas vacaciones. Dijo el notario, son buenas para calmar la mente y el cuerpo. Olvidará, al fin la vida continúa.
—Lo pensaré. Gracias.
Caminó de regreso Liton y le dijo a Anty:
—Al tercer día que deje de dormir en mi casa, entréguele este sobre a la señora Sarah Hart, consuélela y dele la seguridad plena que nada me pasó, y en- térela de mis últimas disposiciones.
Anty asentó con la cabeza al tiempo que sus ojos se inundaron, amenazando con mojar su piel brillosa.
—Calma, Michael. Nada me pasará, esté usted seguro y por favor créame. Esa semana personalmente hizo algunas diligencias. Puso en regla su pasa-
porte, hizo reservaciones, canceló cuentas bancarias a su nombre y otras las tras- pasó a nombre de su esposa, y esperó dos días que faltaban para lanzarse en pos de otro camino. Cumplidos éstos subió a su limusina y se encaminó a Nueva York. Circulando por la ciudad le ordenó a su chofer:
—Lléveme al Aeropuerto Kennedy.
Al bajar del vehículo, su chofer le preguntó:
—¿Cuándo y a qué hora regresa? Para pasar por usted, señor.
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El chofer pensaba que sería como otras veces, como otros viajes de su patrón.
—No es necesario que regrese por mí. De aquí vaya con el Sr. Michael Anty, él le dará instrucciones.
—Sí, señor, como usted ordene.
Entró a una de las salas del Aeropuerto Kennedy y se dirigió a la garita de re- visión de documentos y papeles de abordar. El oficial que tenía enfrente, mirando su pasaporte con amabilidad, le dijo:
—Sr. Luca Bernini. De regreso a Italia.
—Sí oficial, de regreso.
—Felicidades —sellaba sus papeles—, que la pase bien.
—Gracias, oficial.
Por una pista amplia despegó la nave de la Compañía Alitalia, rumbo al Oriente, ascendió más y más, hasta perderse en un cielo azul claro, cubierto de pequeñas nubes que danzaban al influjo del viento.
Estaba hecho, quedaba por el momento libre de la angustia y el remordi- miento. Pero se apoderaba de su ser la pena y la añoranza de renunciar al único amor verdadero que había tenido. Por un momento flaqueó y quiso regresar, pero sabía que ya no era posible, estaba decidido. Sin ella quizá fuera poca su vida para recordarla y amarla cada día. La inclinación, por fuerte que fuera, no tenía sen- tido.
Miró la inmensidad del mar. Tomó de su saco un pañuelo y detuvo dos lá- grimas que salían y empezaban a rodar. Una mano se posó sobre su pierna, volteó y miró a su compañera de viaje, una anciana que con benevolencia y dulce voz le decía:
—¿Qué le pasa buen hombre? ¿Puedo hacer algo por usted?
—No se fije, señora. Ya pasó.
—Los dolores de amor no acaban, se muere con ellos.
—¿Cómo lo sabe?
—La edad. La edad, hijo. ¿A qué parte de Italia va?
—A Florencia, a buscar a mi familia.
—Yo soy Renata Lapi, voy a Roma a visitar a mis nietas, están muy chicas para viajar, y a mí ya no creo que me alcance el tiempo para esperar que crezcan.
—No diga eso. Yo soy Luca Bernini. Trabajo con galerías.
—El arte y las raíces de uno, dos grandes cosas a las cuales no se puede re- nunciar. Siempre llaman.
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—Así es.
Llegaba una hermosa azafata ofreciendo bebidas y el almuerzo. Luca no qui- so nada, en tanto la señora Lapi tomó dos botellitas que contenían whisky Johnnie Walker, tomó una de ellas y se la ofreció a Luca.
—Gracias, señora. Yo no tomó.
—Eso no importa. Tómelo, es bueno para la sangre, asienta al corazón y re- viven las ganas de seguir siendo.
Con un secreto deseo, que nacía con las palabras de la anciana, tomó la pequeña botella, la abrió y la apuró de un solo golpe. Suspiró, recostó su cabeza y cerró los ojos. Sintió seguridad de sí mismo, recuperaba por fin su verdadera identidad, Luca Bernini. Nunca debió haber aceptado que le pusieran el nom- bre ficticio de William Liton, aunque se tratara de aparentar un linaje inglés que no se tenía, pero muy necesario según su padre para aparecer como americano. Se sentía mal por haber tomado otro lugar y aparecer como Paul Tarden, un judío americano, rico fabricante de armas y por desgracia muerto.
¡No! Él era Luca Bernini, siempre lo había sido de niño y así seguiría, de ahí en adelante hasta su muerte. Intercambiar nombres era engañar al destino, era vivir en pavorosa huida.
Vino a su memoria la imagen de Sarah, con sus manos finas, abriendo un sobre y leyendo su mensaje manuscrito. “Sarah, amor mío, no te alteres por favor, me retiro porque es necesario. Si lo piensas con calma, algún día lo com- prenderás y me darás la razón. No llores, te seguiré amando por siempre. No me busques. Creo que cuando suplantas el presente y el futuro, te acarreas un cielo y un infierno, que te eleva el primero a las alturas, pero también el segundo te arroja al abismo. Gracias por tu amor, pero olvídame y busca encontrar un aco- modo en otros remansos de cariño. Adiós, Paul Tarden”.
Fatigado y adolorida su mente, quedó en blanco y durmió. Esa muerte pasa- jera que se da al dormir sin sueños sería la mejor para no despertar y quedar en algún lugar, ignorando la misma existencia. Fue despertado por la señora Renata, al tiempo que escuchó que le decía, apurándolo:
—Estamos por llegar, Luca. Abróchese el cinturón.
El avión aterrizó con suavidad, en el aeropuerto de Roma. Bajaron los pasajeros y se dirigieron a recibir sus equipajes y a que les revisaran sus documentos. Renata y Luca esperaban a un lado de la banda transportadora de equipaje. La anciana, al tomar primero el suyo, se acercó a Luca, le beso la mejilla y le habló:
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—Ánimo, Luca, el mundo no se acaba en un día. ¡Arriba! La melancolía es mala y mata. Segura estoy de que encontrara lo que busca.
—Gracias, Renata. Besos a las nietas.
—De su parte. Que le vaya bien.
Le estrechó con su mano vieja y desapareció. Luca salió del aeropuerto, abor- dó un taxi y ordenó que lo llevara a la Central de Ferrocarriles, para continuar su viaje rumbo a Florencia, donde había nacido.
Sentía todo su cuerpo entumecido, con intenso dolor, como si estuviera per- forado por mil clavos, y volvió la angustia, la desesperación y la añoranza. Le vino a la mente una sentencia, que hacía mucho había escuchado: “Siendo justo se gana la inmortalidad”.
Él había sido justo al huir, aun a costa casi de su vida. Ya no aspiraba a la inmortalidad en el otro mundo, solo deseaba ardientemente el perdón y, en este mundo, encontrar su destino, caminar su propio camino, sin recodos, y ascender a la paz del espíritu.
Aunque seguía dudando de ser capaz de tener el valor y la capacidad de arrancarse los recuerdos, que ya desde este instante formaban un círculo de ca- denas que lo aprisionaban. Había sido liberado de la cárcel de Los Ángeles, pero ahora estaba preso en su corazón, en su alma, buscaría con esfuerzo ser libre, en lo que le restaba de vida, lo lograría o tal vez fracasaría en el intento. No lo sabía. Bajó del coche y empezó a caminar, su figura delgada se perdió en la oscuri-
dad, de la neblina, al tiempo que se escuchaba un profundo suspiro.
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MUTACIÓN
Erguido sobre el muelle Orlando esperaba. A su frente extendía su grandeza un mar agitado, perdiéndose a la existencia muy lejos. Inal- canzable, inmenso, gigante, él sabía que tenía límite, pero no podía definirlo, intuía un término; suponía un final. Observaba con turbacion.
A su derecha, en un espacio cercano, maniobraban muchos brazos fuertes de marineros, empeñados en enrollar, amarrar gruesos cordeles en marros de acero, los cuales saltaban destellos, chispas de color de luz agitada, abrazando sus cuer- pos, que exhalaban ruidos al roce, y después de terminada la faena, su condición volvía al inicio: total mutismo.
Alzó la vista y miró hacía estribor, sobre la plataforma de un barco moderno an- clado en la bahía, botado en los diques de Arenal, Suiza, hacía apenas unos días; descubrió —sintiéndose redimido— la silueta de una mujer delgada, ataviada con elegancia. Joven de mediana edad, muy hermosa. La ubicó con insistencia, mirán- dola, aletargado, como encontrando un refugio buscado por siempre y abandonán- dose sin voluntad. Ella inmóvil veía con sorpresa, apasionada, admirada.
A esa distancia, conmovidos, sentían cercanía, invadida por un fuego que calcinaba sus ánimos, de un existir manifestado ahí, impactado en un inicio no buscado, en un final no querido, pero sabiendo que así tendría que ser.
Las fuerzas en su acción se cruzan, se entrelazan, y siempre se regeneran a sí mismas, dando una solución que, como resultante, cambia las ondas y las fre- cuencias. Si son en un mismo plano modifican integrando en límites pequeños las variables. Pero como en este caso, que permanece la turbulencia originaria de una fuerza exterior, las acciones se integran al infinito; despegándose de un medio y alterando su transformación de manera absoluta.
¿A quién había ido a esperar Orlando al muelle? Ya no lo sabía, lo había olvi- dado. El recuerdo se paralizó y cesó de formar imágenes, originando un vacío, sin nada. El pensamiento de esperar y tomar la acción acercándose para actuar había perdido la razón anterior, ahora en el presente, y en su siguiente espacio, solo ex-
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istía el momento, mirando a esa mujer como ser físico y etéreo, ese ente inundado de belleza, que llegaba de otros mares, provenía de otros intervalos, con algo es- encial en el espíritu; quizá a cumplir una misión, emitir sonidos, para sustituir un mundo cayendo con violencia, en una espantable anarquía. Aniquilar el terror del hombre, iniciando el renacimiento o la mudanza de manera total, interpretando los movimientos universales de la materia y la energía, de la luz y del pensamien- to. Sin compañía, Margarita descendía desplazándose por el muelle. Cuando se escuchó el aullido penetrante de las sirenas con normalidad de urgencia, era el aviso que ponía en juego la tensión en los cuerpos, aceleraba los latidos, gritar y correr en busca de los refugios, preparados por pasadas generaciones hacía cuatro siglos.
La órbita de la estrella monstruosa de otro sistema ajustaba su eje de giro y acercaba de tiempo en tiempo, su mole, que en forma de un gigantesco sol, cubría toda la Tierra. Mirándole a una distancia tan pequeña, que daba la sensación de que con solo extender la mano se tocaría. Ese Sol se mantenía ahí 672 horas y al final desaparecía de nuevo, jalado otra vez por fuerzas desconocidas.
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Durante su permanencia, despedía una luz rojiza violeta, que penetraba los objetos, como si los calcara, copiándolos, con una luz fría, que bajaba la tempera- tura, sin aniquilar, sin violentar, solo husmeando, vigilando.
La multitud corría hacia abajo, por una pendiente pronunciada, atropellán- dose, gritando como fieras, maldiciendo la fragilidad del cuerpo. La ignorancia de la mente, sin una explicación de multitud, de la mutación en proceso.
Transformaba los principios rectores de una vida, generada como estado la- tente de una forma dueña de un contexto cercado, en prisión; manteniéndose den- tro como raza de poca continuidad con limitaciones energéticas, siendo emergen- te por casualidad, siempre con una finitud de negación, doblándose en afirmación.
Orlando corría junto con los otros, formando una corriente que se deslizaba con rapidez. Sobre sus hombros apoyaba los mangos de plástico de una camilla, que arrastraba en el otro extremo sobre el pavimento; en la que iba un cuerpo amarrado, quejándose de sus heridas y del traqueteo con grandes gritos de dolor, cooperando con ello al clamor general de miedo.
Orlando sintió que atrás, a la altura del cuello, le penetraba una flecha in- visible, originando que un torrente de sangre subiera con prontitud al rostro. Volteó y quedó pasmado una vez más; asustado o complacido, ¡ahí! venía Margar- ita sin zapatos, desnudos los pies y el cabello revuelto al aire, lo repasaba con sus lámparas azules, casi transparentes con la luz que emanaban. Orlando trastabilló soltando la camilla al suelo, que con rapidez fue pisoteada por los que venían atrás. Cuando logró restablecer el equilibrio, la descubrió delante de él, apuró el paso y se colocó a su lado, llegando juntos a una superficie plana donde destacaban unas grandes bocas de internamiento, espaciadas y que conectaban a túneles profun- dos. Bajaron por uno de ellos, largo y húmedo, para llegar a uno de los refugios. Catacumba protectora de la debilidad de los cuerpos, vibrando en una relación de choques y homogenización, de gritos y silencios, de ansiedad y pavor; pero con una necesidad de plena supervivencia. Evitar la exposición y la muerte y tal vez darle una oportunidad a la mutación del planeta Tierra. Otros más continuaron marcando sus huellas y su desesperada apuración, para tomar posesión de más refugios subterráneos.
Bajo la bóveda cortada de tajo a la Tierra y soportada por paredes de hor- migón que se extendían un gran espacio, cubierto por pisos pulidos. Al centro pegada a una pared, arrancaba una pequeña escalera que remataba en un amplio descanso que a su vez conectaba a una cornisa, empotrada en el lado contrario.
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Atrás destacaba una hilera de múltiples estancias pequeñas, tomaban sus sitios o los abandonaban dejándose caer al piso y exhalando la agitación que los agotaba. Colores, sudores, y murmullos penetrándose en un leviatán expectante.
La suave mujer ojos azules se mantenía de pie en una esquina de la plataforma del descanso, unido a los dormitorios. Orlando, con determinación, pero abrumado por el misterio, subió los escalones y tomó asiento en el suelo a un lado de los pies desnudos, polvosos y con las mallas revueltas, de la mujer que se había convertido en un icono, sin pasado pero presente para cumplir ritos y consumar los tiempos.
Con franqueza, animado, suavemente tomó en sus manos, uno de sus pies, presionó sobando con delicadeza y generosidad. Ella dio soltura a sus extremi- dades, se prestó ofreciendo un pie, luego otro, con espontaneidad, sin sorpresa alguna. Orlando, tranquilo, moderado, tocando con blandura, calmó los latidos de la circulación manifestada en la epidermis, pasando sus manos por los pequeños pies y subiendo a las pantorrillas. En la escena no había osadía, no había descaro, era un imperativo secreto que se consumaba y en el que ambos estaban de acuer- do. Después de un tiempo, encantadora, sonrió a Orlando y se retiró lentamente hasta confundirse con los demás refugiados. Él, por segundos quedó aturdido, como embriagado, perdido en sueños que lo enajenaban.
Pasó el tiempo, había cesado la emergencia, fenecía; la atmósfera había aclara- do, después de la fuga del gran Sol que terminaba de embestir a la Tierra durante 28 días. Volvía a emanciparse el mundo, al principio con timidez, todavía con el miedo de sufrir otra arremetida, ante su ignorancia para dar respuesta total al misterioso fenómeno. Orlando marchaba contento, jubiloso, ya liberado y sin ni- nguna prudencia, detrás de Margarita, que en ese momento entraba en una man- sión. La siguió, ante él se extendía una sala muy grande, iba guiado por un poder de voluntad cargado de vigor. La veía transparente, con movimientos fugaces se tambaleaba, vibraba todo su cuerpo. Observó cómo caía al piso, quiso auxiliarla, pero ella ligera se puso de pie y desapareció tras una puerta. En el sitio donde cayó sobre el piso, había una hoja de papel boca abajo; con curiosidad se inclinó, la rec- ogió volteándolo con lentitud y experimentó como si fuera a profanar un secreto. En el papel destacaba parte del cuerpo de Margarita desnudo, en una im- presión que brillaba sensible en toda su luz. Sintió fortalecido su pecho y ya no pensó en ninguna infracción. Guardó la estampa con ternura, entre la camisa y su cuerpo y le vino la seguridad de que en ese cuerpo desnudo estaba la fuerza del inicio de la madre creación.
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Su sentido del oído escuchó un diálogo de pedimento y sus ojos virtuales traspasaron los objetos, descubriendo a Margarita, en una imagen, moviendo los brazos y dando fuerza a sus palabras insistentes.
—¡Es tiempo de cumplir mi tarea!
Un hombre alto, grueso, rubio, con un rostro rojizo, frente a ella, mostrando conformidad, asintió y le señaló con el índice de la mano derecha la salida.
Apurado, Orlando, a grandes zancadas, salió, atravesó la calle, pasó por jar- dines públicos y encaminó sus pasos al gran auditorio de la ciudad. Iba contento, sabía que lo estaría esperando. Era una comunicación sin palabras, sin hablar; mudas las bocas, unidos los afectos, en la lejanía, pero acercándose con insistencia. Un solo anhelo abarcando todo el tiempo —espacio temporal—. Este fenóme- no lo sentía, pero no se lo explicaba, parecía que entre los actos de ver y hablar existieron, independientes, dentro y fuera los pensamientos que no se reducían, sino que se ampliaban en una ordenación de bloques, siguiendo las leyes de per- manencia, formando en un constante devenir, conceptos y relaciones subjetivas. Abandonándose se dejó llevar al interior de un auditorio con cúpulas de cristal que formaban un panal plateado.
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Una multitud heterogénea, sin razón, como representando un absurdo, ges- ticulaba, alzaba un clamor de voces sonoras o bailaban sobre una plataforma de luces; parecían seres extraviados, en un completo desamparo, siguiendo las cos- tumbres repetidas por siglos.
Orlando caminó una gran distancia, reparando que su renovación, su cobijo, estaba en el fondo. Y en efecto, frente a un magno ventanal, donde a través de los cristales se transparentaban dos discos lunares encendidos, y junto a una puerta de silicio, que hacía juego con su brillantez, vio de pie a Margarita, como una ves- tal en espera, vestida con velos de seda y en su rostro en abundancia de dulzura. Estaba ataviada con un prendedor de plata que sujetaba su cabellera color miel, cayendo con serenidad sobre sus pechos, pequeños y firmes. Sus formas libres, sueltas, se agitaban, apresando, respirando el aroma perfumado de plantas cubier- tas de claveles. Orlando le extendió una de sus manos y ella puso una de las suyas, presionando; una corriente se estableció entre ambas, estimulando sus corazones, incitando la pasión en una intimidad; nacía, se formaba una sola fuerza. Fran- quearon la puerta de silicio y caminaron bajo el firmamento de una noche lumino- sa, en un sendero pequeño alumbrado por lámparas chicas, reflectores encallados a los lados del sendero, sobre la tierra.
Llegaron a un invernadero anexo, entraron y se perdieron entre una veg- etación exuberante de plantas verdes de grandes hojas, haciendo arcos y cerrando cada vez más los espacios. La predicción, lo esperado, guiado por fuerzas exteri- ores, estaba por consumarse, como un oráculo que resolvía el acertijo de su en- cuentro. Con delicadeza corrió su mano sobre su tembloroso vientre, enseguida acarició sus caderas palpitantes y sintió su piel a través de los velos de seda, casi desnudos, y fue la adoración. Se amaron confundiéndose, unificaron una duali- dad, iniciando el principio de la creación. Con afán fue depositada la simiente, conmoviéndose con su apego. Fue roturado lo blando y suave, fijando en la unión, la germinación, prendada a un cambio inducido por las fuerzas del afuera, dando nacimiento a la mutación, de un mundo que ascendía con este acto, a un resultado diferente de la forma humana conocida. Un nuevo ente que respondería a la vida a partir de una raíz de libertad. Se separaron en silencio, en espera de cumplir con la última tarea, en un lapso inacabado de relaciones, unidas a la relatividad del tiempo.
Orlando regresó por un túnel, donde los científicos manipulaban el genoma humano, como un principio para alcanzar la eternidad acotada. Pasó junto a ellos
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mirándolos con una visión inundada de tristeza y angustia, con una pena que les impugnaba su falta de comprensión, a las fuerzas que se habían puesto en movi- miento.
Fue a buscar a Margarita al muelle donde la había descubierto, la encontró en la playa en un espacio ancho. Caminaron hacia el mar, tomados de la mano. El nivel del agua les llegaba a la cintura, las olas los golpeaban, salpicando con miles de gotas sus cuerpos. Hicieron un alto, se contemplaron con amor y regresaron; entendieron que la vastedad del océano ya no era el principio de las cosas.
Los tréboles modernos de las estructuras viales, subiendo y bajando, entre- cruzándose. Estaban invadidos por un tráfico vehicular numeroso, espantoso; como moscardones zumbaban con un griterío desesperado, temblando con un entramado de nervios desconectados, hormigueando, abrigando la ansiedad y la desesperación.
Orlando y Margarita, en un automóvil pequeño, con toda la paciencia iban rumbo al final, atravesaron la ciudad, entre un río de corrientes de motores que- jándose. Llegaron a una Y griega formada por dos anchas carreteras, el tráfico total como tumulto continuó hacía el sur, ellos tomaron la ruta solitaria rumbo al Oriente, deteniéndose en una cuesta muy pronunciada, cortada casi a plomo; con esfuerzo ascendieron a la cima; a partir de ahí se extendía un desierto cuyos contornos se acababan en nebulosas y lejanas orillas, a la distancia marcadas por el horizonte. A partir de ahí se angostaba la carretera y en una inmensa distancia se perdía en un embudo; antes de éste destacaban torres fraccionarias de destilación de un complejo petrolero, abandonado.
Siguieron la ruta hasta desaparecer. Fue un instante en que ambos perd- ieron la sensibilidad y la percepción de un entorno que estaba por aniquilarse, para comenzar en otros carriles, el nuevo principio de la existencia, cambiada, mutada, como resultante de fuerzas que pulsaban en otros bloques de conciencias recuperadas. Era el fin y el principio, montados en una curva elíptica en constante expansión, como el uno expresando la evolución en otros marcos
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LA MUERTE DE UN POETA
Estábamos en el mes de diciembre, mis compromisos eran cada día me- nos, me encontraba viejo, sumamente viejo, nunca pensé en mi loca carrera de juventud, ni le di importancia, a la consumación a la trans- formación de la materia y la energía; fueron misterios en los cuales
no quise pensar. Sin embargo ahora, con los achaques, cada día que pasa con la espalda encorvada y mis pies que no quieren sostenerme, me enajeno más y más en esos pensamientos.
En plena senectud no viene la orden, espero la llamada, el toque para ir a ensanchar al cinturón que rodee al universo y esperar por toda la eternidad para comprender o experimentar el cambio, el porqué, hacia dónde.
Cuanto deseaba viejo haberme estacionado en la juventud, añoraba, quería tanto ese estado; de tal suerte que las células se reprodujeran constantemente y nunca murieran o se secaran. Ese sería, exactamente, el eslabón que descifrado en mil años rompería, rasgaría de cuajo las entrañas de nuestro mundo, la Tierra.
Como poeta había tenido bastante éxito —yo no estaba conforme—, pero los que meten la nariz para oler y opinar sobre lo que ignoran así lo decían, todavía en el desván desvencijado se encuentran recortes de periódicos amarillentos por el tiempo, mudos; hablan de los recuerdos de familia, cómo me parecen raros y a la vez conocidos de mucho tiempo. A todos los sepulté y podría no sin esfuerzos pla- ticar el caso de cada uno, pero no, lo importante es que sobreviví a todos los míos. Estaba débil, solo, en medio del lujo de una casona cuyas siluetas se recor- taban en los días claros, únicamente el ama de llaves me acompañaba. Ya sentía ser suyo. Herlinda, que así se llamaba, entró a mi servicio hace tanto tiempo que no me acuerdo, y lo hizo, ahora pienso, no por el interés a los dineros, sino por el amor delicado de noble paloma a los cursis versos que componía cuando me volvía loco de remate; o tal vez por un amor inconsciente a mi persona, al cual nunca le di la oportunidad para que aflorara ¡cuánto me arrepentiría si esto fuera cierto! Pero hago oídos sordos a los gritos de la verdad, es mejor afelpar el alma cuando sabemos que podemos sufrir el menor rasguño. Ella bromeaba
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cuando le decía de mi locura y respondía que si le gustaba lo que hacia un loco, ella estaría doblemente loca. Cuánta mentira, su amor seguía latente.
No podía leer, como en mi juventud, horas y horas, enterarme del exterior, recluido como estaba, porque a pesar de la voluntad empezaba a cabecear y caía dormido. Un gato rojizo ronroneaba jugueteando con mis pantuflas, me desperta- ba, volviéndome a la vida.
En las mañanas, a las cuatro horas del nuevo día, no podía estar en la cama y tenía que levantarme a caminar por las veredas del bosque cercano a la casa. En el paseo matutino se tranquilizaba mi cuerpo de toda duda, transitaba por un camino ancho, húmedo. A las orillas del mismo crecían grandes oyameles, pocos rayos se entreveraban por su follaje, recordándome los cuadros divinos de pin- tores que admiré en la época que sabía distinguir el blanco. Más allá del camino en las sombras, crecía un pasto frondoso, flores, hojas secas, y se oían cantos de animales; pero antes que todo, su apacible tranquilidad y la neblina que nunca se iba, siempre presente arriba o abajo. Enfundado en un abrigo largo, color rata, y una bufanda cubriendo el cuello; de vez en cuando limpiaba los anteojos que se empañaban a cada paso, me seguía el gato Blakis, cariñoso y comprensivo como siempre. Herlinda, parece que la veía, esperando nuestro regreso en la casona para el almuerzo.
Pocos transitaban por esos parajes, unas cuantas parejas de enamorados que se detenían a mirar a las mariposas batir las alas con un nerviosismo y vitalidad secretos, otros, jóvenes en su mayoría, cortaban camino sin detenerse para llegar a tiempo a la universidad, estudiantes bulliciosos y alegres, quitados de la pena y con la sonrisa en el rostro, resplandeciente de felicidad, ya me conocían, compo- nía el cuadro general del bosque. Al descubrir mi presencia saludaban con respeto o cuchicheaban, veces se dejaban escapar hasta mis oídos frases, risas:
—¿Quién es?
—¡Tonta! El doctor don Mario. O dirigiéndose hacia mí:
—Muy buenos días, doctor. Cómo va la salud.
Bajaba la cabeza en señal de correspondencia. Cómo me chocaba tanta cere- monia y respeto para una momia como yo.
La zona en que encontraba localizada la ciudad, muy socorrida en humedad, continuamente llovía y la mayoría de las veces con seguridad por las tardes lloviz- naba. A veces me sorprendían los aguaceros de regreso a casa. Al franquear el ves-
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tíbulo de la entrada, esos y los demás días el tictac del reloj de pared me esperaba, además con toda seguridad, mi querida Herlinda, preocupona, traía diligente las pantuflas y la taza de té caliente, espumante, al tiempo que la tomaba contra mí:
—Cuídese, Mario, mire nomás cómo viene empapado.
—Deja, Herlinda, el árbol cae cortado cuando el leñador determina su ma- durez para cortarlo.
—Déjese de cosas, ya ve lo que dijo el doctor.
—Usted y su doctor, como si el destino estuviera a su arbitrio.
—No tiene usted remedio.
Abrigado y cómodo, hacía traer un libro favorito, leía y cabeceaba. Herlinda preguntaba, como si fuera todavía mi persona un misterio para tan bondadosa mujer:
—¿Por qué lee tanto?
—La verdad, ni yo mismo lo sé, de qué me puede servir si estoy más allá que aquí. El presente nos engolosina, nos creemos todo, con ansias de conocer lo que existe bajo las estrellas y ya ves, seguimos siendo unos ignorantes, como cuando empezamos.
—No diga eso, usted durará mucho.
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Bien sabía que decía una mentira, pero no podía oponerse a las fijaciones de un amor latente, cuánto hubiera gozado por saberse la primera, pero en el presen- te la fortaleza de sus músculos traicionaban los deseos de su corazón.
Yo ya no le contestaba, pero reía con ganas, aunque en esa risa hubiera algo de incomprensible, de tosco, de triste realidad, de odio final.
Un día no pude levantarme más, afloraron las quejas y los malestares tantas veces contenidos, engañados, luchaban por lo suyo, estaban en pleno derecho, has- ta ahí ya no me preocupaba, intuía que estaba cerca el fin. Herlinda fue otra vez, tantas veces lo había hecho, por el médico.
Éste casi pegaba con sus indicaciones:
—No se cuida, así nunca sanará. Debe ayudarme.
—¿Para qué todo esto, médico?
—¡Habrase visto que se encuentre derrotado!
—No, no es eso. Pero a donde vamos, un año, dos, diez cuando mucho, y usted ¿siempre se opondrá a la muerte?, aunque cumpliera tres mil años, aunque fuera más viejo que Matusalén.
—Pero le falta todavía mucho por hacer.
—¿Hacer?, poesías, dramas, tragedias o artículos tontos para el “mundo”, no amigo, lo que se deja de hacer cuando la fuerza impulsa a la mente no se logra el día que queremos superarnos a costa de lo que esté dispuesto por la naturaleza de un organismo inútil y gastado, cansado.
Herlinda terciaba, angustiada:
—No sea necio, no le estamos pidiendo favor. ¡No faltaba más!
En fin, todo se reducía de vuelta a tragar medicina, soportar emplastos y piquetes por todos lados. Pero lo escrito en este mundo nunca se borra cuando es ley y sentencia. Cada día empeoraba según el médico, yo en verdad solo sentía una angustia que cada día que pasaba, agrandaba su contenido, me oponía pero sabía que cuando ya no cupiera y llegara ahí, se desvanecería por todos los siglos la intención de ser, se agrandaría, estallaría y rompería vidrios, ventanas, tímpanos, dejando sordos a todos los presentes. El cuerpo flácido no respondía, empeoraba, la presencia de Herlinda en la cabecera limpiándome un sudor frío y el médico en las sombras con sus aparatos lo daban a entender. Las llamas de las velas eran puntos fijados en el cerebro adolorido y sin embargo trabajando. Mis músculos se relajaron y empecé a tener otra conciencia, sí: ¡en realidad estaba agonizando! Cosa extraña, sentía el apretón de las manos de Herlinda en mi mano y sus lágri-
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mas calientes encima, mojando mi pellejo. Cuánto amaba a la adorable Herlinda, qué tristeza darme cuenta tan tarde y no poder lanzar los impulsos de mi alma para su protección y regocijo, se lo merecía y, en cambio, con tanta pesadez me sentía culpable, me llamaba la atención, pero sentía que en el desierto se oía un maldito grito, caballos que arrastraban carretas, figuras y verdades que habrían de conocerse.
El proyector de mi inconsciente, aun como estaba, recibió una invitación para asistir al club. Estando presente, acaba de llegar —qué vileza experimentaba mi pecho— una salva de aplausos fue mi recibimiento. Tomé asiento en el estrado y uno de los tantos ahí reunidos me entregó un presente, haciendo gala de am- pulosos elogios, no recuerdo qué fue el presente, pero según informaron en esa monstruosa junta, era en reconocimiento a la mejor amistad; no entendía, pero al final comprendí, no había tenido amigos, siempre huraño —cuánto deseaba no haber llegado a eso—, veía rodeándome a todos ¡muchos! Los rostros con carcaja- das increíbles de burla. Uno de tantos parecía un enemigo, horrible, cadavérico, fijando sus cuencas a mi ser, empezó…
Este es el de:
Que en las entrañas desgarradas se miró la inmundicia
Teniendo las espaldas cansadas Oír que se les maldecía.
Rompían sus venas, al efecto de los ataques histéricos, pero continuaban… Sí, por desgracia proseguían:
Ventiscas caían con mutismo Tendiendo sus redes de desdichas Y entre sus manos a la paloma, Le arrancan consigo la vida.
Otro café o negro, pardo o azul, qué me importaba el color, casi gritaba:
Mas no distingo nada en la niebla
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Tendida por odios desastrosos
y sólo veo la vereda que se quiebra Al sonar los lamentos dolorosos.
Uno más, encaramado en lo más alto del recinto, con sonrisa hueca, recitaba igual que los anteriores:
Por toda la mentira esparcida
En la noche sombría, locuaz y fulgurante En almas solas… solas y pérdidas, Llorosas… a ellas suplicantes.
El más feo, arrebatándole la palabra, cambiaba, enérgico, mandón: Mal habida claridez del mal que se acaricia
A costa del hombre caído
En la selva infame de la avaricia… En la nada hiriente del olvido,
Y se nutre con la sangre del hermano Y el sudor de la frente enemiga
Las carcajadas herían mis oídos, miré con espanto cómo esas máscaras ho- rribles cerraban el círculo y, a medida que avanzaban, la desesperación ahogaba las entrañas del cuerpo, rígido de plomo. La luz en mis ojos reflejaba el espectro de figuras de colores, que en destellos pulverizaban a esos seres inconcebibles. Sentí llover lumbre en las mejillas y erguirse ante las cuencas ya opacas una gran montaña, la que cual mortaja se habría y me lanzaba por las extremidades hacia el vacío precipicio del olvido, quedando como fantasma esparcido, desintegrado en el polvo de la nada. ¡Estaba muerto! El torrente de lágrimas de Herlinda y la ida precipitada del médico y lo que yo sentía lo declaraban.
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Quería gritar, decir de la paz que había llegado al espíritu, pero los intentos enmudecían en la garganta y la impotencia para hacer notar mi presencia en un mundo real fracasaban. ¡Hasta cuándo tuve plena conciencia de mi amor infinito por Herlinda!
Fui arrastrado por la turbulencia de algo más fuerte que yo y aparecí en un gran estadio, con gradas blanquecinas, y paredes al centro, inmensas, altísimas, donde multitudes de seres como yo gemían plañideramente, desgarrando sus ma- nos, tratando de encontrar una salida. Escuché clamores por todos lados:
—Dios mío, ten misericordia de nosotros.
—Alá, indícame, señor, el camino.
Impactado, empecé a murmurar en silencio mis plegarias y, de pronto, por un túnel sin terminación, fui lanzado con las demás almas. Entre unas y otras chocamos revueltas en formación inmensa. Esperaba el designio de lo más grande y sigo esperando eternamente por el fin de los tiempos.
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RECUERDOS
Eran sus pies pequeños, cuyo peso apenas doblaba las hojas lanzadas por el otoño, al deslizarse por caminos repetidos. De manos delicadas, ner- viosas, sinceras y juguetonas, en juegos inocentes e infantiles, pero con el sobresalto, tenía el deseo inconsciente de aprisionar, asirse a nuevas
experiencias, a soltar en el río de los deseos, miles de caricias, tener la seguridad de la fuerza moral y física de sus satisfacciones y llegar a la plenitud del enten- dimiento, del goce aún desconocido, sin embargo, adivinado en sus noches de insomnio.
De su cabeza se dejaba caer, como enredadera en los cristales cuando su lugar es insuficiente y trepa y baja, invade nuevos dominios y descansa de su crecimien- to infinito, un cabello color castaño casi rubio, ordenado y peinado en una enor- me trenza fuerte, presionándose a sí misma y descansando de su fatigoso peso, en las espaldas erguidas, llenas, tersas, una continuación de sus propios pensamien- tos; como si millones de átomos fueran dispuestos en ordenada formación, para regalar a la vista, cansada de repasar tantas cosas y medidas ordinarias.
El color blanco de su tez, con una palidez natural, no la palidez lánguida producida por las noches de lloro, sino aquella palidez que no insulta y es capaz de sonrojarse cuando las palabras hieren la intimidad del corazón. Su rostro, un oval alargado, como aquellos rostros de vírgenes especiales grabados en medallas, hechas para adorarse, venerarse, en fin, admirarse. Un rostro impasible, perfecto, sin desfiguraciones; tenía sembrados dos ojazos, con dos grandes y doblados arcos en su parte superior, anidando y anunciando todo lo que en este delicado ser bu- llía. Los guardianes celosos de ojos soñadores eran sus cejas, que le daban sombra, cuidaban con infinita devoción esos dos faros verdes. En esa parte, en su interior, se sospechaba toda la grandeza del alma.
El mar, el cielo azul poblado de mil estrellas y cuerpos celestes, causa la sen- sación de impotencia, de incomprensión. De esta manera me miraba dentro y me sentía solo, abandonado, una soledad amarga, pero tranquilo ante todo lo bello de su resplandor cegador. Parecía que hablaban, no era necesario que sus carnosos
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labios teñidos de rojo carmesí expresaran ideas o dejaran al descubierto la pareja formación blanca de sus dientes. ¡No! Yo comprendía, platicaba con ellos o rom- pían el silencio para contar sus sentimientos.
—Está usted contento.
—Como usted quiera.
Al mirarme, nublados y llorosos, soñadores y amorosos, melancólicos o vi- vaces. Tantas frases escuché, adiviné, otras tantas escaparon a mi mente y por ello nunca llegué a comprender. En cambio, al añorar estos recuerdos, estoy seguro que cada día que el sol alumbra y cada noche en que la Luna escurre su faz entre las nubes, aprendo y voy acumulando experiencias gratas, capaces de hacer mi vida, un poco, un mucho placentera.
Por desgracia sufrimos, penamos hasta que podemos lograr nuestra libe- ración de los grilletes, de las cadenas hirientes, atormentándonos mientras dura nuestra prisión, prisión de rejas impuestas por otros para nuestra desdicha.
Al recorrer aquel pasado la veo aprisionada, como un jilguero nacido para retozar, cantarle a la vida, volar; mas con todo esto enclaustrada en una casa cons- truida a muchos años, sin esperanzas, y esto por la incomprensión de sus familia- res, bondadosos pero con las tradiciones comiéndoselos y confundiendo el amor con la complacencia a una sociedad dicharachera, que forja calumnias, suciedades y se consume en su propia rabia, porque envidia la felicidad ajena, porque se con- sidera, aunque sea inconscientemente, una mediocre, sin aspiraciones, sin ideas, comiendo y durmiendo, esperando la muerte algunas veces con miedo, otras con pavor; deseando dichas desconocidas imaginadas en corrompidos pensamientos y huyendo a ficticios tormentos infernales.
Según el criterio de los que nos trataban, no debíamos amarnos como lo ha- cíamos, no debíamos sencillamente. Ella 18 años y yo 25, siendo su maestro. Pero el proceso maravilloso del amor no respeta opiniones ni contras y cuando deja abrir sus pétalos, solo el calor los mantiene abiertos y el mutuo entendimiento los preserva, les da vida.
Aprendí a quererla, la amé apasionadamente con una constante angustia; pero todo el que ama sufre, sufre por su misma alegría y a lo bello lo acompañan las as- piraciones insatisfechas.
Laura también me amaba, lo comprobaba en toda ella, sin experiencias pa- sadas, tímida a los deleites del amor, pero con el deseo más fuerte de tomarme en su manos y proporcionarme las caricias, los regalos de ella, que amaba tanto como yo.
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Siempre insatisfechos, deseando todo el tiempo estar unidos. ¡Mas qué pocos y fugaces eran los minutos a su lado! Ella deseaba salir del ambiente pueblerino, girar en torno al mundo y vivir en lugares más comprensivos. Debía, tenía que sacarla, gritarían los que nos conocían, pero no podía ni quería remediarlo, ése era el sendero al que me conducía su amor. Si ladraban lo harían a los vientos, sin pena ni gloria. Si nos consideraban egoístas, no importaba, el amor no se comparte, si eso se hiciera, la dignidad y lo bello fracasarían y entonces no sería amor, tal vez costumbre, deseos carnales, pero menos amor. Yo estaba decidido a llevármela lejos, evitar que volviera a llenarse, anegarse en lágrimas de desesperanza.
Recuerdos, pues, es lo que me queda; de cuando, acurrucada, en mis brazos, en la alameda, en el jardín, a orillas del pueblo, me entregaba sus inquietudes:
—Eduardo, no puedo. Llévame contigo.
Y continuaba esperando desquitarse, acabar con su dolor:
—No me importa nada más que tú. ¡Nada!
La brisa fresca y perfumada bañaba el ambiente, un nudo en la garganta me impedía hablar; solo estampaba un beso en su frente. Pensaba luchar denodada- mente hasta alcanzarla. Como pesaban los eslabones, no desde el punto de vista material, sino desde el moral. En este caso no podría haber conciliaciones, solo un camino, su rotura, su desaparición total.
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Esperé, desdichado de mí. Traté de lograrla queriendo convencer a los suyos. Ellos, sin conciencia, me estrangulaban con artimañas; no pensé que el tiempo era enemigo de los hombres y se opone a sus designios, pero optimista seguía pen- sando que estábamos en un mundo para hacerlo a nuestra manera, transformarlo, labrar el triunfo y todo eso con la fe para llegar con esfuerzos y privaciones al puerto de llegada, a levantar nueva vida con luz propia hasta después de consu- mirse, de ser algo más en los espacios desconocidos. No sabía que el alma no se puede tornear.
Los errores grandes solo una vez se cometen. Por más que la busqué, la aleja- ron de mi lado. Claro, me lo dijeron:
—No la busque, jamás la encontrará.
—Déjela en paz o no respondemos de lo que suceda.
Ya no escuchaba, busqué afanosamente, todo inútil, no volví a encontrarla. Alejé los pasos asqueado de la miseria y ambición de los que la rodearon. La desa- parecieron, sin saber dónde estaría, la imaginaba decaída, delgada y con su pecho ensanchado de pesares como los míos, si es que no ha ido a conocer el principio.
Y ahora, a los 85 años, con los pies en la tumba, solo en esta chimenea que nunca ha calentado mis huesos ateridos de frío y mi ser ahogado en pantanosa espera, releo aquel verso que nos unió, sin perder ya tan viejo, la esperanza de encontrarla.
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EL REBELDE
Amanecía después de una noche en que la Luna había negado sus rayos, después de una oscuridad tan negra cual si fuera boca, hocico de loba, caverna de alimañas, manto mediocre, y el día se teñía de un color bo- rrascoso, de una niebla impenetrable, de un cansancio y una pausa que
se detenía, y el brillo esperado solo vivía en la imaginación fatigada de la soledad y, el silencio del mundo en quiebra.
El viejo Matías, de canosa y larga barba, de mirar sereno, cuya cabeza sufría más la inclemencia del tiempo que en sí el calor del dios Efebo; con su caminar lento y encorvado, con la mirada puesta al suelo miserable y árido en que vivía, que le ocasionaba lágrimas que rodaban en su mejillas como piel seca de carnero. Así, con tres pies que se negaban a sostenerlo, caminaba un tramo y descansaba en las zanjas, en las piedras del camino seco, polvoriento y olvidado de aquel pa- raje solo y rodeado de grandes volcanes elevados, sangrando sangre blanca en un desafío al tiempo.
Sobre su hombro, años ha fuerte y vigoroso, pendía un morral de cáñamo deshilado y tan viejo como el infierno, cargado de uvas silvestres, algo de tabaco y unas cerillas, cuidadas como el fuego sagrado de Atenas.
La vida, la llamada vida abstracta, nombre sin razón, sin entendimiento, so- lución acomodaticia de los comunes y de los científicos, que saben menos de ella que su ciencia, no representaba, no servía ni valía para el viejo asceta, cuyos suspi- ros se lanzaban al espacio en busca de acomodo en las ondas grabadas del sonido. Sin darse cuenta, como sonámbulo, se dirigía a la barcaza amarrada a una estaca podrida y carcomida por el agua oscura de aquella laguna parecida a la Es- tigia. En pavor e impotencia, su fin era arrancarle a la naturaleza seres, animales raquíticos, hambrientos y huesudos que rindieran el último tributo a su existen- cia, culto de prosaica alimentación para él y su pequeño nieto: hermoso, inocente, quedado en la cabaña sobre una hamaca, con el corazón y la mente puesta en la vuelta del abuelo, lo único que le quedaba, después de haber entregado sus padres a la tierra sus primicias, humanos deformes del espíritu que recogió el destino, al
destruirse en la oscuridad de sus obscenas aspiraciones.
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Al gran viejo lo perseguía un miedo, un temor inexplicable, porque cuando dejaba tocar las trompetas de su conciencia daba rienda suelta a sus angustias, meditaba y, en su gran nobleza, trataba de encontrar una solución para alejar esas borrascas que ensombrecían el porvenir de su nieto, su gran amor, su hijo.
Regresaba atravesando los llanos, cortando brechas y caminos, llevando una caña donde pendía un racimo de peces azulosos y con brillo, cuyas escamas ne- gruzcas se cubrían de un polvo mestizo, arrastrado por los remolinos de aire que, en su infinita fuerza, transformaba en péndulo oscilante esa trágica carga.
Su vida perdida y cansada por los años y más que nada por ser testigo de la in- justicia, de la mendicidad, de la pobreza, le cerraba casi todas las alternativas. Des- cubría en lontananza, su jacal perdido entre árboles gigantescos, que brindaban la mejor medida del cambio del tiempo. Harfat, su nieto, al descubrirlo, corría a su encuentro, sus bucles eran lanzados a los aires y sus ropas carcomidas de una sola puesta, enjutas a su cuerpo delgado; semejaban una combinación, combinación de una columna erguida solo a través de la historia por los hombres de valor y de entereza. Al encontrarle jadeante le daba el abuelo su mano callosa y cadavérica; estrechados así entablaban un diálogo de esperanza:
—Hoy toca ir a la villa y será necesario que prepares al buen bruto.
—Si abuelo, llegando lo despierto, pues se vuelve flojo y todo el día duerme.
—Adelante. Mis pies cansados no tienen vigor, pronto te alcanzo ya que se presagia tormenta y no sea que la madre naturaleza nos impida cumplir con nues- tros deberes. ¡Ah! y recoges el producto, será necesario, hay que cambiarlo por sal y algún tabaco. La porción que nos queda es poca.
—Voy corriendo, aunque siento temor por lo que pueda pasar. Tan luego te fuiste a la laguna, pasó Bruno y me dijo que pronto fueras, que te querían ver.
—No temas, Bruno es muy enérgico, condición de su fuerza, pero no piensa mucho. Verás, calmados sus impulsos, todo será tranquilo, hasta que llegue la hora decisiva.
Terminado que hubo de hablar el viejo, Harfat corrió a cumplir las órdenes del abuelo — órdenes omnipotentes—, pues su corazón lo miraba como un ser mitológico, un dios: en suma, una potestad.
Llevando todo su deseo en lo dicho, entró agitado y sudoroso al establo y sin contemplaciones arengaba a Aminoblec.
—¡Eah! Flojo, despierta, vas a morir de gordo pero antes tienes que ayudar a mi abuelo. Anda no te hagas tonto; estás comido y bebido. Cumple y entiende.
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Diciendo y actuando, Harfat tomaba del rabo al noble animal; caballo chapa- rrero con cierta edad, peludo, carnoso, algo propio de su raza y otro tanto por su defecto: dormilón. Cumplida la tarea, cepillado y puesto en condiciones, lo dejaba amarrado a la caballeriza y pasaba a cumplir la segunda orden del abuelo, no sin antes recordarle:
—No vayas a volver a echarte, serás consentido y todo pero me las pagas.
En el corral recogía del tendero los cueros salados y secos de chivos que habían tenido la desdicha de morir para que otros subsistieran. Hecho esto, se plantaba a la puerta en el momento en que llegaba el viejo.
—Toma, deja estos pescados y regresa para que me ayudes a montar a Amino- blec. No perdamos tiempo; tal vez todo se haya descubierto. La intranquilidad de Bruno empieza a preocuparme.
Montado sobre los lomos del chaparrero, lanzaban mutuamente sus pensa- mientos hacia Arandas, pueblo donde nacían, se gestaban las más puras y gran- des ideas y al que estaban unidos en recuerdos inolvidables. El bruto lentamente levantaba pezuña tras pezuña con una lentitud exasperante, así dibujaba curvas estéticas plasmadas como en un gran mural. A corta distancia los seguía Tosco, pe- rro callejero, recogido de los basureros y que a fuerza de agradecimiento se había convertido en pastor, cuidando el reducido rebaño del jacal.
Atravesaban el puente de madera que anunciaba el principio de Arandas. Se alzaba dicho paso sobre un torrente de agua impetuoso y rebelde en donde las golondrinas se divertían planeando con sus pechos de blancura limpia, para mojar, refrescar su cuerpo frágil y tembloroso. Abuelo y nieto, después de apearse, diri- gían sus pasos al tendejón de don Dimas para hacer trueque con sus pieles.
—Buenos días, te traemos algo, Dimas. Atiéndenos que nuestra presencia es reclamada en otros lados.
—Días mejores tengas tú, es un acontecimiento tenerte de nuevo, y mucho han preguntado por ti; debes tener mucho cuidado, abuelo.
—Y usted cada día más rico.
—No te creas, muchacho; los negocios van mal, ya la gente no compra, todos quieren que se les regale lo que gracias a dios y al sudor de mi frente tengo como patrimonio de mis hijos.
—¡Basta de palabras! así no se arregla nada, tu condición es diferente y tú sí debes preocuparte y no meterte. Muchos no te quieren.
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—Ya… no tengas cuidado que, aunque loco, eres mi amigo y… Bueno a ver esos mugrosos cueros.
Después de ponerse de acuerdo, o mejor dicho, después de poner Dimas pre- cio a sus conveniencias, salían dejando en el tendejón al dueño, que trataba con su labia de esquilmar a los parroquianos que, aunque inconformes, solo les quedaba el gusto de gritar, pues al final la necesidad les hacia desistir de sus exigencias.
Se dirigían al sótano de la casucha donde las velas se acostumbraban a des- velar como búhos, en busca de una claridad que remediara sus males. Al llegar lo esperaban, las ceras iban a la mitad de su vida, Harfat y Tosco tomaron su lugar acostumbrado, como si se comprendieran, uno al lado del otro, confundidos en un cuerpo de bestia y un cerebro de hombre. Jugueteaban cuando todavía los espíri- tus no extinguían su gozo a la llegada del maestro y por tal salían las exclamacio- nes de bravos y mueras, porque comprendían en su poca preparación, su pobreza. Lo suplían con un desahogo a toda la miseria que sufrían. Matías empezó a hablar:
—Silencio, señores, vamos a nuestro trabajo. A ver tú, Bruno, haz una narra- ción de los hechos, sin omitir nada, pues resulta que entre más grande es el tumor más importantes son sus ramificaciones.
—¡Un momento! Escúchame a mí, abuelo. Mi corazón estalla en mil pedazos, mi pecho se abre al infortunio y en mi alma han anidado los cuervos del odio, los buitres de la carroña y el desprecio. ¡Ay! Cuánto sufro, mis ojos se han quedado secos de tanto llorar y mi garganta muda de tanto sollozar. ¿Me volveré loca?
¿Vagaré en las tinieblas? ¡Dios mío! Porque tanta desdicha no puedo soportar. Quisiera desbocarme, ver seguido sus pasos, pero…
—Calma, hija, sufres más por ti misma que por la desdicha, ten entendimien- to. ¿Qué es lo que pasa?
—¿Cómo voy a razonar, padre, si la pena ciega todas las luces de mi entendi- miento? ¿Cómo da trigo la espiga si no se le riega? ¿Es posible que el ser humano razone cuando sus desgracias lo confinan a un desierto, lo abandonan cuando nace, le destrozan las entrañas? ¡No! ¡No!.. Me rebelo contra el destino, mi corazón me lo han sacado las bestias mandadas por las parcas y…
—¡Basta! Tienes todas las causas, quizá, para quejarte, pero con quejas se mata el hombre. ¡Adelante, mujer! No caigas en la melancolía. Luchar, ¡sí!, bregar en el camino triste lleno de sacrificios, para al final encontrar el horizonte que te dé fuerzas, energía donde sustentes nuevas formas y encuentres lo que te traiga tranquilidad.
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—¡Cómo! Que a mi señor, a mi dueño lo han devorado, lo han matado, sí… lo destruyeron cual culebra venenosa y… todo… sí, todo por el maldito delator de Dimas. Sus labiosas proposiciones nunca encontraron refugio en mis oídos, explotador asqueroso. ¡Él fue! Me amenazó y ayer fueron temprano, cuando to- davía existía la lucha entre la noche y el día. Tocaron fuertemente a las puertas de nuestro aposento y, como dos palomas que temerosas temieran lo trágico, nos fundimos en un solo cuerpo… Conteniendo la respiración y… ¡No puedo!
—¡Sigue, desquítate!
—Sí, profanaron el silencio las fuerzas, los golpes, los estruendos de las botas de los esbirros del dictador y lo arrancaron de mis brazos, lo arrastraron del lecho hacia la puerta y, sin darle tiempo de nada, como panteras rabiosas se lanzaron y… me lo despedazaron. Grité horrorizada; nadie llegó, y ahí tendido en un charco de sangre alcanzó a balbucir, llenos sus ojos de lágrimas y estrechándome en sus brazos: lucha, pelea, amor mío, ve a los demás y diles que me duele morir y… no poder seguir a… su… lado y tú… y… expiró. ¡Dios mío!
Terminaba de hablar Lubia, la maestra de la sección honrada del magisterio. Sus manos temblorosas cubrían sus facciones, en tanto Matías rompía el silencio.
—¡Cómo! ¿Es posible? Quisiera no creerlo pero es verdad, guar… guar- demos un recuerdo imperecedero, del hombre… el hombre íntegro, que supo renunciar a su propio yo, en sacrificio de nuestros comunes ideales… Se pierde una parte valiosa de la maquinaria, pero ¿acaso las ideas se combaten con lum- bre? ¡Nada! El ser se eleva cuando a la fuerza opone la razón y al odio el amor. Aunque tenga que destruir los vicios y suciedades de los que gozan de la impu- nidad. No llores mujer; pierdes un hombre en materia, pero ganas la luz que te alumbrará por las noches tristes y heladas al recuerdo del compañero que brazo con brazo y codo con codo nunca escatimó esfuerzo alguno en elevarse hasta desear salvar a sus semejantes.
Todos guardaron silencio. Solo el sollozar de Lubia se dejaba escuchar, no podía, ni debía encarcelar su pecho, que le gritaba, le bramaba: ¡Destrucción! Sí, entrega. Meditabundos reflejaban en sus miradas claras una mezcla de odio y du- reza que poblaba sus pensamientos e iba amenazando con desbordase, hasta el infinito, sin límite. Pero Matías continuó:
—Bruno, da el informe que te corresponde y vayamos dividiéndolo. Encon- traremos, dadas las circunstancias, el mejor camino.
—¡No! Matías, antes hablaré de Will…
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—El pesar invade a todos por lo acaecido, pero; debemos apurarnos, la sor- presa puede destruir nuestros esfuerzos y no haremos nada a la mitad, es el fin y a él hay que entregarnos.
—Pasé lista, somos cincuenta. Solo diez del Comité faltan, dos que hace diez meses, como a todos consta, se encuentran en prisión. El nuevo dirigente de Altos Hornos se ha unido a nosotros. Está aquí, como al principio hice notar a todos: panaderos, textiles, armadores, campesinos de los llanos de oriente, construcción, los maestros con Lubia al frente a falta del compañero Will y otros más. Algo anda mal porque, aunque no saben de todos, a algunos de nosotros ya nos vigilan. Otra vez subieron las alcabalas; salió la nueva ley que no deja que haya reuniones de más de tres. Están cateando las casas en busca de armas y anunció el general Rodolfo, ese asquerosos traidor y rastrero, que todo desorden se aplastara por alterar el orden público y molestar a los ciudadanos pacíficos. Se habla mucho de ti. Además nadie tiene permitido andar en la calle después de las nueve. Un trasnochador de más tarde, de seguro moriría. Compañeros, la hora llegó, valor; vamos a matar a los que ahogan y violan la libertad. ¡Muera el dictador! ¡Viva la libertad!
—Mal, muy mal, pero aun así, señores, ha llegado el momento, muchos ha- bremos de sucumbir para nunca ver la nueva era, otros no; pero los hijos de los hi- jos gozarán para siempre el ser dueños de su vida. Sobre entrenamientos y demás recursos, ¿cómo vamos, Tiberio?
—No es mucho lo hecho. Pero algo es: Total: tres mil camaradas armados con escopetas viejas, doscientos son nuevas; caballos pocos, muy pocos, con hambre. Algo de papel, tinta igual, palas, picos, azadones muchos. Todos los campesinos de oriente los tienen. Lo importante, mucho amor a la causa y deseos, sacrificio.
Terminó Tiberio, con su peculiaridad, de tranquilidad en la tormenta y pau- sado en las emociones, su preparación completa y su vida dedicada al estudio y contemplación de los fenómenos sociales, que históricamente movían al mundo, a su mundo de miserias, injusticias y explotaciones de los que tenían el dinero y la fuerza. Le daban seguridad.
Las manos de todos se agolpaban a cual más en ambiente de confianza en el futuro, querían hacer patente su renuncia; surgió la voz gruesa de Bruno.
—Primeramente, creo, habremos de escarmentar como se merece y dormir para siempre a Dimas.
—Como si le hubieran lacerado el cuerpo con un fierro caliente —prorrum- pió Marco.
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—¡No! Ahí sí no estoy de acuerdo, no podemos ni debemos creer en las per- sonas. Nuestro deber, óiganlo bien, es odiar, odiar a más no poder pero no a Di- mas, o al dictador y toda la suciedad que arrastran, no: odiar al poder, al gobierno, sea quien sea el que esté al frente, que a fin de cuentas son títeres de fuerzas más grandes. Nosotros acabaremos con ese gobierno y esa desdicha que pesa sobre nosotros, nuestras familias, familias que desean vivir como humanos; vamos a las últimas consecuencias, nadie salvará su pellejo, al comprobar que su cobardía destrozó lo que se debía construir.
El nerviosismo invadía todos los corazones. El mismo Matías, con tanta ex- periencia, sentía los golpes del pecho y las pulsaciones de la sangre. Empezó por hablar.
—Estoy de acuerdo con Marcos, no vamos a destruir el trabajo de tantos años por uno de tantos en el concubinato. No. La verdad clara. Festejamos por la fuerza de campo que tan bien dirige Marco. Sólo una solución veo, las armas contra el yugo, levantarnos e ir a cortar las cabezas de nuestros explotadores, con concien- cia de que venceremos o morimos.
Transcurrido el tiempo, al final de los acuerdos, hasta la madrugada en que la aurora bajó a la tierra, Tosco y Harfat se habían quedado dormidos transmitiéndo- se mutuamente el calor. Mientras tanto, como si la mañana hubiera traído energía a todos los presentes, se aprestaban a dar los últimos toques a lo que podría ser el final de su esclavitud.
En la casa principal de Arandas había movimiento, se encontraba plenamen- te alumbrada en su interior, lleno de suntuosidad, mientras en sus pasillos un ejército de criados se movía de un lado para otro, acomodando aquí, llevando allá, todo quedo al gusto de Ángela, dueña de la mansión. Y, en efecto, no podría ser para menos, Ramón preparaba una fiesta de cumpleaños de su hija Margarita.
Se encontraban dando los últimos detalles cuando se escucharon golpes en la puerta principal y la voz del criado que anunciaba la llegada del recaudador de rentas, enjuto de rostro, bien vestido y servil hasta el suelo.
—Pasa, pasa, amigo mío. ¿Por qué has tardado? Platica, ¿sigue la chusma con- tra su tutor y gobernante?
—Nada, don Ramón, pero conozco esa clase de alimañas, a la oreja cuánto han de decirse, pero no os preocupéis, la gente decente está con vos. ¿Quién tiene las cualidades en el manejo del gobierno como usted? No hay cuidado, esos desa- rrapados nada harán.
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—Bueno. ¿Qué hay de ese viejo loco? Han llegado informes donde me dicen que anda muy activo.
—Ja, ja. No creo que se refiera a Matías. Ese pordiosero, que ni bueno es para quitarse los piojos, no es posible que usted sienta que ese vejete pueda hacer algo. Ahora que si lo quiere, nomás ordene, yo pagaré y pues… se lo tragará la tierra.
—Pero… espera; tienes razón. Rodolfo controla bien todo y ya se hubiera dado cuenta, como con ese tal Will, que dejó de dar lata. A ver, vamos a las cuentas.
—A eso vengo, don Ramón.
Caminaron hacia el salón de recepciones, en donde Camilo entregaría todo lo recogido. Mientras, Ángela, elegantemente vestida, recibía a toda la camarilla de invitados, unos presumidos, otros fatuos, tímidos, bravucones, toda una fauna de encajosos y uno que otro guardaespaldas asesino. Cuando estuvo rebosante de gente, Ángela se dirigía a donde estaba don Ramón y tocaba la puerta:
—Ramón, la gente espera. No tardes.
—Voy, mujer. Ya termino. Vamos, Camilo, lo dejaremos para luego.
Al salir el dictador, todos alegraron más el ambiente: quien le reverenciaba, quien más se quejaba, quien más, lo adulaba.
—Ángela, ve por la niña, todos están ansiosos de verla…
Subió la escalinata Ángela, dejando todas las miradas puestas en ese lugar.
—Margarita, vamos, todos te esperan.
Margarita, una belleza, ojos azules, cuerpo exquisito, mantenía dentro de sí una duda, un temor; en suma, no sentía felicidad, era una de esas almas que nacen con el don del entendimiento a pesar de la educación y el consejo de sus padres, ella adivinaba, sabía que algo no estaba bien, a veces se cuestionaba cómo eran posibles tantas tinieblas y discordias en un mundo hermoso, y quién era su padre para cometer tanta tropelía. Cuando escuchó a su madre se encontraba leyendo, e inmediatamente, más por temor que por respeto, se puso en pie y siguió a Ángela en silencio mientras ésta se apresuraba a soltar las palabras:
—Alégrate, muchacha. ¿A que no sabes quién está ahí abajo? Nada menos que Roberto, el caballero apuesto, hijo de los señores Serralvo. ¿No te alegras?
¿Prefieres seguir con tu silencio? Como quieras. Eso sí, te ordeno que seas cortes y no vayas a dejar oír tus tonterías.
—Para eso, madre, únicamente para eso me ha educado. No, claro que no seré descortés, aunque nada cuenten para mí las atenciones del caballero.
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Sin darse cuenta llegaron al principio de la escalinata. En ese momento se escucharon aplausos y vivas. Cuando estuvieron abajo, se juntaron a su alrededor, todos la felicitaban, ella sonreía y correspondía a todas las atenciones.
Empezaron los acordes de la música y el vino corrió a torrentes. Roberto, orgulloso y altanero, bailaba con Margarita; en tanto insistía en su propio interés.
—Margarita, nosotros somos gente de clase, tenemos todo y jamás nos com- pararemos con los pobres que han nacido para servirnos. Tú sabes que te quiero, a pesar mío, te quiero y solo falta tu aceptación. Mi padre no tarda en heredarme las tierras de oriente y todos están de acuerdo en lo nuestro, decídete.
—Perdóname, todo esto me parece absurdo, yo no te quiero, quizá seas buen muchacho, pero me causa tristeza que te expreses así de los trabajadores y que mi vida sea pesada en dinero y conveniencias. Mientras no llegue el amor no me fijare en herencias, y me entregaré en cuerpo y alma a quien elija.
¡Cómo se engañaba!
—No hables así, me pesa tanta necedad, pero tú sabes que a tu padre, cuando se decida, no podrás oponértele. Con el tiempo me amarás.
—Me ahoga esta atmósfera, vamos al jardín y te ruego no volver a charlar sobre eso.
—Como tú quieras, Margarita.
En tanto Roberto y Margarita salían, un grupo de hacendados y comercian- tes charlaban con don Ramón:
—Como le decía, don Ramón, la cosecha se espera abundante, con esto supe- raremos los estragos de la helada pasada que nos costó tanto.
—A mí la mera verdad no me deja causar sobresalto. Las miradas de todos esos indios que, aunque estúpidos, bien que no tienen temor a dios.
—No te preocupes hombre, los altos prelados de la iglesia cuentan con noso- tros y ellos sí que controlan a toda la indiada.
—Miren, señores, tanto se dice que a quién creer. Bueno, y a todo esto, ¿dón- de está Rodolfo? Ya era hora que estuviera aquí.
—Considero no debe tardar, don Ramón, nomás termina su ronda.
—Como sea vamos a la mesa.
En efecto, fueron todos, a uno, ocupando su lugar en la gran mesa. En un tiempo más, mientras todos se encontraban comiendo, escucharon a lo lejos unos disparos.
—¡Qué fue eso!
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—Algunos cazadores, vamos… vamos… no se inquieten.
—Alguien viene, se oyen los cascos de caballo.
A lo largo de la calle empedrada, con una llovizna latente y un aire que aulla- ba e iba a estrellarse contra todo objeto, a todo galope, se dejaba venir un caballo, llevando en sus lomos un jinete. Su capa negra le volaba por los aires, mientras con una mano aguijoneaba la rienda del caballo, con la otra detenía su sombrero, que le servía como periscopio para saber por dónde iba, limpiándose del rostro el agua. Al llegar a la casa de don Ramón jaló su cabalgadura y de un salto desmontó, dirigió sus pasos apresuradamente, mientras hacía resonar los golpes de su mano en la puerta con insistencia.
—Ya les decía. ¿Qué sucederá? Abre la puerta, Camilo.
Al abrir la puerta Camilo, entró apresuradamente un hombre sudoroso, mo- jado y agitado.
—¡Don Ramón! ¿Don Ramón donde está?
—Aquí estoy, muchacho, qué maneras de entrar, ¿que sucede?
—Sucesos muy grandes, muy grandes, patrón, han matado a Rodolfo.
—Mil rayos te partan si no te explicas. ¿Cómo que han matado a Rodolfo?
—Bueno, patrón, para estas horas ya lo han de haber mandado al cementerio. Salió con algunos de nosotros a la ronda. Cuando pasamos frente a la fundidora, los mismos que iban lo tomaron preso, solo dios me salvo a mí. Lo llevaron con un tal Matías —que quién sabrá quién será—, dizque para juzgarlo por no sé qué delitos. Yo vine como alma en pena para avisarle a usted. Se han levantado en armas, los de la guarnición huyeron y muchos se están pasando de su lado, andan furiosos, parecen perros de rabia.
—¡Malditos miserables! Caro la han de pagar. A ver, preparen mis caballos.
¡Roberto!
—Diga usted, don Ramón, estoy presto a servirle.
—Que ensillen los caballos. Ángela, un traje de campaña. No sean ratones ni pongan esa cara de temor, cara la pagarán, vamos a colgarlos a todos como escar- miento. Vénganse a defender lo que tienen, júntense los leales, llamen a los demás, que inmediatamente salimos.
—¡Don Ramón, don Ramón!
Dimas, desde atrás, junto a los ventanales, se habría paso entre la concurren- cia, hasta donde agitado, el dictador daba y repetía órdenes.
—¿Y ahora tú qué, Dimas?
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—Mi casa, señor, mi bodega, todo está ardiendo. Mire por la ventana, señor. Desgraciados indios, me la han de pagar. Les voy a torcer el pescuezo, a todos, yo mismo. ¡Ay, qué desgracia!
—¡Apúrate, aprisa! Que si los dejamos acabaran con todos.
En tanto, Rodolfo, tembloroso, había comparecido con los alzados, quienes la última noche habían acordado hacer la revolución. Erigieron un tribunal mili- tar, juzgaron a Rodolfo por la muerte de Will y otros tantos asesinatos, atropellos, abusos; así lo condenaron a morir fusilado. Caminaron a la salida de Arandas y frente a una pared carcomida y amenazante, semidestruida, dejaron el cuerpo inerte de uno de los tantos verdugos que habían padecido. Para eso de las diez de la noche, el grupo de levantados había crecido, eran dueños de todas las almas. Cuando hubieron quemado el gran almacén de Dimas, alzó la voz Matías, su si- lueta altiva resaltaba en la oscuridad; había rejuvenecido al sentir la alegría de lo tantas veces planeado, deseado. La vitalidad de sus poros se expandía a todos.
—Compañeros, salgamos a unirnos con los campesinos de los llanos de oriente, después, con más fuerza regresaremos.
Al decir esto, marchaban a galope tendido, mientras cada uno experimenta- ba una fe inquebrantable en la causa.
Cuando apenas empezaba a internarse en la montaña, la Luna se enterró en los cielos, las nubes empezaron a unirse, soltaron sus gotas, después sus torren- tes y más tarde sus ríos. El aguacero se desataba con una furia insospechada, los animales solo a base de golpes continuaban, no podían detenerse, bajaban lenta y pausadamente la ladera de la montaña escarpada de pinos y matorrales, la única que los separaba ya de la llanura inmensa que desembocaría en el río El Salitre, que a su vez rendía tributo al mar.
Marco y Tiberio habrían camino, mientras Bruno a la retaguardia exigía ra- pidez; Matías daba órdenes e indicaciones. ¿Quién mejor que él para conocer esos lugares donde había visto la primera luz? Al fin llegaron a la planada y aún con la lluvia ordenaron la marcha forzada; cargados hombres y bestias hubieran querido mejor quedarse, pero el amor a la dignidad humana y al futuro los mantenía en pie. Así la jornada duró toda la noche y cuando el Sol apenas empezaba a calentar divisaron las primeras cabañas de los llanos del oriente: la lluvia había cesado, estando cerca, saludó Bruno con un grito: ¡Viva la libertad hermanos!
Unidos por un ideal común, después de recuperar fuerzas perdidas, Matías tomó a Harfat y junto con él se fue a su choza; cuando llegaron, Harfat todavía no imaginaba a qué se debía la actitud del viejo, pero éste lo saco de dudas al decirle:
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—Harfat, nosotros, organizados con los refuerzos, nos vamos a las montañas. Quédate en el jacal, cuida el rebaño, ve al lago y espera mi vuelta para no volver a separarnos. Te harán compañía Tosco y Aminoblec.
—Abuelo, yo quiero ir, ya estoy grande, déjame a tu lado, no molestaré.
—No, hijo, es mejor así; catorce años no es ser grande. Ya con el tiempo todo puede cambiar.
—Está bien, abuelo.
Se abrazaron abuelo y nieto. Matías a duras penas contuvo las lágrimas que amenazaban, luchaban, por salir; en cambio Harfat tenía humedecidos los ojos, su presentimiento le decía que no volvería a estar más con Matías, a medida que hiciera más largo el momento, más difícil sería. Soltó al abuelo, se llevó el antebra- zo a los ojos, mientras sin decir palabra caminaba al portón del jacal seguido por Tosco; en tanto Matías se unía al grupo que lo había acompañado y se encaminaba a unirse a los demás.
Harfat, tendido en un camastro, fijaba su vista a una ventana hechiza y a través de su umbral casi palpaba el precipicio que a pocos pasos se alzaba; casi quería perderse en el “espinazo del diablo”, como le llamaban, bajar hasta posar sus plantas en las arenosas orillas del Salitre y desaparecer en las aguas que tantas veces había contemplado desde la altura; pero cuando volteaba y miraba el sendero por donde se había ido Matías, que se perdía en la espesura del bosque que circundaba la parte del frente del jacal, todas sus angustias se transformaban en esperanza y fe en el regreso del abuelo.
Ramón, mientras tanto, montó en un potro de pura sangre, teniendo a su diestra a Roberto y atrás a una serie de lacayos y muchas fuerzas rurales, además de su ejército profesional. Hacía ya tiempo que hoyaba los caminos en busca de los miserables que habían osado alzarse en armas contra su autoridad. Su pecho latía, aturdía su mente.
Todo estaba saturado de odio inmenso; seguro iba de su victoria y solo la ansiedad de no encontrar a los revolucionarios cuanto antes lo desesperaba.
En tanto la noche transcurrió sobre sus contingentes y al amanecer acampa- ba cerca del jacal de Matías, listo a caer cual gavilán bajo su presa.
Margarita se había retirado a su alcoba y, sin que su madre —la cual dormía en el cuarto contiguo— se diera cuenta, sollozaba en silencio, desconsoladamen- te. Era su dolor la disyuntiva no tenía un punto claro y, ahí en su lecho, ahogada, hubiera querido dejar de existir; pero algo le gritaba la verdad, aunque algo tam-
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bién la aferraba a la mentira. Sobresaltada seguía llorando, sobre su mente pasa- ban nubarrones de sucesos trágicos y terribles; aunque en lo más profundo de su corazón se rebelaba contra su destino. Recordaba con gran ternura, llamándolo en silencio, a Tiberio. ¡Sí, a su Tiberio! Tan conocedor del mundo, cuál sería su fin, ¿triunfaría? Y su padre. ¿Por qué contra aquellos que defendían lo suyo? ¿Y el viejo Matías? Harfat, ¡tan chico! ¿Dónde estaría el pobre? ¿Y su madre? Todo mundo chocaba en su mente y sus ojos se negaban a dejar de llorar; su garganta balbucía palabras amorosas y sus recuerdos llenos de calor volvían. De pronto, resuelta, se puso de pie camino hacia el guardarropa y tomó un abrigo, se puso sus botas de montar y sigilosamente traspasó los corredores hasta llegar al gran patio; siguió a la caseta de vigilancia, donde Esaú, un criado a quien estimaba mucho, dormía; tocó una puerta. Después de un corto tiempo, Esaú asomó, to- davía con las señales del sueño, y al ver a Margarita se sobresaltó.
—¡Pero, niña! ¿Qué hace usted aquí?
—Shhht, Esaú. Sabes lo que sucede, ayúdame. Necesito que me ayudes…
—¿Pero qué piensa hacer? ¿Cómo ayudarla?
—Ve y ensilla un caballo.
—¡Cómo! ¿Piensa salir con esta noche y con tanta cosa terrible que ha sucedido?
—No pienso salir, me voy de la casa. Mi lado está con Tiberio.
—No, hija, ¿cómo es posible? ¿Dónde están los dioses que dejan pasar tantas cosas? No haga eso, mire, si…
—¡No! Apúrate. Puede regresar mi padre o mamá despertarse, por favor.
—Voy, señorita, pero ojalá dios la proteja.
Al poco rato, Margarita, sin saber a dónde dirigir sus riendas, salía de Aran- das. Había terminado de lloviznar, el frío era sumamente intenso, calaba hasta lo más profundo; en tanto la Luna volvía a salir a coquetear a la Tierra, Margarita golpeaba sin saber por qué su montura. Allá a lo lejos se oía aullar a los coyotes desvelados. Todos sus sentimientos se encontraban y venían a aumentar el miedo que empezaba a sentir. Iba deseando alcanzar a su Tiberio en los llanos del orien- te, empezaba a amanecer, no importaba, no tenía noción del tiempo. La neblina empezó a subir después de haber dormido en la tierra. La claridad de los primeros rayos del Sol se perfilaban a todo lo ancho del horizonte y Margarita rendida creía ver visiones en el llano inmenso que se extendía ante su vista.
Tosco estaba inquieto, tendido en su petate, gruñía, dejando al descubierto los colmillos y los dientes frontales; paraba las orejas y volvía repetir sus gruñidos.
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Harfat, entretenido, no hacía caso. Tosco giró en círculo hacia la puerta y empezó a ladrar. Fue cuando Harfat lo notó. Cautelosamente entreabrió la puerta, pero nada raro vio; a punto de cerrarla estaba cuando sobre la copa de los árboles, no a mucha distancia, una columna de humo se alzaba. Estuvo indeciso, pero, más por instinto de conservación que por razonamiento, salió por la ventana; sacó a Ami- noblec y fue a esconderse en su cueva, en la parte de atrás que daba al precipicio.
Agazapados y con el oído atento estuvieron los tres un gran rato. Harfat, con- siderando ya mucho su estancia ahí, fue saliendo él solo poco a poco, pero apenas se asomaba, miró salir del bosque una multitud de caballos y jinetes, al frente de los cuales venía don Ramón, echando espuma por la boca. Inmediatamente volvió a esconderse.
—Le digo, don Ramón, ese viejo no puede estar aquí, no creo que sea tan estúpido.
—Tal vez tengas razón, Roberto, pero sí está por quien creo ese viejo clamará al cielo su desdicha.
—Todos: rodeen la casa; vamos, Roberto, acerquémonos.
La maniobra dio resultado, llegaron a unos pasos del jacal. Ramón de una pa- tada abrió la entrada. Tras él iba Roberto. Revisaron sorprendidos adentro, mien- tras afuera hacían lo mismo sus gentes.
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—Maldita sea. Cuando yo lo agarre.
—Busquen, por ahí ha de estar ese mocoso.
Se acercó a don Ramón un soldado con una tea encendida, agenciada sabe dónde.
—Patrón, patrón, ¿quemamos la casa?
—¡No! Alto. No toquen ni destruyan nada, ha de regresar el viejo y debe sen- tir seguridad. Después de una pausa, relinchando su caballo, don Ramón ordenó:
—Vámonos, aquí perdemos el tiempo.
Siguieron su camino, mientras Roberto aconsejaba a don Ramón:
—Pienso, don Ramón, que si nos dirigimos al oriente tendremos suerte. He oído decir a mi padre que los campesinos de esos lados son muy ladinos y rebeldes.
—Vamos a donde sea, así sea al último rincón del infierno, agarraré a esos miserables.
Cuando desapareció el último jinete, Harfat, todavía temeroso, empezaba a salir; pero en ese momento divisó un jinete más e inmediatamente se agazapo. Unos momentos estuvo frente a la casa, pero no encontrando nada, suspiró. Se encontraba desconcertado, encaminó su cabalgadura en parte opuesta a la seguida por don Ramón y, aunque por ese lado el monte era casi intransitable, con partes aisladas y llenas de matorrales, la fuerza de voluntad le abrió paso, y al fin salía de esa selva grotesca, para deslizarse sobre un terreno calcinado por el Sol. Los cascos del caballo cansado se enterraban más tarde, en unos terrenos arenosos. El jinete, hecho una ruina, miraba con ansiedad en la lejanía en espera de algo, tenía que continuar, sentía tan apasionadamente su amor que aunque su cuerpo flagelado y la boca seca le gritaban el regreso, latente estaba la fuerza que la empujaba hacia una aventura desconocida. No supo cuánto tiempo transcurrió, como muerta atravesó por un paraje tapizado de nopales, grandes, viejos, pequeños, podridos; el instinto del animal la desplazaba más y más delante; empezó a ocultarse el Sol, el hambre le retorcía los intestinos, hacía sus estragos. Cuando llegó a la cumbre sintió alivio, a partir de ahí se divisaba todo el paraje, tan distinto a los yelmos pasados. Bajó la cuesta y entró en terreno pródigo y agradecido; detuvo su caballo y remojó con ansiedad los labios en un arroyo que jugueteaba en su cauce; su caballo se atragantó de toda el agua.
La noche, sin darse cuenta, la había sorprendido; su condición la hacía pre- sa del miedo. En ese momento, como una salvación, descubrió fogatas a lo lejos; aguijoneó a su cabalgadura creyendo estar cerca de su objeto amado.
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En efecto, estaba frente al campamento de Matías. Cuando el guardia descu- brió al jinete dio el grito de alerta. Inmediatamente todos se pusieron a la expecta- tiva. Tiberio a duras penas aparentaba tranquilidad, su sangre, su cerebro, las venas estaban a punto de estallarle cuando descubrió la personalidad de quien venía grito.
—¡Alto! Alto todos, es Margarita.
Saltó y corrió jadeante a su encuentro. Se estrecharon con sus brazos; se abrazaron.
—Margarita.
—Tiberio, ¿por qué me dejaste?
—Vamos, aquí no estás segura. ¿Por qué viniste?
—No podía, es imposible pensarte en manos de mi padre. ¡Dios mío, a dónde nos llevas!
Cuando estuvieron más cerca, todavía exaltados, Matías salió al encuentro, sorprendido.
—Pero, hija, ¿por qué te expones así?
—Perdóname, abuelo, perdóname… Mi deber es al lado de Tiberio.
—Bueno, está bien; pero tu padre…
—Que dios lo perdone, y a mí también.
Ya no pudo más, sus lágrimas escurrían imparables. Todos los del campa- mento miraban, pensar a toda esa gente dispuesta a abonar la tierra; entraron a la tienda de campaña, como un animalito, Margarita se encontraba en el regazo de Tiberio.
Lubia, con sus ojos vivaces, no habló, pero más decían sus atenciones y sus cariño. Algo le recordaba a su querido Will, a su amado sacrificado por la estupi- dez y capricho de la clase dominante.
Margarita, con una onda infinitamente triste, se calmaba, pero sus ojos pro- fundos y sufridos la delataban. Empezó dirigiéndose al abuelo:
—Abuelo, ¿y Harfat?
—Nada, hija, está seguro. A él no pueden hacerle nada, tiene muchas indica- ciones y es listo; además tiene a su Tosco.
—Pero no entiendes abuelo, te pregunto, ¿él está aquí?
—No, hija, se encuentra en la choza.
—Abuelo…
Suspiró como si quisiera que su suspiro protegiera a todo abandonado y des- amparado.
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—¿Qué pasa, Margarita?
—Harfat, don Matías… Harfat, pasé por tu choza y no, no está, abuelo. Vayan, búsquenlo, no está: yo fui, está sola, sola la choza… abuelo.
Dando un golpe en el banco, Tiberio, que tanto afecto tenía a Harfat, gruñó.
—Maldita sea, donde algo le pase… ¡No! Juro que mataría a todos. Malditos. Lubia se acercó al oír esto. Margarita sollozaba una vez más en silencio. Era mucho para su alma delicada. Lubia, quizá más curtida, cubrió sus ojos y lanzo un
grito de desesperación, salió apresurada, gritando a Bruno.
Matías, con su barba pegada al pecho, miraba al suelo. No hablaba su dolor, era tanto que le ahogaba, lo martirizaba; sin embargo presentía lo mejor, aunque dudaba mucho. Cuando se repuso se levantó y dijo:
—Tiberio y Lubia, quédense aquí. Parto a mi choza.
—No abuelo, tú no. Te necesitamos; tu presencia debe ser aquí, mejor vamos yo o Bruno. No ha de tardar, fue a un recorrido de reconocimiento.
—No, Tiberio, no es posible esperar. En ese momento entró Lubia.
—Ahí vienen. Sí, ya vienen.
Eran Bruno y Marco que acababan de desmontar. Cuando hubieron pasado el umbral, Marco interrumpió:
Nada, se los tragó la tierra, ya asomaron las narices y veremos, sí, señores, veremos en dónde está la justicia. Ardo en deseos de enterrar a esos jabalíes… y…
Lo interrumpió Tiberio:
—Antes, Marco, antes; Harfat desapareció. Saltó Bruno.
—¡Qué! ¿Harfat? ¿Y qué hacemos? ¡Vamos, vamos! A donde sea por mi mu- chachito, pero ya, señores.
Enterados de lo sucedido, en un santiamén, prepararon una escolta y al fren- te de ésta Bruno y Marco volvieron a montar. Salieron rumbo a la choza, muy cerca de la laguna formada por el salitre.
Pasaron toda la noche en vela: por un lado, esperando la vuelta de Marco y Bruno, y por otro, preparándose para dar la batalla.
Como perros de caza, don Ramón y Roberto husmeaban, seguros de definir en una batalla su superioridad. Amaneció, transcurrió el día en una exasperante espera. Cuando el crepúsculo amenazaba en aparecer, a toda carrera llegaron los mensajeros, pero no todos, nada más Marco con unos cuantos hombres, malhe-
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ridos. Cuando hubo llegado, cayó del caballo e inmediatamente lo llevaron hacia adentro. Estaba herido, manaba la sangre de una herida en la parte superior iz- quierda del pecho.
—Matías… viejo Matías. Bruno, Bruno. Malditos, mil veces malditos; nos sorprendieron en la hondonada de la Loba, a una hora del jacal. Bruno cayó en sus garras, y muchos más besaron la tierra para siempre. Y él, ¿por qué él?, Bruno;
¡Bruno! El último grito salió con todas sus energías, cayó inconsciente.
Matías amenazaba con romperse el labio inferior, se lo mordía. Tiberio es- taba con los puños crispados, y los demás, con una lagrima furtiva; empezó la movilización para ir al encuentro y acabar de una vez por todas.
Cuando empezaba la marcha, un rezagado llegó:
—Rápido, muero… Con Matías…
En menos de un suspiro, al oído del viejo, siguió hablando:
—Me hui. A Bruno, viejo, lo colgaron sin juzgarlo. Vienen… para acá… El diablo de … Dimas… recibió… su merecido… Se fue… a los infiernos, yo… yo, viejo… Harfat… aug… y… yo…
No pudo continuar. Las quijadas hacían crujir sus dientes, sus ojos se pusie- ron vidriosos, se retorció en el suelo y quedó inerte. Suspiró por último; murió.
Matías, Tiberio, Lubia, Margarita, todos se arremolinaron con sus contin- gentes y se oyó la voz fuerte de Matías:
—La desgracia está de este lado. ¡Ánimo! Continuemos a Boca de Loba, a encontrarlos, sobre ellos. ¡Vamos!
Y la cabalgata de miles de hombres, como una inmensa serpiente, se despla- zaba hacia Boca de Loba. Al día siguiente, alertas, se distribuían en las hondona- das, no encontraron nada; solo el cuerpo inerte de Bruno colgado macabramente, con otros más, en un gigante ahuehuete.
—Ave María Purísima.
Salía de la voz de la gente. Enterraron a todos los seres queridos, a la sombra de grandes y milenarios árboles, muchos humedecían el terreno con lágrimas sin- ceras. Margarita, en su pecho gigante, sentía debilidad. Deseaba abarcar todo el espacio infinito, todo el universo y desintegrarse, no sufrir, no tener que ver tanta incomprensión e injusticia.
Lubia se había transformado, no lloraba ya; se sentía fuerte, con un odio tan grande que solo una cosa le importaba: acabar por uno y otro lado y vengar tanta porquería.
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Ramón, Roberto y su gente, desesperados, maldecían por no encontrar lo que buscaban, pero poco sabían ellos de lo cerca que se encontraban unos de otros. Creyeron que su camino era errado, dieron un rodeo y por azares del des-
tino se encontraron en la retaguardia del contingente que comandaban Matías y Tiberio. Seguían por la cuenca del Salitre, acercándose con el rodeo, sin quererlo, a la choza de Matías.
Como cuervos, esperaban y escudriñaban, cuando descubrieron en la parte baja a los rebeldes; sigilosamente los rodearon, y cuando Ramón, cual pantera rabiosa y en espera, con una sonrisa diabólica, iba a dar la orden de ataque, Roberto lo paró:
—Don Ramón, mire hacia donde se juntan aquellos matorrales: ¡Margarita!
¡Margarita! Don Ramón.
—Mal rayo me parta; tú lo prefieres, ¡perra desgraciada! Sobre ellos. ¡Vamos!
Ya no es mi hija.
—¡Adelante, acabemos ya!
Viéndose sorprendidos, cundió el desorden en las filas de los rebeldes. Tibe- rio gritaba:
—¡Repliéguense al fondo, hacia aquel montecillo!
Dieron la batalla. Chocaron caballos con jinetes, jinetes con caballos, gente de a pie cubriéndose; los cascos tropezaban con muchos muertos de ambos lados, y más seguían cayendo. Ya estaban en el plano, luchando cuerpo a cuerpo, grito de muerte, de abajo, “malditos”, “mueran”, “a ellos”, se oían por todos lados. Matías ordenaba:
—Hacia abajo…
Después de momentos angustiosos, lograron emprender la retirada, y ya per- trechados empezaron el tiroteo. Tiberio apuntó, con suma rabia, y cuando no dio resultado, escupió farfullando. Solo había herido en el brazo a don Ramón; al ver esto, Roberto saltó hacia don Ramón, pero no hubo hecho esto, cuando una bala se le introdujo en la cabeza. Cayó fulminado, muerto. Don Ramón manaba sangre y cual fiera acorralada arengaba:
—¡A ellos!
La lucha, el combate, era desfavorable a los rebeldes. Habían perdido mucho, se defendían con desesperación. Matías, comprendiendo, encaró a Tiberio:
—Ánimo, Tiberio. Toma y ordena la retirada. Te cedo el mando. Junta a todos los demás. Una batalla no lo es todo. Espera los refuerzos de Ezequiel, él mañana estará aquí. Así lo habíamos planeado.
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—Pero ¿a dónde va, abuelo?
—Tomaré una escopeta y voy a ir abajo, rumbo a la laguna, me arriesgaré a pasar. Llamaré la atención. Mientras haz lo que te digo; luego los alcanzamos. A mí es al que quieren, trataré de burlarlos.
—No se sacrifique, abuelo.
—Nada. Todo está dicho. Si no regreso, pelea hasta que consigas que triunfe nuestra causa.
En efecto; Matías con una escolta partió río abajo, no sin antes perder más hom- bres. Tiberio, con el grueso de la formación, ordenó la retirada rumba a Boca de Loba.
Desconcertado, Ramón grito:
—Vamos todos contra el vejete, y pensó para sus adentros: “Estúpido viejo, me daré el gusto de acabarte, muerto tú se acaba todo. Por tu lado, Tiberio, ya arreglaré cuentas contigo y esa hija mal agradecida que me robaste. ¡Ay! como duele esto; ya me las pagarán”.
Todos salieron disparados contra Matías, casi dándole alcance, pero él y uno solo de los que le acompañaban llegaron a la orilla de la laguna, y tomando una ca- noa empezaron a remar los dos, agitadamente. Aun cuando estaban bastante aleja- dos, vieron cómo cinco lanchas más, salidas de no se dónde, los venían siguiendo. Ramón, cruzado su brazo en cabestrillo y con una bota sobre la parte delantera de la lancha mayor, apuraba, por tener en sus manos a Matías. Éste, por su parte, hacía esfuerzos inauditos para alejarse más. De momento y por el acosamiento los orillaba hacia el sur, donde a unos pasos estaba su choza ¡y Harfat! “Dios mío”, pensó en su nieto y solo una idea ya le asaltaba: salvarlo. Las canoas de don Ramón estaban más cerca y empezaron a disparar.
—Muerto o vivo, ja, ja, ja, muerto o vivo. Como sea lo quiero ¿entienden? Don Ramón, fuera de sí por la alegría de casi tener a Matías, gesticulaba.
Sudaba a chorros Matías y el soldado que le acompañaba, el cual en una fracción de segundos fue muerto. Matías se quedó solo, el noble acompañante se había hundido en las aguas cenagosas de la laguna. Una bala asesina le había partido al espalda en dos.
Matías soltó el fusil, tomó un solo remo que había quedado; el otro acom- pañó al soldado a la laguna. Remaba, remaba, las fuerzas le salían de su cuerpo y pensaba: “No somos militares ni conocemos muchas tácticas, pero la justicia nos acompaña, Ramón, y pase lo que pase triunfará la verdad”. Faltaba poco para lle- gar a la otra orilla.
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Sesenta metros o más y estaría en tierra. En ese momento lo grande y pro- fundo de la laguna lo llenaba de nostalgia, pasaba infinidad de troncos secos, de fi- guras fantasmagóricas que alzaban sus ramas torcidas y secas por encima del nivel del agua. Con tanta angustia logró asirse de la orilla. A la distancia se descubría el jacal. Corrió hasta el centro y por fin llegó con Harfat, que se encontraba dormido. Lo despertó apresuradamente…
—¡Abuelito!
—Hijo, no hay tiempo que perder, toma a Tosco y a Aminoblec y sal por atrás, ¡aprisa! Para mí llegó el fin. Escóndete en la cueva, te unes más tarde a Tibe- rio y le das estos papeles. Que siga, hijo, hasta lo imposible.
Al decir esto, sacó del armario un rollo de papeles carcomidos donde había vaciado sus doctrinas y meditaciones de una vida mejor.
—Abuelito, ¿porque? Vámonos conmigo…
—Aprisa, hijo, me persiguen. Vete en lo que los detengo, si no después será demasiado tarde para los dos.
—No, abuelito, por favor.
—Obedece, hijo, por amor de dios. Cuando crezcas comprenderás mejor todo. Ahora recuerda a tu viejo y huye. Vete, te lo ordeno.
Estas últimas palabras salieron a fuerzas de un pecho fatigado.
Harfat ya no dijo nada, sollozando salió en compañía de sus compañeros; así lo ordenaba el abuelo querido. Presentía tanto. Apenas hubo salido se oyeron los gritos de Ramón:
—Matías, Matías, estás rodeado, entrégate. No tienes salvación.
Matías, en la choza, comprendía su fin, cual salvación ninguna: solo una al- ternativa, aceptar la realidad, pero en las manos de ellos ¡no! Nunca. Atrancó la puerta y ventanas
y tomó su camino. Si solo ese acabara ahí mismo. Recorrió mentalmente su vida y se sintió satisfecho. Regó todo el combustible y prendió fuego al jacal. El humo acabó por intoxicarlo. Cayó en un rincón, sin conocimiento. Solo sus fuer- zas espirituales seguían la tragedia… Los lobos aullaban ensordecedoramente en su contra y, a medida que se quedaba solo, los sonidos se escuchaban en su luz e iba a pedir auxilio a su mente, que en ese instante ofuscaba y negra solo descubría daño, viendo en la distancia del abismo infinito formas de espíritus que volaban en tropel y se ocultaban en los matorrales, que resaltaban en la planicie blanca y brillosa, cuyo esplendor se volcaba al ambiente y le traía la sensación de que algo
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lo acompañaba en su soledad. Jamás podría hablar con la forma que por lejana se encontraba cerca. Parado, en la mitad de la planicie, entablaba un diálogo secreto con las manchas descubiertas en la blancura y reflejadas en la bóveda celeste, que a su vez cubría a la dueña del ¡cementerio! Aquel cementerio en el que él mismo había, no hace mucho tiempo, previsto y ayudado a la excavación de su fosa que, como nueva y única, lo llamaba a gritos a ocuparla y estar en posición dolorosa. No había ya consolidación de ideas, ni mutua ayuda de las energías, todo había terminado. Porque se recortaban en su alma a punto de ser infinidad de vanas ansiedades. Los pasos que sin desear, pero queriendo, había despreciado, porque la sola idea de ser devorado por los canes hambrientos le ocasionaba desasosiego. No, él mismo no lo comprendía, solo experimentaba el temor de explotar en mil átomos e ir a agrandar el pantano de la planicie y dar por último lo que él se ne- gaba a otorgar, vida y movimiento a nuevas expresiones del espíritu. A menudo cambiaba todo y la sinfonía del nuevo mundo, multicolor y sonora, acompañaba a una multitud que enarbolaba una bandera, en la que en el centro, en sangre, se leía “¡Ven y vendrás!”. Cuánta satisfacción sintió al mirar que llegaba la mano de lo que por lejano estaba cerca. Aguijoneó su pecho, tomó fuerza de las transfor- maciones y con su ayuda sintió que caminaba, con las manos abiertas, implorando para que lo esperara la forma, llovía fuertemente y cubierto de nieve, sintiendo frío a muerte, se dio cuenta con asombro que a medida que avanzaba la nieve le iba subiendo, a las rodillas, a la cintura, al pecho, cuando con tanto dolor soltó todo sintió dejar el peso, cuando cual brisa del atardecer hermoso traspuso las alturas con una música magistral y perfecta… ¡Murió!
La casa, el jacal ardía cual tea encendida. Ramón, colérico, nada pudo hacer, sino esperar a ver terminada su obra. Las cenizas se fueron haciendo visibles y el viento en remolino subió todo atrás de las nubes, como si se opusieran a más pro- fanaciones. Ramón, maldiciendo y blasfemando, se retiró del lugar, como chacal ansioso y con espuma, desengañado de haber perdido su presa.
En tanto, Harfat, montado en Aminoblec, lentamente se perdía; Tosco a un lado, con el hocico fijo en la tierra, aullaba, ¡aullaba! Lloraba al viejo, igual que Har- fat, que mojaba el lomo del animal con un torrente de lágrimas que exprimían su corazón. Tal parece como si en el paraje se escuchara la danza macabra. ¡Más sangre! Más, muchas más lágrimas, mundo en deriva. La sangre noble del rebelde abonaba los campos de las desdichas, uno más fracasaba, uno más moría sin ver su mundo, uno más por el poder, el poder que alzaba el azadón de la muerte.
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Harfat, Lubia, Tiberio, Marco, Margarita, un solo amor. Un ideal los unía, con todos los miles de miserables, amor a la seguridad, a la justicia, muchas trans- formaciones, muchos cambios malos, muchos buenos curtían los cuerpos al dolor. Ellos perdían poco, su vida, pero otros se levantaban hasta hacer la cadena de eslabones interminables, hasta lo increíble. Todos unidos con fe, la concentrarían para seguir adelante, luchando como lo había hecho el rebelde, el abuelo. Seguir peleando hasta triunfar, esa generación o la siguiente, para amar o seguir hasta el fin del mundo en que desaparecieran en miles de universos o vagaran en partícu- las en el espacio infinito y sombrío de la tristeza y el misterio.
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MALDITA VENGANZA
En el pueblo de Brujas, en Bélgica, corría la Edad Media, los consejos co- tidianos gravitaban como una gota de agua que estuviera cayendo eter- namente; la mentalidad de los siervos y de los grandes señores, cerradas en chapas de hierro, albergaban el fanatismo, y sus vidas de sacrificios
para unos y de opulencia para otros pendían de un solo hilo, el de las creencias, a cual más retraídos en su marasmo. Las religiones con sus dogmas tenían esclaviza- da a la humanidad, apenas si se vislumbraba la salvación en uno que otro ser raro, que entendía, aunque fuera en conceptos de su época, la salvación.
La insalubridad, la miseria y las pestes hacían presa a la mayoría de la po- blación; sin drenajes ni servicios públicos, las calles eran lodazales en tiempos de lluvias y basureros llenos de bichos y excrementos en tiempos en que el calor sofocaba. Los caminos reales estaban atestados de asaltantes y forajidos sin leyes, bandidos sin ningún temor de ser ahorcados en un árbol del camino y adornar el paraje de continuidad sin cambios.
En estos tiempos en que la memoria pierde su alcance y su dimensión, y en estas reuniones de proyecciones retardadas, se alzaba rodeado de fosos y guardado por grandes portones de madera, remachados por los herreros del reino, la mansión del conde Hanz. Las intrigas, los deseos de poder y las pasiones desenfrenadas, alen- tadas o reprimidas, darían lugar a la desaparición misteriosa de los queridos amos.
En vida, el padre del conde causó tanto dolor, que los habitantes semides- nudos de la comarca no querían recordarlo. Por seguro tenían su existencia en el infierno, al lado de Satanás.
En una de sus tantas incursiones por el reino, cobrando derechos por todo, regresaba al castillo trayendo una criatura, producto de sus fechorías, de sus exi- gencias desmedidas. Más tarde, con la vuelta del tiempo, esta niña sería una her- mosa mujer, causa principal y misteriosa de una venganza que no conoció límites. La abuela de Hanz tuvo que aceptar a la niña y todo porque, aunque hija de plebeya, traía sangre del elegido para mandar por la voluntad de dios; albergaba
en las venas, rancia alcurnia de la más fina estirpe.
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Al llegarle el último momento al padre del conde Hanz, desesperado, sudan- do a chorros e impotente para detener la guadaña del carretero de la muerte, en sus delirios de locura, clamaba por la extinción de Aurelia, que así se llamaba su hija bastarda, pero el conde Hanz y su hermano Silfrido no estuvieron de acuer- do. En sus entrañas anidaba la inmundicia y las ideas de amoralidad corrían por el torrente de locura y perversión, de una sangre recibida por herencia. Aunque la madre y la abuela, cual arpías de uñas afiladas, reflejaban el odio en todas sus acciones y cambiando miradas, estaban de acuerdo en llegar al asesinato. Pero im- potentes, sin fuerzas ya, no pudieron oponerse a los jóvenes déspotas y leopardos sanguinarios. Después de haber sepultado, con todos los honores, el cuerpo flaco y enjuto, nadie se acordaba de su ruin paso que todo segaba, cuando existía llevando una vida rabiosa impregnada de veneno.
Empezaron los profetas barbados a herir el silencio de las calles, pidiendo, exigiendo voluntarios para defender el sepulcro santo, en manos de los infieles. El conde vio la oportunidad de eliminar a su hermano, que envidiaba la posición en que él se encontraba. En cambio Silfrido pensaba sacar provecho de sus acciones guerreras, prestigio, y al final, destronar a Hanz, cumpliendo sus enfermizos e insanos deseos.
Una noche víspera de la salida de Silfrido, reinaba un silencio absoluto en el cas- tillo y la oscuridad era tan intensa que no se distinguía nada a un palmo de las narices.
Silfrido no estaba seguro de lograr sus deseos, le asaltaba la idea de que tal vez no regresara nunca de Constantinopla. Nervioso, se revolcaba en las sabanas. Se enfundó en una bata y sigilosamente se encaminó a la alcoba de Aurelia. Entre la oscuridad se recortaba la figura jadeante del hermano del Conde, en uno de sus movimientos bruscos dejó caer una estatuilla, a unos pasos de Aurelia que dormía profundamente y que al oír el ruido despertó sobresaltada.
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo Silfrido, vengo a despedirme.
—Salga de mi alcoba. ¿Qué quiere?
—No seas mala. A ti, ¡nada más a ti quiero!
Al decir esto, se lanzó sobre Aurelia, que temerosa cual sierva se arremolina- ba en un rincón de la alcoba.
—Con…
No terminó su voz de auxilio, se ahogó en las amenazas de Silfrido, que manoseaba aquel cuerpo frágil, el cual se defendía como fierecilla encarcelada.
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La estaba asfixiando, las fuerzas le faltaban, empezó a ver nublado, hasta que sus pupilas cubiertas de lágrimas dejaron de tener conciencia de cosa alguna. Perdió el conocimiento. Silfrido no se daba cuenta. Como un salvaje, con mechones revuel- tos sobre la frente, besaba el rostro inerte de Aurelia, manoseando con apuración sus carnes. Tan ensimismado estaba que no escuchó el ruido de la puerta que al abrirse daba paso a su madre y a la abuela. Esta última llevaba en la mano un can- delabro con luz raquítica. Sus rostros de cera parecían cadáveres arrancados de la tumba.
—Yo, este…
—¡Calla maldito! Irrumpió su madre.
—¿Tú eres el que defenderá el sepulcro santo?
—¿Cómo es posible, Silfrido? —con voz cansada por la tuberculosis avanza- ba la abuela inquiriendo al nieto—. ¡Claro! si tenía razón el Conde, que dios guar- de en su gloria, —y dirigiéndose al lecho donde empezaba a volver en sí Aurelia.
—Esta perra tiene la culpa. ¡Fuera del castillo, hija del demonio!
—¿Qué diablos sucede?
Acababa de llegar el conde al oír el escándalo.
—¿No lo ves? ¿O todavía necesitas explicaciones? —dijo la madre.
—¡Pero!.. Dejémoslo así, no es para tanto, vámonos a dormir, aquí no ha pa- sado nada. No tiene importancia.
El conde, al decir esto, miraba a Aurelia semidesnuda, que lloraba inconso- lablemente.
Al día siguiente, Silfrido acompañaba al profeta que estaba a un lado de su cabalgadura, encabezando las huestes de guerreros ilusionados con la promesa de ir al cielo.
Con las polvaredas y remolinos, con el tiempo, el castillo fue mostrándose parduzco, viejo, con sus moradores extraños, causaba pavor y espanto; desde que murió la abuela, desapareció Aurelia, de quien se decía iba a tener un hijo del conde y, como no lo querían, la habían sepultado en el huerto del castillo. Otros platicaban que el conde la había echado fuera por no portarse como él quería. Otros más decían que vagaba como amante de un jefe de cuadrilla de bandoleros. El caso es que nunca se supo ni se le volvió a ver.
Cuando regresaban los cruzados, se oían rumores de la fama conquistada por Silfrido y de su perdón logrado con tanto sacrificio al dejar sin vida a los turcos, a los infieles.
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Además, del botín que traían en las alforjas se decía que era tan inmenso que las propiedades del conde, en comparación, serían un juguete. Pero, su llegada no se consumó.
Una vez que regresaba el conde Hanz de sus frecuentes cacerías, llegó al castillo un correo, informando que Silfrido había sido traicionado y muerto por la canalla en el camino. El hermano lloró bastante, dieron misas por su descanso, peregrinaciones, lamentos, oraciones y lutos.
De todos los nobles que morían, para mandar sus cuerpos a destino, ponían sus cadáveres en grandes cajas burdas de madera chaveteada y envueltos en cueros de res salados y vaporizados. Cuando el conde y su madre llegaron, entre tanta caja, Hanz exclamó:
—Aquélla es la de mi amado hermano.
Señaló con su dedo huesudo una caja renegrida que se posaba entre las yer- bas y volvió a cubrir su rostro con pañuelo de seda, del Oriente. Enterraron a su hermano, nadie quiso verlo, la tumba tuvo forma hexagonal, con el símbolo del cruzado. Era de piedra caliza, se localizaba en la parte trasera de una cúpula que albergaba un recinto, donde descansaban un momento los cadáveres, antes de em- prender su larga caminata.
A medida que el conde y su madre se cubrían de arrugas, al grado que pa- recían fósiles vivientes, el reino quedó casi abandonado; a cual más, emprendía
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largas caminatas por los caminos reales, exponiéndose a todos los males, antes que seguir en aquel paraje horrible, donde la maldad reinaba.
Las capillas, al son de destempladas campanas, llamaban a rezo a los pocos siervos, los cuales llegaban a esos lugares de protección.
—Ojalá pronto la divina providencia nos libre de Satanás.
—Sólo nuestro señor puede perdonarles.
—Bendito sea el señor Dios, que no nos dejará solos.
Éstas y otras tantas eran las plegarias en voz baja del pueblo, acorralado en sus creencias y con el temor a flor de piel.
El conde hacia días que no dormía, sus agujeros miraban al vacío, temblaba. Un pie estaba rígido, desde hacía años en el bosque, durante una “cacería”, lo había tirado el caballo; esa noche, solo con sus pensamientos y remordimientos, le falta- ba el aire. De pronto se soltó una tormenta espantosa, los animales en los establos pataleaban y gruñían asustados queriendo salir.
El conde sintió que la garganta se le llenaba de un líquido viscoso y amargo, vio llegar a su hermano cruzado. Se levantó con esfuerzo. Su cuerpo huesudo, cubierto con una capa negra, parecía de bruja; comenzó a arrastrar los pies rumbo a la tumba, sabiendo que Silfrido lo seguía, volteaba su rostro macilento a cada rato. Empapado y rengueando llegó al cementerio y se apoyó en la cruz de cruzado semiderruida. Oyó que aquel le decía:
—Quiero la paz, hermano, no te basta…
Se desfiguró la cara del conde, adoptando un rictus apergaminado, en un ata- que de pavor y de locura —imposible, ya sabía, por desgracia, su secreto—. Salió bramando atropelladamente, guió sus zancadas por el corredor que daba al portón de salida; a los lados del mismo crecían en formación recta frondosos cedros, que chocaban entre sí su ramaje, por la furia de la tempestad. Se escuchó en la noche un grito desgarrador:
—Ay ay ay…
Quedó atravesado en el cuello por un gancho saliente del portón, colgado, cual péndulo; el aire lo golpeaba contra la base del zaguán del cementerio; empa- pado, sonaba sordo, como llamadas de iglesia.
Al día siguiente, día de San Silvestre, quedaron boquiabiertos los moradores del feudo, que se santiguaban y corrían desaforadamente a la salida de la comarca. El colgado, cadáver en putrefacción, de donde manaba sangre fresca, había muer- to en 1537, ¡hacía veinte años!, de la peste negra. Había muerto maldiciendo los
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grandes secretos de la naturaleza y su cuerpo lo habían devorado las bestias del camino, escarbando solo en su tumba. Al hermano Silfrido lo había mandado ase- sinar en una cacería de jabalí, cuando lo encontró de regreso de Constantinopla, el cual ahora a cincuenta pasos estaba tendido con sus despojos, sus huesos untados de ropa podrida, no alcanzó a vengarse. La venganza venía de allá arriba y no era maldita. Era sagrada.
El lugar quedó desierto, solos los perros flacos y rabioso recorrían los basu- reros en busca de sustento y los lobos lastimeramente entablaban diálogos con el demonio, allá en lo más alto y pelón de los cerros o en las profundidades de las ca- ñadas. La madre se secó en el castillo, sentada en colchones, un ataque al corazón. El castillo jamás fue habitado, o tal vez sí, solo por las almas en pena, esperando el descanso eterno.
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CELERINO… UN VIAJE CORTO
Todos estaban ocupados en ir y venir, hablar, gesticular, iracundos o apacibles, pero todos en el mundo, en ese pequeño mundo del universo que nadie conoce en sus pretensiones mediocres, anidadas en calen- turientos deseos; no dieron importancia, no se acongojaron; para qué
“uno más, que le vamos hacer”. Conformidad ante su propia tragedia de años, de siglos, en la ranchería de Los Hernández.
Los Hernández, menos que un punto de reunión. Pegados con voluntad in- dómita en un rancho que no produce ni para las ratas, a no ser que para las mague- yeras. Donde por tiempos largos e iguales, sin nociones de cuando por la fuerza fueron obligados a vivir en ese rincón desconocido, le rascan con anhelo la barriga de tepetate a ese suelo renuente a dar alimento abundante y comodidad a sus ha- bitantes, los cuales a diario imploran las buenas lluvias del año, única fuente que no cuesta esfuerzos ni sacrificios, pero que es causa de dolores cuando se niega a inundar, a dar vida y desarrollo a las plantas, Sin embargo, en esas lomas peladas viven o mueren, que para el caso es igual; y viene un año y otro, más todo lo que pasa es monotonía, cansancio de la existencia, un renegar constante, maldiciendo inconscientemente la misma vida.
Ahí, en Los Hernández, Justina tuvo un hijo cuyo padre nadie conoció. En cambio, cuánto pesar le dieron a ella, hasta que el tiempo borró de la memoria tantas consejas, críticas y chismes lacerantes. Pero a ver… ella no tenía la culpa. Justina sí sabia de memoria en lo más oscuro de su pensamiento la verdad; sí, ver- dad que ahora poco le importaba; era una más sin abrigo, escupida y corrida de todos lados, estaba acostumbrada.
Ah, qué bello sería todo si don Miguel se la hubiera llevado a vivir lejos de los matorrales cenizos, lejos de las polvaredas y de las miradas criticonas, pero no; don Miguel pertenecía a otra onda, a otra clase y desapareció sabiendo en secreto su estado. Renunció a las asustadizas noches en que dormían y gozaban juntos, cuidándose huyó como el conejo perseguido por los perros, para nunca más volver a verle por esos contornos.
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Justina tuvo medio que vivir y ahora con una boca más, ya nada importaba; todo lo anidado en el corazón se volatizó, dejó de existir. ¿Contar lo que dijeran? Susurros, blasfemias, nada. Tenía que comer, ¿dónde?, de su casa lanzada, de la gente comiéndola a diario. De las solteronas, componentes de la orden de María, buenos consejos de moral, todos cerraban el paso ocupados más en morder al ve- cino que en ayudar al prójimo caído.
Pensó mucho, se tragó sus propias lágrimas, en su desvarío ansiaba casarse; pero ni pensarlo, nadie la aceptaría ni la comprendería. Trabajar: ¿dónde? Salir de ahí y ser sirvienta en cualquier casa de postín no la entusiasmaba. Sus experien- cias se le representaban, se servía y en silencio el remordimiento de traicionar una vez más a la patrona que le tocara con su marido, la arrojaba asqueada. ¡Para qué secretos! La desesperación alteraba al máximo sus nervios. ¿Qué hacer? bueno: había muchos que la perseguían con miradas que desnudaban su cuerpo. Tal vez lograría asirse a uno y tenerlo para siempre en esta vida, pero no fue así. Se refugió en Othón, más tarde en Casimiro, después en José… Desfilaron en su vida unos y otros, todos iguales, exigentes, borrachos, salvajes, pero tenían lago en su favor: daban con qué irla pasando.
En cuanto a Celerino, que así se llamaba su hijo, conoció en la infancia varios padres, muchos rostros iguales, en su mente se fue atrofiando la alegría y llegó a ser el taciturno de Los Hernández.
Celerino, tan luego cumplió seis años, conoció el rudo trabajo, levantado con el alba, cuando ni los gallos cantaban y la estrella de la mañana, brillando en la lejanía, se negaba a alejarse, a retirarse. Soltaba los bueyes, los uncía, les apuraba con el gorguz, mientras su padre del momento le gritaba a la menor equivocación.
—No seas bruto, así nunca tendrás ni pa’ tortillas.
Permanecía callado. Sabía que si rezongaba un manazo detrás de las orejas lo dejaría frío. Ya lo había experimentado muchas veces.
Caía la tarde con una pesadez insoportable. El sudor bañaba su cara. Las gotas, perlas negras, escurrían o se perdían en el pañuelo colorado y húmedo. Las nubes ennegrecían, como si fueran de humo de leña de encino verde. El Sol se ocultaba y la bóveda que cerraba su vista al infinito se cubría de millones de fogatas, de ventanas alumbradas, mirando al mundo burlonamente, con destellos de carcajadas. Si no iba al campo se pasaba los días calurosos detrás de un rebaño, donde congeniaban en promiscuidad, chivas, vacas, borregos, burros.
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Rendidos llegaban, cuando ya la noche había invadido los espíritus, al jacal de troncos de árboles, de lodo aprisionado en las ramas de hojas de palma, cobi- jando su parte superior. Los recibía un perro hambriento, pulguiento y sin deseos de ladrar. Llegando se arrimaban al fogón, mientras Justina les servía un jarro de arroz en agua y una memela a cada uno, rellenas de chile.
Ya tendido en el petate, a unos metros de la cama, tablas sobre cajas jabone- ras, donde dormían sus padres, no lograba conciliar el sueño, despertaba a nueva vida de emociones, sobresaltos, temblores, deseos naturales, instintos. Solo su fa- natismo lo reprimía de conseguir sus fines. Oía resuellos de fuelle entrecortados, murmullos, ruidos de sus padres haciendo el amor y, después, nada, silencio.
Apenas empezaba a dormir cuando su padre lo requería:
—Levántate, para comer hay que bullirle al campo.
Pasaron los años. Solo los domingos estaba un poco dicharachero, con otros igual a él. Claro, después de haber cumplido con el ritual de la misa, a cabecear, a mirar con ojos estúpidos, cara ida y corazón temerosos a todo aquello: escuchar los castigos del más allá, un torbellino de incomprensión, una calma y abnegación grande, colosal.
El tiempo mata a ricos y pobres, reduce a cenizas, polvo, nada, lo que antes pretendió ser y solo fue una máscara impávida de un mundo, de un rancho, de una ciudad. Al fin mascarada, simulación, lucha desesperada y al final nuevo principio, nueva fe y nuevos sueños, y el rosario se encadena bola con bola, en la traslación y rotación de un cielo lejano y, por tal, imposible.
Nunca se puede vivir más de lo que uno quiere o de lo que el tiempo y el recuerdo real permite. Faustina, con las páginas borrosas a cuestas, el estómago vacío, la desesperación a diario y la vejez abriendo surcos en su piel, agitando las emociones a golpe de martillo, vegetando en suciedades imposibles, gritaba, de- liraba en el camastro, la sangre agolpándose en su pecho seco, inerme, quebrado, empapado en sudor, mojando la “panza de burro” que cubría su cuerpo cansado de todos los trabajos. Los vecinos en el corral esperando a que se muriera cuanto an- tes la vieja, como le decían; el sacerdote murmure y murmure al oído de Faustina y las mujeres extrañadas con la sorpresa retratada en las caras. ¿Qué era la muerte?,
¿una satisfacción? No, una salvación; un dejar todo, mirar y oír mejor, o acaso el mismo infierno, ¡mas! mejor el desconocido que volver a nacer.
Cuando estaban mugiendo los bueyes y las gallinas apuradas en encaramarse a los palos para dormir, Faustina lanzaba los últimos suspiros. Murió confortada
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con los auxilios espirituales. Del agujero abierto en el jacal que pretendía ser ven- tana, salían olores a flores marchitas que se perdían hacia el cielo raso, allá a lo lejos, en el perfil de las lomas lamidas por el hambre de los animales de montaña.
Celerino, taciturno, no lloró. Se acordó una vez en que le dijo a su madre:
—¿Este año sí voy a la escuela?
—Que escuela ni que ocho cuartos, la escuela es pa’ ricos, no pa’ pobres y tontos como nosotros. A trabajar y olvídese. Deje esas ideas.
Así, ignorante, se burló de la muerte; lo acompañaron a dejar el cuerpo de la madre envuelto en su petate al camposanto, cuando dejó caer la última palada de tierra húmeda. Estaba sólo. Pensaba que ya nadie lo regañaría ni lo agarraría a “leñazos”, pero aun así estaba triste y sabía —hasta ahí lo sintió— que quería mu- cho a su madre. Salió lentamente sin fijarse que sobre su cabeza revoloteaban los zopilotes, desengañados de no darse un banquete.
Sin mucho análisis, comprendió que solo su madre lo mantenía enraizado en esa tierra dura y sofocante. Sin tener ya nada y sin ser nadie, se montó en un carro y de aventón llegó a la capital de la república.
Deslumbrado, vagabundeó de un lado a otro. Cansado, soportando el peso de unos guaraches de suela de cámara desgastados, lastimando sus pies agrieta- dos, indecisos, perdidos, dolorosos, pidiendo a gritos el descanso. Había ama- necido, miraba los anuncios luminosos, pero era igual, no los entendía. Alejado del centro de las zonas residenciales donde veía muchos palacios, pronto llegó a un lugar sumamente triste y de aspecto miserable; hacia los lados de las calles sin pavimentar, se alzaban puestos de fritangas triperas, y los hombres con mu- gre royéndoles las ropas salían y entraban de las cantinuchas, se arrimaban a las esquinas donde tomaban a una prostituta para volver a entrar a cualquier antro, donde tocaban sones empalagosos. En ese medio, por no tener opción a otro, se desarrolló, hasta el trágico cumplimiento de su destino.
Navegó en ese inmenso mar de multitudes, cada una con su secreto. Naufra- gó, maldijo su suerte, mendigó y por fin, después de tanto esfuerzo y hambres, lo ocuparon en la construcción de un elegante edificio de departamentos. Su trabajo consistía en arrimar “trocadas” de mezcla, arena, bultos de cemento; así la fue pasando hasta que se acabó la “chiche”, como él decía. Un día de tantos, lo llamó el capataz:
—Celerino, te vamos a dar 500 pesos, aquí ya se acabó. ¿Conforme?
—Sí, patrón.
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—Pero promete que no vas a levantar polvo. ¿De acuerdo?
Dijo sí. Poco tiempo le bastó para comprender la actitud del maistro. Lo ha- bía jodido. Ahora sabía por qué no debía hacerla de tos y levantar polvo.
Nadie se conforma con su misma tristeza, nadie soporta la soledad por mu- cho tiempo, busca su “salvación” y encadena su esfuerzo agonizante a otro ser, a otro más para hacer llevadera la carga, su cruz.
Celerino, aun tímido como era, se le clavó en el pensamiento. Arcadia, muchacha trigueña, bonita, pizpireta y con unos ojazos que le quitaban el sueño. Mucho hacia la había visto pasar contorneándose, moviendo las caderas como de adrede, frente a su puesto de frutas callejero, donde desde rebanadas de piña hasta chicozapotes,gritaba. Al influjo de Arcadia se sintió poderoso, creyó abra- zar, destrozar a la sociedad, vengarse, subir… subir por ella hasta el vacío, donde su peso de hambre fuera nulo y tuviera miles de manjares, gallinas de las que había visto asándose, haciéndosele agua la boca, frente a los aparadores, buenas ropas, no andrajos, zapatos no huaraches. El amor, la pasión, o lo que fuera, lo transformaría en un ser con fe, con mucho bueno de lo que había perdido en su azorada vida. Rompería las cadenas y todo sería maravilloso. Pobre; soñaba intranquilo.
El tiempo cura los sueños y adormece el espíritu, el desengaño viene por todos los caminos rápidos de la necesidad. Bien: logró su fin, Arcadia estaba con él y una preocupación más venía a exigir sus desvelos. El calendario, como si recibiera premio y él, Celerino de Los Hernández, con mechones como ce- jas, igual que lobo siberiano, desesperaba en su angustia, crónica, inconsciente. Ahora ya no era muy macho, lloraba de cuando en cuando y más cuando esta- ba borracho, en su cuartucho de madera por cuyas rendijas azotaba furioso el viento, dispuesto a devorar hasta los huesos. Mascullaba ideas y las arrojaba al olvidó, la realidad solo era: un ignorante. Un día igual a otro y otro igual, nada nuevo. Lo mismo, hasta el fin, sí, hasta el fin, que no venía por ningún lado.
Más o menos estabilizado, encerrado en la gran jaula de hierros y ladrillos, un caso vino a turbar y a romper de tajo todo lo hecho. Cuando vendía manzanas en el puesto ambulante, llegó “el perro mayor”. En camioneta del Departamento Central, arrasando con todo y mesa, nada pudo contra la ley, pero un concepto más se le gravó: todos los que caminan en la Ciudad de México son bandidos, pero los que están en las oficinas, son doblemente bandidos. Ya era un hombre maduro, “como coyote viejo hay que darle o matarlo”. Pero: ¿quién le daría, quien lo ma-
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taría? Ni una ni otra solución sería a pedir de boca, desesperado seguía hilando ideas: una revolución.
—¡Dios nos libre de una revolución!
Escuchó decir a su último padre que la vivió, cuando los amos no asistían a sus haciendas, cuando los revolucionarios llegaban matando borregos o lo que encontraban. Cuando le dijeron a su padre:
—Ándele, muchacho, un taco. La revolución da pa’ todos.
No, tampoco. Entonces eso, volver a Los Hernández y empezar de nuevo.
¡Qué caray! Si al cabo pa’ todos hay Dios.
Con los pocos ahorros de Arcadia tomaron el autobús —trompudo—, por- que los chatos eran de primera, para los catrines. Pero antes, creyendo darle una bofetada a la ciudad, se echaron sus copas. Hacía tiempo que les gustaba, estaban acostumbrados. Él lo llegó a saber cuando a Justina, según le platicaban, se le se- caron los senos y lo acabó de criar con pulque.
El camión se deslizaba por caminos disparejos. En su interior, los asientos rígidos solo admitían una posición. El frente, imágenes de santos, destacando la Virgen de Guadalupe, alumbrada con un foquillo rojo, adornada con colguijes de colores. En el espejo, letreros y calcomanías y figuras de mujeres en varias posi- ciones; además, a los lados, letreros indicando a los pasajeros cuál debería ser su comportamiento.
El camión, agarrado al camino, corría como bola dejada en mesa de billar, en pendiente veloz; iba atestado de pasajeros apretujados. Arcadia, en uno de los tantos pueblos que pasaron, consiguió un asiento delantero. Al lado de ella, se escondía en lentes oscuros un pasajero, no muy viejo, pero bien vestido si se le comparaba con los demás. Adormecida
con el calor, el olor sofocante y el alcohol en el cerebro haciendo sus efectos, se relajó y empezó a dormir.
Celerino de pie a la mitad del pasillo, borracho, platicaba con antiguos ami- gos, conocidos de otros ranchos y convidándoles de aquella su botella de aguar- diente.
Se dejaba venir la oscuridad; a lo lejos, un resplandor de incendio detrás de las montañas los quemaba, el Sol se zambullía en las últimas nubes; a los lados del camino, árboles chaparros secos o sedientos, que alzaban su silueta en el recortado azul del cielo despejado.
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Los conejos, ardillas, o zorrillos brillaban con asustadizos ojillos, al fran- quear la carretera y pegarles de lleno la luz de los faros, ojos monstruosos de la “flecha”. Los pocos campesinos en el campo, inmóviles, con sus azadones al hombro, las mujeres gordas y con la enagua hasta el suelo, dando de comer a los críos recién paridos. Adelante, más allá, una cordillera majestuosa, con secretos y ruidos de bosque. Las cabañas a medio alumbrar y los perros aullando en lo más lejano de la vista.
Seguía en pie, cansados los músculos y las espaldas. El chofer enterraba como puñal todo el pie derecho en el acelerador o frenaba intempestivamente, cuando el cobrador, su ayudante, gritaba:
—Ojo de Agua.
—Puente Viejo.
—Montecillos.
Mientras el radio adaptado del “autobús” gritaba una balada de la nueva ola, era de noche, había oscurecido.
Empezaba a aullar el viento seco, frío, nadie meditaba en lo grande de la naturaleza, apurados en llegar, cuidando a través de las ventanas las señales de su rancho. El radio seguía vociferando.
—El ejemplo es la mejor manera para demostrar to…
—Mire, mujer hija de un jodido, aguántele.
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Celerino le gritaba a una pasajera que se quejaba de sus alegatos con los ami- gos. En ese estado poco le importaban los suyos, ahora enfrascado en discusión con un amigo. De su mujer ni se acordaba.
Arcadia mientras tanto estaba semidormida. El hombre de lentes, tímida- mente, al principio fue bajando una mano y luego la subió hasta posarse en la pantorrilla llena, temblorosos los dedos, agarrotados. Una sonrisa dejó al descu- bierto sus dientes de oro, la mano fue presionada sigilosamente, con delicadeza, inconscientemente por las dos rodillas rebosantes de carne de Arcadia; entonces el extraño, más seguro de sí, subió más la mano, en más confianza, presionó con sus dedos la pierna, agitada ya con el manoseo del desconocido y la oscuridad como alcahueta; él prosiguió, siguió… más adentro hasta acariciar, apretar sus partes blandas, los dos sin recato se ahogaban.
Celerino seguía en el pasillo discutiendo, ahora más fuerte, fuera de sí, con la sangre en la cabeza, le brincaba al amigo:
—Tú dirás. También en San Juan hace aire.
—Pos lo mismo te digo. Me tiemblan las manos. Ya te digo.
—No me vengas con mucho, en mi rancho no hay quien se raje.
—Pos no hables, güey, vamos a ver de qué cuero salen más correas.
—Tú dices, me vales madres.
—Pos se me hacen nudo las manos.
Al decir esto, el amigo metía la mano nerviosamente, en una de las bolsas del pantalón, removiéndola en todos sentidos. El camión paró en la “erre”, bajó Cele- rino seguido por el amigo desconocido, guiñándole el ojo a los que se quedaban; Celerino, sin ver a su mujer, le dijo en la oscuridad:
—A’i te alcanzo, vieja.
Ella no le escuchó, dormida… extasiada, mojada en su cuerpo tembloroso, respondiendo al manoseo ya descarado y sudando los dos en su calor sofocante. Se escuchaban las noticias en el radio que no paraba:
—Este país tiene como norma la justicia social, así lo declaró en la reunión interna…
Siguió la flecha, quedándose Celerino acompañado de un grupo de descono- cidos, además del amigo de ocasión con quien había bajado.
—Vente pa’cá.
—Aquí mismo. No le saques. O como quieras… da igual.
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Se internaron entre los matorrales, por una vereda, cuando Celerino se paró colérico, furioso.
—Hasta dónde, jijo de tu pinche ma…
No terminó, ni tuvo tiempo de meter las manos, un picahielos rozó sus costi- llas y fue a pararse al interior hasta el mango, una, dos veces, sintió un frío intenso y luego un dolor profundo, se fue haciendo concha y cayó boca arriba.
—Desgraci… No concluyó la frase. Una patada, varias más le fueron dando vuelta, revolcándolo, sonaba a tambor de feria, sordo. El aliento le faltaba. Tuvo miedo, mucho miedo de la muerte, pero no duró, más pronto se convulsionó, lanzó borracho una carcajada estridente y quedó ahí tendido, tieso para siempre.
Lo recogerían, tal vez, lo sepultarían, quizá. Todos los elementos se negaron a alumbrar la muerte de, uno más. Qué le vamos hacer.
Arcadia siguió su camino interminable. Su vida: una hoja igual a la de Fausti- na, borrosa, ilegible. El espíritu estaba cansado, dormido. Nada fue, nada quedó, ni recuerdos, ni lágrimas, ni monumentos; uno más. Así seguiría la humanidad, el ciclo de esos seres sin integraciones, ni ayudas. Todo estaba perdido y todo empe- zaba otra vez. Mientras tanto, Celerino quedó tieso, muerto.
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Esta obra está compuesta por un conjunto de cuentos en los que se manifiesta la expresión individual de la naturaleza cambiante de las cosas; anclada al entorno en el que se desarrolla la vida, muestra seres impulsados por sus anhelos, inconscientes o no, por cumplir con condicionamientos sociales, articulando en sus acciones en constante tensión; entre la razón, la sexualidad,la violencia y la muerte.
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